UNA HISTORIA PERSONAL

Te hablo de una tarde que jamás lograré borrar de mi memoria.

Era viernes. Acompañaba a un veterano de la empresa para la que había empezado a trabajar. Durante la semana, se había dedicado a presentarme los clientes de la zona que me había sido asignada, así que ahora volvíamos a casa en busca de un merecido descanso. Mientras contemplaba la estepa manchega que se extendía a ambos lados de la A3, caí en la cuenta de que mi problema no era la falta de descanso. Era la carencia de estímulos.

Llevaba meses sin acostarme con una mujer. Con todo, había esperanzas. Durante todo ese tiempo, había logrado atesorar más de treinta números de conocidas en el móvil. Por miedo a estropearlo, no había llamado ni escrito a la mayoría de ellas.

«Mario», me dije, «esto es ridículo. Has estado con mujeres en el pasado, algunas de ellas incluso bastante colgadas por ti. Puede que no seas Brad Pitt, pero ni mucho menos eres un tío feo. Eres agradable, culto, sensible, comprensivo, atento, inteligente, tienes saber estar y hablas varios idiomas. Sabes cocinar, estás emancipado y cuidas de ti mismo en todos los aspectos. Has viajado por el mundo, practicas toda clase de deportes y posees un cuerpo atlético. No te gusta el fútbol ni te asusta hablar de tus sentimientos. No eres, para nada, el típico cerdo machista del que se quejan las mujeres. Tú, desde luego, sabes escuchar. Y, para colmo, eres honesto, noble y dices las cosas de frente».

«Puede que no seas el tipo de alguna chica concreta, pero eso no tiene nada de traumático. Te aproximas mucho a lo que la mayoría de las mujeres dicen que quieren en su vida. Además, desear encontrar a una mujer es la cosa más natural para un hombre. Y los hombres, hombres mediocres que no encajan tanto como tú en el modelo que demandan las mujeres, salen con mujeres a diario. ¿Qué tienes tú que temer?».

Sostenía el móvil en la mano y extraviaba la vista por la inmensa meseta mientras me hacía estos razonamientos a mí mismo. Por aquel entonces, me afectaba bastante cada vez que una conocida me rechazaba o no contestaba a mis mensajes o llamadas. Por ello, trataba de que esto no ocurriera demasiado.

Sin embargo, llevado de mis propios argumentos, en ese momento tuve una idea que me pareció genial. Por mucho que el destino se empeñase en lo contrario, ¡ese fin de semana iba a quedar con alguna chica!

La idea era simple y no podía fallar. Consistía en enviar el mismo mensaje a los más de treinta números que tenía almacenados en la memoria del teléfono. Si les proponía a todas quedar para dar una vuelta, alguna podría decirme que no. Dos, tres, cinco quizá… Una decena a lo sumo. Pero ¡treinta y pico…! Estaba claro que de treinta y pico mujeres, alguna tenía que decirme que sí. Era pura estadística.

Cuál sería mi sorpresa cuando comprobé que…

EL JUEGO NO ES ESTADÍSTICA

«Hola, soy Mario. ¿Qué tal? ¿Qué haces mañana por la tarde? ¿Te gustaría dar una vuelta conmigo?».

Ese era el mensaje. Educado, simple, claro, directo.

Lo recuerdo bien porque lo envié más de treinta veces a más de treinta chicas distintas.

La lógica, el sentido común y todas las leyes matemáticas posibles estaban de mi parte. Sin embargo, eso no impidió que pasara aquel fin de semana más solo que la una.

Algunas no podían porque se iban a nosédónde. Otras habían quedado ya. A otras les habría encantado y esperaban que otra vez las avisase con más antelación. Otras pensaban que a su novio no les parecería bien. Y muchas ni siquiera se dignaban en contestar.

AUNQUE LA SUERTE INFLUYE, EL JUEGO NO ES SUERTE

Claro, mala suerte.

Al menos, eso era lo que la mayoría de la gente me decía. Si le preguntaba a mi madre o a mi tía, sencillamente no se lo creían. Si le pedía la opinión a alguna amiga, me contestaba que aún no había encontrado a esa chica especial, a «mi chica».

Llevaba años oyendo lo mismo. Pero la chica, «mi chica», ya no aparecía ni en mis sueños. Como tantos chicos cuya vida ha sido marcada por una influencia claramente femenina y han contado con pocos o ningún ejemplo válido masculino, yo me había tragado el mito de la Media Naranja[56]. Como hacerlo resultaba esencial para obtener la aprobación de los seres más importantes para mí, deseaba creer en él de todo corazón. Y, en parte, lo hacía. Por ello, la mejor explicación a mi problema era que había sido gafado por alguna especie de siniestra maldición.

Con todo, a veces odiaba a las mujeres por no tenerme en cuenta sexualmente. En otras ocasiones, pensaba que eran seres demasiado perfectos para resultar culpables de nada y que, por lo tanto, su rechazo no era más que la prueba de que, en el fondo, yo no era más que un tipejo sucio e indigno. Para alguien tan vil, solo quedaba implorar el perdón de esos seres divinos y en posesión de la verdad. Y si me rebelaba, si desafiaba u ofendía a alguna de aquellas diosas justicieras, todas las vaginas del universo se cerrarían como moluscos para siempre. Y yo me lo habría merecido[57].

Pero, volviendo a aquella tarde, treinta y pico ya eran demasiadas. Aunque el mismísimo Dios fuera mujer, el castigo parecía demasiado injusto[58]. Había tíos ahí fuera que solo a simple vista ya parecían auténticos cretinos y paseaban con nenas que quitaban el aliento cogidas de su brazo. De hecho, conocía a auténticos cretinos a los que les faltaba tiempo para compaginar las mujeres con las que se acostaban. Mujeres, cada una de ellas, por una noche en cuya compañía yo me habría dejado arrancar una muela sin anestesia.

Treinta y pico ya no eran cuestión de suerte. Ahí había algo más. Por supuesto, la hipótesis de la maldición todavía seguía en pie. El problema era que una mente cartesiana como la mía no digería bien las maldiciones.

Y, desde luego, ahí había algo más que suerte. La cosa apestaba a gato encerrado desde hacía años. Tarde o temprano, yo iba a dar con el dichoso animalejo.

PARA VER EL JUEGO, HAY QUE TOMAR LA PÍLDORA ROJA[59]

Me sentía tan inquieto como Neo antes de aceptar la píldora de las manos de Morfeo. Sabía que había demasiadas cosas que no encajaban pero, cuando hablaba sobre ello, la gente de mi círculo me tomaba por loco.

La cosa se agravó durante las semanas sucesivas. No solo no había logrado quedar con ninguna de las treinta y pico chicas el finde en que lo intenté. Había seguido insistiendo a lo largo de días y semanas, pero lo mejor que obtuve fue un comentario por parte de una de ellas. Me dijo que se sentía muy halagada de que quisiera verla y que sentía de verdad no poder hacerlo.

Creo que aquella fue una de las anécdotas más frustrantes de mi vida con las mujeres. Me gustaría decir que aquello me sublevó, que me hizo tomar la firme decisión de desvelar el secreto que se llevaban entre manos las mujeres de una vez por todas. Y que, a partir de entonces, aquello me permitió empezar a ver El Juego, con sus hilos invisibles que se ocultan a nuestros ojos. Pero no lo hizo.

No lo haría hasta meses más tarde, hasta el día que terminé de tocar fondo[60].

La razón es simple. Para ver el juego, hay que estar totalmente decidido a hacerlo. Hay que saltar el precipicio, abalanzarse sobre su vacío sin volver la cabeza. Hay que tomar la píldora roja.

Y… una vez hecho, no hay vuelta atrás.

LO QUE YO DESCONOCÍA: LA OBVIEDAD ESQUIVA[61]

No puedo culparme, porque había demasiadas cosas que entonces yo desconocía. Aun cuando hubiese querido, no habría podido entender lo que ocurría. Mi situación era similar a la del etólogo que pretende estudiar a algún insecto, pero carece de las lentes adecuadas que le permiten ver el color ultravioleta que guía muchos de sus comportamientos.

Yo no podía ver ese color ultravioleta. No podía ver que, lo que tomaba por comunicación, era solo como una corteza seca, bajo la cual la verdadera interacción fluía como savia viva. Ante mis propias narices, se estaba llevando a cabo un intercambio de información mucho más rico y complejo que el que mi cerebro creía procesar. Una conversación harto más interesante que la que se producía con palabras estaba teniendo lugar allí mismo, pero yo no podía oírla. Y, curiosamente, todo lo que parecía totalmente absurdo, necio o incluso aburrido, hubiese cobrado perfecto sentido a la luz de esa lógica que, entonces, se me esfumaba como agua entre los dedos.

Porque lo que yo desconocía era que, en el mismo seno de la monotonía cotidiana, otra lógica obraba, otro lenguaje se hablaba y otro intercambio de información se producía. Lo que yo desconocía era que, frente a mí, se estaba dando otro tipo de comunicación: una Comunicación Sexual.

Cuando por fin lo descubrí, no podía dar crédito a lo estúpido que había sido, a lo ciego que había estado. Durante todo el tiempo, había tenido la verdad ante mis narices. Y era una obviedad.

Pero era una obviedad escurridiza. Una obviedad esquiva.

TÚ VAS A ESTAR MÁS PREPARADO

Para que la historia no se repita, voy a dotarte de los conceptos necesarios. Mi viaje hacia el conocimiento fue inductivo, por lo que resultó largo y pesado. Con un poco de esfuerzo por mi parte y por la tuya, podemos hacer que el tuyo sea deductivo. Algo, querido lector, que puede ahorrarte mucho tiempo y dolores de cabeza.

Cuando digo que mi viaje fue inductivo, quiero decir que fue de lo concreto, de mis experiencias, de los ejemplos, a los principios generales que las abarcan todas. Por así decirlo, yo tuve que construir el rompecabezas pieza a pieza y sin contar con guía alguna.

El tuyo no tiene por qué ser así. Para evitarlo, con este manual pretendo ofrecerte algo así como la cubierta de la caja del rompecabezas. Ya sabes, la parte donde aparece la imagen del puzzle completado. Aquella que puede servirte como guía.

A continuación, pues, te ofrezco los primeros esbozos de dicha imagen.

Sex code
cubierta.xhtml
sinopsis.xhtml
titulo.xhtml
info.xhtml
CartaAlLector.xhtml
Seccion1.xhtml
Seccion2.xhtml
Seccion3.xhtml
Seccion4.xhtml
Seccion5.xhtml
Seccion6.xhtml
Seccion7.xhtml
Seccion8.xhtml
Seccion9.xhtml
Seccion10.xhtml
Seccion11.xhtml
Seccion12.xhtml
Seccion13.xhtml
Seccion14.xhtml
Seccion15.xhtml
Seccion16.xhtml
Seccion17.xhtml
Seccion18.xhtml
Seccion19.xhtml
Seccion20.xhtml
Seccion21.xhtml
Seccion22.xhtml
Seccion23.xhtml
Seccion24.xhtml
Seccion25.xhtml
Seccion26.xhtml
Seccion27.xhtml
Seccion28.xhtml
Seccion29.xhtml
Seccion30.xhtml
Seccion31.xhtml
Seccion32.xhtml
Seccion33.xhtml
Seccion34.xhtml
Seccion35.xhtml
Seccion36.xhtml
Seccion37.xhtml
Seccion38.xhtml
Seccion39.xhtml
Seccion40.xhtml
Seccion41.xhtml
Seccion42.xhtml
Seccion43.xhtml
Seccion44.xhtml
Seccion45.xhtml
Seccion46.xhtml
Seccion47.xhtml
Seccion48.xhtml
Seccion49.xhtml
Seccion50.xhtml
Seccion51.xhtml
Seccion52.xhtml
Seccion53.xhtml
Seccion54.xhtml
Seccion55.xhtml
Seccion56.xhtml
Seccion57.xhtml
Seccion58.xhtml
Seccion59.xhtml
Seccion60.xhtml
Seccion61.xhtml
Seccion62.xhtml
Seccion63.xhtml
Seccion64.xhtml
Seccion65.xhtml
Seccion66.xhtml
Seccion67.xhtml
Seccion68.xhtml
Seccion69.xhtml
Seccion70.xhtml
Seccion71.xhtml
Seccion72.xhtml
Seccion73.xhtml
Seccion74.xhtml
Seccion75.xhtml
Seccion76.xhtml
Seccion77.xhtml
Seccion78.xhtml
Seccion79.xhtml
Seccion80.xhtml
Seccion81.xhtml
Seccion82.xhtml
Seccion83.xhtml
Seccion84.xhtml
Seccion85.xhtml
Seccion86.xhtml
Seccion87.xhtml
Seccion88.xhtml
Seccion89.xhtml
Seccion90.xhtml
Seccion91.xhtml
Seccion92.xhtml
Seccion93.xhtml
Seccion94.xhtml
Seccion95.xhtml
Seccion96.xhtml
Seccion97.xhtml
Seccion98.xhtml
Seccion99.xhtml
Seccion100.xhtml
Seccion101.xhtml
Seccion102.xhtml
Seccion103.xhtml
Seccion104.xhtml
Seccion105.xhtml
Seccion106.xhtml
Seccion107.xhtml
Seccion108.xhtml
Seccion109.xhtml
autor.xhtml
notas1.xhtml
notas2.xhtml