CABEZA DE LANZA
EL JOVEN
Lawrence Pritchard Waterhouse, de visita a sus padres en Dakota,
sigue a un arado por el campo. La hoja hundida del arado saca la
tierra negra de los surcos y la apila en crestas, bastas y
desordenadas cuando se las mira desde cerca pero, cuando se las ve
desde la distancia, están matemáticamente tan bien definidas y
rectas como los surcos de un disco de fonógrafo. Un pequeño objeto
en forma de tabla de surf sobresale proyectado de la cresta de una
de esas olas de tierra. El joven Waterhouse se inclina y lo recoge.
Es una punta de flecha india cuidadosamente tallada en
pedernal.
El U-553 es una lanza de acero negro clavada en el aire a como unas diez millas al norte de Qwghlm. Las grandes olas grises lo elevan y lo dejan caer, pero aparte de eso, no se mueve; está varado en un saliente sumergido conocido para los habitantes de la zona como el arrecife de César, o la Pena de los Vikingos o el Martillo Holandés.
En la pradera, esas puntas de flecha de pedernal se pueden encontrar incrustadas en todo tipo de estructura natural: tierra, césped, el lodo de un río, el tronco de un árbol. Waterhouse tiene talento para encontrarlas. ¿Cómo puede recorrer un campo que, debido al retroceso del último glaciar, se halla salpicado de incontables piedras y encontrar las puntas de flechas? ¿Por qué el ojo humano puede detectar una pequeña forma artificial perdida en el cosmos rasgado y turbulento de la naturaleza, un aguja de datos en un pajar de ruido? Es una conexión súbita como un destello entre mentes, o eso supone. Las puntas de flechas son objetos humanos separados de la humanidad, sus partes orgánicas han perecido, pero las formas minerales permanecen; cristales de intención. No es la forma sino la intención latente lo que exige la atención de una mente egoísta. Funcionó para el joven Waterhouse buscando puntas de flechas. Funcionó para los pilotos de los aeroplanos que esta mañana acosaron al U-553. Funciona para los oyentes del Beobachtimg Dienst, que han entrenado sus oídos para escuchar lo que dicen Churchill y FDR mediante lo que se supone que son teléfonos cifrados. Pero no funciona muy bien con la criptografía. Lo que es una lástima para todos menos para los británicos y americanos, que han inventado sistemas matemáticos para descubrir puntas de flechas entre los guijarros.
El arrecife de César abrió la parte inferior de la proa del U-553 mientras inclinaba todo el submarino y lo sacaba casi por completo del agua. El empuje casi lo impulsó por encima del montículo, pero quedó colgando en medio, varado, como un balancín golpeado por las olas. Ahora tiene la popa casi toda llena de agua, por lo que es la proa la que se proyecta sobre las crestas de los mares. Ha sido abandonado por la tripulación, lo que significa que según las tradiciones marítimas, es de quien lo encuentre. La Marina Real ha llamado a los científicos. Una pantalla de destructores patrulla la zona, para evitar que algún submarino hermano llegue a escondidas y torpedee los restos.
Waterhouse ha sido llamado al castillo con indecorosa rapidez. La oscuridad cae como un telón de plomo, y las jaurías de lobos cazan en la noche. Se encuentra en el puente de una corbeta, un diminuto barco de escolta que, en cualquier circunstancia, tiene exactamente la hidrodinámica de una lata vacía de aceite. Si baja, no dejará de vomitar, así que permanece en cubierta, con los pies bien firmes, las rodillas dobladas, sujetándose a la baranda con ambas manos, viendo cómo se acercan los restos. El número 553 ha sido pintado en la torrecilla, bajo el dibujo de un oso polar levantando una jarra de cerveza.
—Interesante —le dice al coronel Chattan—. Cinco-cinco-tres es el producto de dos primos… siete y setenta y nueve.
Chattan se las arregla para emitir una sonrisa apreciativa, pero Waterhouse sabe perfectamente que no es más que una muestra espectacular de buena educación.
Mientras tanto, el resto del Destacamento 2702 está llegando. Acaban de terminar la exitosa misión de atravesar Noruega y se encontraban de camino a su nueva base de operaciones en Qwghlm cuando recibieron la noticia de que el U-553 había encallado. Se encontraron con Waterhouse allí mismo, en el barco —no han tenido muchas oportunidades de sentarse, y menos de deshacer el equipaje. Waterhouse les ha dicho muchas veces lo mucho que les va a gustar Qwghlm y se le han acabado las cosas que decir— la tripulación de la corbeta no es Ultra Mega, y no hay nada que Waterhouse pudiese concebiblemente decir a Chattan y a los otros que no esté clasificado como nivel Ultra Mega. Así que lo intenta hablando de números primos.
Algunos de los miembros del destacamento —el teniente de marines y la mayor parte de los soldados— se han quedado en Qwghlm para instalarse en sus nuevos alojamientos. Únicamente el coronel Chattan y un suboficial, llamado sargento Robert Shaftoe, han acompañado a Waterhouse al submarino.
Shaftoe tiene manos y brazos fuertes y musculosos al estilo Alley Oop, y un pelo rubio que lleva con un corte militar que hace que sus grandes ojos azules parezcan aún mayores. Tiene una nariz grande y una gran nuez de Adán, grandes marcas de acné y algunas otras cicatrices alrededor de las órbitas de los ojos. Los rasgos acentuados y el cuerpo esbelto le dotan de una presencia intensa; es difícil no mirar continuamente en su dirección. Parece un hombre de poderosas emociones pero de una disciplina aún mayor que las mantiene bajo control. Mira directamente a los ojos a quienquiera con el que hable, sin parpadear. Cuando no habla con nadie, mira el horizonte y piensa. Cuando piensa, juguetea con los dedos incesantemente. Los demás están usando los dedos para agarrarse a algo, pero Shaftoe está plantado en cubierta como un viejo grueso que esperase su turno para comprar la entrada de una película. Él, al igual que Waterhouse, aunque no Chattan, viste con ropas gruesas de invierno que ha tomado prestadas de los almacenes de la torpedera.
Se sabe, y ya se han enterado todos los presentes, que el capitán del submarino —el último hombre en abandonar la nave— tuvo la presencia de ánimo suficiente para llevarse con él la máquina Enigma. Los aviones de la RAF, todavía dando vueltas en lo alto, vieron como el capitán se arrodillaba precariamente en el bote salvavidas y lanzaba las ruedas de la máquina en diferentes direcciones contra las altas olas. Al final la propia máquina salió por la borda.
Los alemanes saben que los aliados nunca podrán recuperar la máquina. Lo que no saben es que no llegarán siquiera a buscarla, porque hay un lugar llamado Bletchley Park que ya sabe todo lo que se puede saber sobre la Enigma naval de cuatro engranajes. En cualquier caso, los británicos fingirán que la buscan, por si alguien está mirando.
Waterhouse no viene en busca de máquinas Enigma. Viene en busca de puntas de flecha perdidas.
Al principio la torpedera se acerca al submarino de frente, se lo piensa mejor, y vira a popa del pecio, luego se dirige viento arriba hacia él. De esa forma, supone Waterhouse, el viento tenderá a alejarles de los arrecifes. Visto desde abajo, el submarino parece bastante rechoncho. La parte que se supone que queda sobre la superficie, cuando sale, está pintada de un gris neutral, y es tan delgada como un cuchillo. La parte que se supone va sumergida, cuando no ha chocado contra una enorme piedra, es ancha y negra. Hombres aventureros de la Marina Real lo han abordado y con descaro han izado una bandera blanca sobre la torrecilla. Aparentemente han llegado hasta él usando un ballenero de poco fondo que está atado a su lado, ligeramente unido al submarino por una dispersa red de líneas, y mantenido a distancia por neumáticos tendidos sobre la baranda. La torpedera que lleva a los miembros del Destacamento 2702 se acerca al submarino con sumo cuidado; cada ola casi los hace chocar.
—¡Ahora nos encontramos claramente en una geometría espacial no-euclidiana! —dice Waterhouse juguetón. Chattan se inclina y usa la mano para hacer bocina sobre la oreja—. No sólo eso, sino dependiente en tiempo real, ¡algo que definitivamente hay que tratar en cuatro dimensiones, no tres!
—¿Perdóneme?
Si se acercan más, ellos mismos quedarán varados en los arrecifes. Los marineros lanzan un cohete que tiende una línea entre las naves, y dedican algo de tiempo a establecer un sistema de transferencia barco a barco. Waterhouse se teme que le obligarán a utilizarlo. En realidad, siente más resentimiento que temor, porque tenía la impresión de que no le pondrían en más situaciones peligrosas durante el resto de la guerra. Intenta pasar el tiempo examinando la parte de abajo del submarino y mirando a los marineros. Han formado una especie de brigada de cubos para sacar libros y papeles del pecio hasta la torrecilla y de allí hasta el ballenero. La torrecilla es un lugar complicado debido a los cañones, periscopios y antenas que le salen por todas partes.
Ciertamente envían a Waterhouse y a Shaftoe al U-553, usando una especie de carrito sobre poleas que corre sobre un cable extendido. Primero los marineros les obligan a ponerse chalecos salvavidas, como una especie de gesto simbólico e hilarante, de forma que si consiguen evitar que les golpeen hasta morir podrán morir de hipotermia en lugar de ahogarse.
Cuando Waterhouse está a medio camino, el punto más bajo de una ola pasa debajo de él, mira a la cavidad absorbente y ve la parte alta del arrecife César, momentáneamente expuesta, cubierta por un pelaje añil de mejillones. Podrías bajar y permanecer allí. Durante un instante. Luego, miles de toneladas de agua realmente fría caen en la cavidad, se elevan y le golpean en el culo.
Levanta la vista para mirar el U-553. Tiene demasiado submarino por encima de la cabeza. Tiene la impresión básica de que está hueco, más un colador que un buque de guerra. El casco está perforado por filas de ranuras oblongas dispuestas en una formación de remolino como líneas hidrodinámicas tatuadas sobre el metal. Parece ligero hasta lo imposible. Luego mira por las ranuras —la luz penetra hasta allí por las ranuras que hay en cubierta— y percibe la silueta del casco de presión metido en su interior, curvado y con aspecto de ser bastante más sólido que el casco externo. Dispone de dos hélices metálicas de tres aspas, de como una yarda de ancho, abolladas aquí y allá por el contacto con Dios sabe qué. Ahora mismo se encuentran en el aire y, mirándolas, Waterhouse siente la misma vergüenza absurda que sintió en Pearl Harbor al mirar a los muertos que tenían las partes íntimas expuestas. Los timones de inmersión sobresalen del casco tras las hélices, y a popa de ellos, cerca del ápice de popa, se encuentran dos bastas salidas de metal que tienen el aspecto de escotillas, y que Waterhouse comprende que es por donde deben salir los torpedos.
Se desliza durante los últimos veinte pies a una terrible velocidad y es recogido y sostenido, en diversos lugares, por ocho manos fuertes que lo levantan y lo llevan a lo que pretende ser un punto seguro: la cubierta del submarino, justo a popa de la torrecilla protegido bajo una ametralladora antiaérea. Muy a popa, hay un apoyo en forma de T con cables que sobresalen de la barra horizontal y corren tensos hasta la baranda de la torrecilla, al alcance de la mano. Siguiendo el ejemplo de un oficial de la Marina Real al que parecen que le han asignado el papel de guardián, Waterhouse trepa hacia arriba —es decir, hacia popa— usando uno de esos cables como pasamanos, y le sigue por una escotilla en la cubierta de popa hasta el interior de la nave. Shaftoe le sigue unos momentos después.
Es el peor lugar en el que Waterhouse se haya encontrado jamás. Como la corbeta en la que acaba de encontrarse, se eleva ligeramente con cada ola, pero al contrario que la corbeta, cae chocando contra las rocas, haciendo que casi pierda el equilibrio. Es como estar atrapado en un cubo de basura al que le están dando martillazos. El U-553 está lleno aproximadamente hasta la mitad de una mezcla rica de vino barato, combustible diesel, ácido de batería y aguas residuales. Por la forma en que está colocada, la sopa se hace más profunda a medida que avanzas, pero corre hacia popa formando un tsunami cada vez que la sección media golpea las rocas. Por suerte, Waterhouse se encuentra más allá de la náusea, en una especie de estado trascendente donde su mente se encuentra más divorciada de su cuerpo de lo que es habitual.
El oficial al mando espera a que se calme el ruido y luego dice, con voz asombrosamente baja:
—¿Hay algo en especial que le gustaría examinar, señor?
Waterhouse todavía está intentado hacerse una idea de dónde se encuentra por el procedimiento de mover el rayo de la linterna por todas partes, que es como mirar al mundo por una pajita. No puede obtener ninguna visión sinóptica de lo que le rodea, sólo visiones rápidas de cañerías y cables. Al final intenta mantener la cabeza muy quieta y mover la linterna muy, muy rápido. Una imagen se presenta: se encuentra en un espacio estrecho, evidentemente diseñado por y para ingenieros, con el fin de dar acceso a varias millas lineales de tuberías y cables que han sido obligados a pasar por una especie de cuello de botella.
—Buscamos los papeles del capitán —dice Waterhouse. El submarino vuelve a caer libre; Waterhouse se apoya en algo resbaladizo, se tapa los oídos con las manos, cierra los ojos y la boca, y exhala por la nariz para que la sopa no pueda entrar en su cuerpo. La cosa sobre la que se apoya es realmente dura, fría y redonda. Y grasienta. La ilumina; está hecha de cobre. El truco de mover el rayo produce la imagen de una especie de nave espacial, metida (a menos que esté confundido) bajo una litera. Está a punto de quedar como un completo idiota preguntando qué es cuando lo identifica como un torpedo.
En el siguiente interludio de preguntas, dice:
—¿Hay algo parecido a un camarote privado donde pudiese…?
—Hacia delante —dice el oficial. Hacia delante no es una visión muy prometedora.
—¡Mierda! —dice el sargento Shaftoe. Es lo primero que ha dicho en media hora. Comienza a avanzar y el oficial británico tiene que apresurarse para seguirle. El suelo vuelve a caer, por lo que se detienen y se dan la vuelta, para que la ola de desechos les pegue por detrás.
Se mueven hacia abajo. Cada paso es una vigorosa batalla contra la prudencia y el sentido común, y dan muchos pasos. Lo que Waterhouse ha considerado un cuello de botella es muy, muy largo, llegando, aparentemente, hasta proa. Al final encuentra algo que les ofrece una excusa para detenerse: un camarote, o quizá (de cuatro por seis pies) la esquina de un camarote. Hay una cama, una pequeña mesa plegable, y armarios de madera de verdad. Esos elementos en combinación con fotografías de familiares y amigos le dan un aire acogedor y doméstico completamente arruinado por la fotografía enmarcada de Adolf Hitler que cuelga del mamparo. A Waterhouse le parece de un asombroso mal gusto hasta que recuerda que es un submarino alemán. La terrible marea de residuos divide el camarote aproximadamente por la mitad. Por todas partes encuentran, flotando, papeles y otros detritus burocráticos escritos con la escritura gótica esotérica que Waterhouse asocia con Rudy.
—Recójanlo todo —dice Waterhouse, pero Shaftoe y los otros ya están pasando los brazos por la mezcla y los sacan cubiertos de papel maché chorreante. Lo meten todo en un saco de lona.
El camastro del capitán se encuentra a popa, o hacia arriba, del camarote. Shaftoe lo deshace, mira bajo la almohada y el colchón y no encuentra nada.
La mesa plegable se encuentra en el extremo totalmente sumergido. Waterhouse vadea con cuidado hacia ella, intentando no resbalar. Encuentra la mesa con el pie, mete las manos en el líquido y explora como un ciego. Encuentra un par de cajones que puede sacar y pasar a Shaftoe, que tira el contenido en el saco. Al poco tiempo está muy seguro de que no queda nada en el escritorio.
El submarino se levanta y vuelve a caer. Al desplazarse las aguas residuales, deja expuesto, sólo por un momento, algo en la esquina del camarote, algo unido al mamparo. Waterhouse vadea hacia él para identificarlo.
—¡Es una caja fuerte! —dice. Gira el dial. Está duro. Una buena caja fuerte. Alemana. Shaftoe y el oficial británico se miran unos a otros.
Un marinero británico aparece en la escotilla abierta.
—¡Señor! —anuncia—. Se ha detectado otro submarino en la zona.
—Me encantaría tener un estetoscopio —sugiere Waterhouse—. ¿Hay un área médica en esta cosa?
—No —dice el oficial británico—. Sólo una caja de material médico. Debería andar flotando por aquí.
—¡Señor! ¡Sí, señor! —dice Shaftoe y desaparece de la habitación. Regresa un minuto más tarde sosteniendo un estetoscopio alemán sobre la cabeza para mantenerlo limpio. Se lo lanza al otro lado del camarote a Waterhouse, quien lo atrapa en el aire, se lo pone en los oídos, y mete el extremo en el agua hacia la caja fuerte.
Ya lo ha hecho antes, como ejercicio. Los niños obsesionados con las cerraduras con frecuencia crecen para convertirse en adultos obsesionados con la criptografía. El jefe de la tienda de ultramarinos en Moorhead, Minnesota, dejaba que el joven Waterhouse jugase con la caja fuerte. Rompió la combinación, para gran sorpresa del jefe, y escribió sobre la experiencia para la escuela.
Esta caja fuerte es mucho mejor de lo que era la otra. Como de todas formas no puede ver el dial, cierra los ojos.
Es vagamente consciente de que los otros tipos en el submarino llevan un rato gritando y haciendo algo, como si hubiese llegado alguna noticia sensacional. Quizás haya terminado la guerra. Luego siente como le arrancan el estetoscopio. Abre los ojos para ver al sargento Shaftoe llevándoselo a la boca como si fuese un micrófono. Shaftoe le mira con frialdad y le habla al estetoscopio.
—Señor, torpedos en el agua, señor. —A continuación Shaftoe sale corriendo y deja a Waterhouse solo en el camarote.
Waterhouse está como a medio camino subiendo la escalerilla de la torrecilla, mirando un disco de cielo gris negruzco, cuando la nave entera se estremece y retumba. Un pistón de aguas residuales se levanta debajo de él y le envía hacia arriba, vomitándole sobre la cubierta del submarino, donde sus camaradas le agarran y con gran consideración le impiden caer rodando al agua.
El movimiento del U-553 con las olas ha cambiado. Ahora se mueve mucho más, como si estuviese a punto de escapar del arrecife.
Waterhouse precisa de un minuto para recuperar la compostura. Empieza a pensar que es posible que haya sufrido algún daño. Algo definitivamente va mal con su brazo izquierdo, sobre el que acaba de aterrizar.
Les barren unas luces potentes: un reflector de la torpedera británica que les ha traído aquí. Los marineros británicos lanzan una maldición. Waterhouse se apoya sobre el codo bueno y observa a lo largo del casco del submarino, siguiendo el rayo del reflector hasta ver algo grotesco. El submarino ha sido alcanzado justo bajo la línea de flotación, fragmentos del casco se despegan de la herida y salen disparados por el aire como metralla. El asqueroso contenido del casco fluye, tiñendo el Atlántico de negro.
—¡Mierda! —dice el sargento Shaftoe. Se libera de una mochila pequeña pero de aspecto pesado con la que ha estado cargando, y la abre. Esa actividad súbita llama la atención de los hombres de la Marina Real que le ayudan apuntando las linternas hacia sus manos frenéticas.
Waterhouse, que para entonces podría estar sufriendo de delirio, no puede creer lo que ve: Shaftoe acaba de sacar un haz de cilindros de un marrón amarillento, tan gruesos como un dedo y de unas seis pulgadas de largo. También saca algunos elementos pequeños, incluido un carrete de cordón grueso y rojo. Se pone en pie de forma tan decisiva que casi tira a alguien, corre hacia la torrecilla y baja la escalerilla.
—¡Jesús! —dice un oficial—, va a volarla. —El oficial lo medita durante un corto periodo de tiempo; el movimiento del submarino con las olas es aterrador y el sonido rasgado indica que podría estar saliéndose del arrecife—. ¡Abandonen la nave! —grita.
La mayoría pasan al ballenero. Waterhouse es enviado de nuevo por el carrito. Está a medio camino hacia el torpedero cuando siente, pero apenas oye, un estremecimiento agudo.
Durante el resto del camino realmente no puede ver nada, e incluso después de regresar a la corbeta, todo es confusión, y alguien llamado Enoch Root insiste en llevarle abajo y curarle la cabeza y el brazo. Waterhouse no sabía hasta ahora que se había hecho daño en la cabeza, lo que no deja de ser razonable, en tu cabeza es donde conoces las cosas, y si sufre daños, ¿cómo vas a saberlo?
—Le darán por lo menos un Corazón Púrpura por esto —dice Enoch Root. Lo dice con una muy clara falta de entusiasmo, como si los Corazones Púrpura no pudiesen importarle menos, pero es bastante condescendiente pensar que eso animará a Waterhouse—. Y para el sargento Shaftoe probablemente venga otro adorno importante, maldito sea.