EN TIERRA

EL VELERO GERTRUDE penetra en la cala poco después de la puesta de sol, y Bischoff no puede contener la risa. Los percebes han cubierto de tal forma el casco, formando una capa tan gruesa que (supone) se podría retirar el casco por completo y al cascarón de percebes se le podría poner un palo y velas y navegar hasta Tahití. Una madeja de cien yardas de largo formada por algas, pegadas a los percebes, viaja tras ella, produciendo una larga alteración en su estela. El palo se ha caído al menos una vez. Ha sido reemplazado por un remiendo improvisado, un tronco de árbol que ha recibido algo de atención por parte de un cuchillo pero sigue conservando la corteza en algunas partes, y largos hilillos de savia dorada como la cera que corren por una vela, también a su vez cubiertos de sal. Las velas están casi por completo negras por la suciedad y el rocío, y han sido crudamente remendadas, aquí y allá, con enormes punzadas negras, como si se tratase de la piel del monstruo de Frankenstein.

Los hombres que la tripulan apenas están mejor. Ni siquiera se molestan en lanzar el ancla, se limitan a embarrancar el Gertrude en una lengua de coral a la entrada de la cala y ya está. La mayor parte de la tripulación de Bischoff se ha reunido en la cubierta del V-Million, el submarino cohete, y opinan que es lo más hilarante que han visto nunca. Pero cuando los hombres del Gertrude se suben a un bote y comienzan a remar hacia ellos, los hombres de Bischoff recuerdan sus modales, se ponen firmes y saludan.

Bischoff intenta reconocerlos a medida que se acercan. Le lleva un rato. Hay cinco en total. Otto ha perdido la barriga y tiene el pelo mucho más gris. Rudy es un hombre completamente diferente: tiene una larga coleta que le llega a la espalda, y una sorprendente barba gruesa al estilo vikingo, y parece que en algún momento del camino perdió el ojo izquierdo, ¡porque lleva un genuino parche negro!

—¡Dios mío —exclama Bischoff—, piratas!

A los otros tres no los había visto antes: un negro con tirabuzones; un tipo de piel marrón y aspecto indio, y un europeo pelirrojo.

Rudy observa cómo una manta raya pliega y despliega sus alas carnosas a diez metros de profundidad.

—La claridad del agua es exquisita —comenta.

—Cuando los Catalinas vengan a por nosotros, Rudy, echarás de menos el viejo mar tenebroso del norte —dice Bischoff.

Rudolf von Hacklheber mueve el único ojo para fijarse en Bischoff, y permite que un ligero rastro de diversión se manifieste en su cara.

—¿Permiso para subir a bordo, capitán? —pide Rudy.

—Concedido con placer —dice Bischoff. El bote se ha acercado al casco redondeado del submarino y la tripulación de Bischoff deja caer una escalera de cuerda para que suban—. ¡Bienvenidos al V-Million!

—He oído hablar de la V-l y de la V-2, pero…

—No sabíamos cuántas otras armas V habría inventado Hitler, así que escogimos un número muy, muy grande —dice Bischoff con orgullo.

—Pero, Günter, ¿sabes lo que significa la V?

Vergeltungswaffen —dice Bischoff—. Tienes que concentrarte más, Rudy.

Otto está perplejo, y la perplejidad le pone furioso.

Vergeltung significa venganza, ¿no?

—Pero también puede significar pagar lo que se debe, compensar, recompensar —dice Rudy—, incluso bendecirlos. Me gusta mucho, Günter.

—Para ti, almirante Bischoff —responde Günter.

—Eres el comandante supremo del V-Million… ¿no hay nadie por encima de ti?

Bischoff golpea los talones con fuerza y levanta el brazo derecho.

—¡Heil Dönitz! —grita.

—¿De qué coño hablas? —pregunta Otto.

—¿No has leído los periódicos? Hitler se suicidó ayer. En Berlín. El nuevo Führer es mi amigo personal Karl Dönitz.

—¿También él es parte de la conspiración? —masculla Otto.

—Pensaba que mi querido mentor y protector Hermann Göring iba a ser el sucesor de Hitler —dice Rudy, sonando casi abatido.

—Está en algún lugar del sur —dice Bischoff—, a dieta. Justo antes de que Hitler se tomase el cianuro ordenó a la SS que arrestase a ese gordo cabrón.

—Pero en serio, Günter… cuando te subiste a este submarino en Suecia, se llamaba de otra forma y había algunos nazis a bordo, ¿no? —pregunta Rudy.

—Me había olvidado por completo de ellos. —Bischoff hace bocina con las manos y grita por la abertura de la esbelta torrecilla—: ¿Alguien ha visto a nuestros nazis?

La pregunta reverbera por el interior del submarino pasando de marinero a marinero: nazis?, nazis?, nazis?, pero en algún momento se convierte en nein!, nein!, nein! y vuelve a subir por la torrecilla y sale por la escotilla.

Rudy trepa por el casco liso del V-Million con los pies desnudos.

—¿Tienes algún cítrico? —Sonríe y muestra cráteres magentas en las encías allí donde debería haber dientes.

—Trae los calamansis —dice Bischoff a uno de sus hombres—. Rudy, para ti tenemos limas en miniatura de Filipinas, un buen montón de ellas, con más vitamina C de la que podrías querer.

—Lo dudo mucho —dice Rudy.

Otto se limita a mirar a Bischoff con reproche, haciéndole personalmente responsable de haberse tenido que juntar con esos cuatro hombres durante todo 1944 y los primeros cuatro meses de 1945. Al fin habla:

—¿Está aquí ese hijo de puta de Shaftoe?

—El hijo de puta de Shaftoe está muerto —dice Bischoff.

Otto aparta la vista y asiente.

—Asumo que recibiste mi carta desde Buenos Aires —dice Rudy von Hacklheber.

—Señor G. Bishop, Lista de correos, Manila, Filipinas —recita Bischoff—. Claro que la recibí, amigo mío, o no hubiese sabido dónde encontraros. La cogí cuando fui a la ciudad a renovar mi amistad con Enoch Root.

—¿Lo consiguió?

—Lo consiguió.

—¿Cómo murió Shaftoe?

—Gloriosamente, por supuesto —dice Bischoff—. Y hay noticias de Julieta: ¡la conspiración tiene un hijo! Felicidades Otto, eres tío abuelo.

Esto último provoca una sonrisa, aunque oscura y llena de huecos, por parte de Otto.

—¿Cuál es su nombre?

—Günter Enoch Bobby Kivistik. Ocho libras, tres onzas… magnífico para un niño nacido durante la guerra.

Todos se dan la mano. Rudy, siempre el caballero, saca algunos puros de Honduras para celebrar la ocasión.

Él y Otto se quedan al sol fumando los puros y bebiendo zumo de calamansis.

—Llevamos tres semanas esperándoos aquí —dice Bischoff—. ¿Qué os retrasó?

Otto escupe algo de muy mal aspecto.

—¡Lamento que tuvieseis que pasar tres semanas bronceándoos en la playa mientras nosotros atravesábamos el Pacífico en esta bañera!

—Perdimos el palo y a tres hombres, mi ojo izquierdo, dos dedos de Otto y algunas cosas más atravesando el cabo de Hornos —dice Rudy como disculpa—. Los puros se mojaron un poco. Y jodió nuestro itinerario.

—No importa —dice Bischoff—. El oro no va a irse a ningún sitio.

—¿Sabemos dónde está?

—No exactamente. Pero hemos encontrado a alguien que lo sabe.

—Está claro que hay mucho de que hablar —dice Rudy—, pero primero tengo que morirme. A ser posible sobre una cama blanda.

—Perfecto —dice Bischoff—. ¿Hay algo que debamos sacar del Gertrude antes de que le cortemos el cuello y dejemos que los percebes se lo lleven al fondo?

—Hunde ahora mismo a esa zorra, por favor —dice Otto—. Incluso me quedaré aquí a mirar.

—Primero hay que sacar cinco cajas Propiedad del Reichsmarschaü —dice Rudy—. Están en la sentina. Las usamos como lastre.

Otto parece sorprendido, y se rasca la cabeza desconcertado.

—Me olvidé de ellas. —Los recuerdos de hace año y medio se clarifican lentamente—. Llevó todo un día cargarlas. Quería matarte. Todavía me duele la espalda.

Bischoff dice:

—Rudy… ¿huiste con la colección de pornografía de Göring?

—No me hubiese gustado su tipo de pornografía —contesta Rudy con calma—. Estos son tesoros culturales. Botín.

—¡Habrán quedado destrozados por el agua de la sentina!

—Es todo oro. Hojas de oro con agujeros. Impermeables.

—Rudy, se supone que vamos a exportar oro desde Filipinas, no a importarlo.

—No te preocupes. Algún día lo exportaré de nuevo.

—Para entonces, tendremos dinero para contratar estibadores, de forma que el pobre Otto no tenga que lastimarse la espalda.

—No nos harán falta estibadores —dice Rudy—. Cuando exporte lo que hay en esas láminas, lo haré por cable.

Todos se quedan sobre la cubierta del V-Million en una cala tropical, mirando la puesta de sol, oyendo cómo saltan los peces voladores, oyendo los chillidos de pájaros y el zumbido de los insectos provenientes de la jungla que les rodea. Bischoff intenta imaginarse cables tendidos desde ese punto hasta Los Ángeles y láminas de oro deslizándose por ellos. No le acaba de cuadrar.

—Ven abajo, Rudy —dice—, tenemos que meterte algo de vitamina C en el cuerpo.