CAPÍTULO 54

Sábado, 3 de julio de 2010

La viuda

No pude evitarlo. Tuve que ir a verla. El interrogatorio y la investigación judicial habían desatado algo en mi interior y no podía dejar de pensar en ello. Ni siquiera las pastillas podían hacer nada al respecto. Creía que, sin Glen, conseguiría algo de paz, pero no era así. Seguía pensando en ella todo el tiempo. No podía comer ni dormir. Sabía que debía ir a verla. Ninguna otra cosa importaba.

No era la primera visita que hacía a la tumba de Bella. Glen me llevó el lunes anterior a su accidente. Lo hizo después de sentarse en la cama y decirme que no podía dormir más. Luego comenzó a hablar del día en el que Bella desapareció y se acurrucó en su lado de la cama, dándome la espalda para que no pudiera verle la cara. Mientras hablaba, yo no me moví ni una sola vez. Temía romper el hechizo y que se callara. Así pues, me limité a escucharlo en silencio.

Me contó que había cogido a Bella porque ella así había querido que lo hiciera. No lo había soñado. Sabía que había dejado a Bella en la linde de un pequeño bosque de camino a casa y que había hecho algo terrible. Ella se había quedado dormida en la parte trasera de la furgoneta. Él llevaba un saco de dormir. La había cogido mientras ella todavía estaba dormida y la había dejado al pie de un árbol para que alguien la encontrara ahí. Le había dejado asimismo unos cuantos caramelos para que comiera. Skittles. Había pensado en llamar a la policía, pero había sido presa del pánico.

Entonces se levantó y se marchó de la habitación antes de que yo pudiera decir nada. Yo permanecí tumbada como si fuera capaz de detener el tiempo, pero los pensamientos se arremolinaban en mi mente. No dejaba de preguntarme por qué llevaba un saco de dormir en la furgoneta y de dónde lo habría sacado. Era incapaz de pensar en lo que había sucedido en la furgoneta. En lo que había hecho mi marido.

Quería borrarlo de mi mente y permanecí un largo rato en la ducha dejando que el agua repiqueteara sobre mi cabeza y me llenara los oídos. Nada, sin embargo, conseguía interrumpir mis pensamientos.

Bajé a la cocina y le dije que iríamos a buscarla. Glen me miró inexpresivamente y me contestó:

—Jeanie, la dejé ahí hace casi cuatro años.

Yo no pensaba aceptar un no por respuesta.

—Tenemos que hacerlo —le dije.

Cogimos el coche y fuimos en busca de Bella. Me aseguré de que no nos viera nadie al salir de casa, aunque los medios de comunicación ya no vivían en nuestra calle. En cuanto a nuestros vecinos, ya había decidido que, si veíamos a alguno, les diríamos que íbamos a comprar a Bluewater.

Había mucho tráfico y avanzamos en silencio siguiendo los letreros que conducen a la M25.

Estábamos haciendo la misma ruta que Glen debió de hacer aquel día de Winchester a Southampton. Las carreteras secundarias que tomó con Bella en la parte trasera de la furgoneta. Me la imaginé sentada feliz en el suelo con un puñado de caramelos y me aferré con fuerza a esa imagen. Sabía que en realidad no había sido así, pero todavía no podía pensar en ello.

Glen estaba pálido y sudoroso al volante.

—Esto es condenadamente estúpido, Jean —dijo. Pero sabía que él deseaba volver a ese día. A lo que pasó. Y yo estaba permitiéndole hacerlo porque quería a Bella.

Dos horas después de haber salido de casa, se confesó:

—Fue aquí. —Y señaló un lugar que no se diferenciaba en nada de las docenas de arboledas que habíamos visto de camino.

—¿Cómo puedes estar seguro? —le pregunté.

—Hice una marca en la cerca —dijo. Y ahí está. Una desvaída mancha de aceite de motor en un poste de la cerca.

Seguramente, tenía la intención de volver, pero más adelante descartó esa idea.

Glen aparcó a cierta distancia de la carretera para que nadie pudiera verlo. Aquel día debió de hacer lo mismo. Luego nos quedamos sentados en silencio. Al final, fui yo quien se movió primero.

—Vamos —dije.

Y él se quitó el cinturón de seguridad. Su rostro volvía a estar lívido, como aquel día en el vestíbulo. No parecía Glen, pero yo no estaba asustada. Él, en cambio, estaba temblando, pero no lo toqué. Cuando salimos del coche, me condujo a un árbol que había cerca de la linde del bosque y señaló el suelo.

—Aquí —admitió—. Aquí es donde la dejé.

—Mentiroso —le dije, y él se sobresaltó—. ¿Dónde está? —exigí. Mi voz sonó como un chillido y nos asustó a ambos.

Me llevó entonces a un lugar más profundo del bosque y se detuvo ahí. No había ninguna señal de que alguien hubiera estado allí antes, pero esta vez sí creí que estaba diciendo la verdad.

—La dejé aquí —dijo, y se arrodilló.

Yo me agaché a su lado debajo del árbol y le pedí que me lo volviera a contar todo.

—Ella estiró los brazos hacia mí. Era hermosa, Jeanie, y yo me incliné sobre el muro y la cogí y la metí en la furgoneta. Cuando nos detuvimos, la abracé muy fuerte y le acaricié el pelo. Al principio, a ella le gustó. Se rio. Entonces le besé la mejilla y le di un caramelo. Le gustó mucho. Luego se puso a dormir.

—Estaba muerta, Glen. No dormida. Bella estaba muerta —le aclaré, y él comenzó a llorar.

—No sé por qué murió —dijo—. Yo no la maté. Si lo hubiera hecho, lo sabría, ¿no?

—Sí, lo sabrías —dije—. Lo harías.

Solo podía oír sus sollozos, pero creo que estaba llorando por él, no por la niña que había asesinado.

Finalmente, admitió:

—Puede que la abrazara con demasiada fuerza. No era mi intención. Fue como un sueño, Jeanie. Luego la tapé con el saco de dormir, algunas ramas y otras cosas para mantenerla a salvo.

Vi un resto de tela azul atrapado en las raíces del árbol. Nos arrodillamos junto a la tumba de Bella y yo acaricié el suelo para tranquilizarla y hacerle saber que ahora estaba a salvo.

—No pasa nada, pequeña mía —dije, y por un segundo, Glen creyó que se lo decía a él.

Luego me levanté y volví al coche, dejándolo solo. No lo había cerrado con llave y, una vez dentro, guardé este lugar en el GPS como «Casa». No supe por qué lo hacía, pero me sentó bien. Al poco, Glen apareció y regresamos a casa en silencio. Yo iba mirando por la ventanilla y, a medida que el paisaje campestre iba dando paso a los barrios residenciales, me puse a pensar en mi futuro.

Glen había hecho algo terrible, pero ahora yo podría ocuparme de Bella, cuidarla y quererla. Podría ser su madre para siempre.

Y, anoche, decidí que me levantaría pronto e iría a verla. Todavía estaría oscuro, así que no me vería nadie. No dormí en toda la noche. Me asustaba la idea de conducir por la autopista; era Glen quien siempre lo hacía cuando realizábamos algún viaje largo. Era su terreno. Aun así, hice el acopio de valor necesario. Por ella.

Me detuve en la estación de servicio porque quería comprar flores y llevarle unos pimpollos de color rosa. A ella le gustarían. Eran unas flores pequeñas, rosadas y bonitas como ella. Y también algunos lirios para su tumba. No estaba segura de si dejaría las flores ahí. Puede que me las volviera a llevar a casa para mirarlas con ella. También le compré unos caramelos. Me decidí por unos Skittles y luego, en el coche, me di cuenta de que era la misma marca que había escogido Glen. Los tiré por la ventanilla.

El GPS me llevó directamente. «Ha llegado a su destino», dijo. Y lo había hecho. «Casa», se podía leer en la pantalla. Aminoré un poco la marcha para dejar que me adelantara el coche que iba detrás y luego tomé el camino de tierra. Para entonces, ya estaba comenzando a clarear, pero todavía era pronto, así que no había nadie por los alrededores. Me adentré en la arboleda y busqué el lugar en el que se encontraba Bella. Había dejado el trapo amarillo que Glen solía utilizar para limpiar el parabrisas junto a la tela azul que había debajo de la raíz del árbol, y esperaba que todavía estuviera ahí. La arboleda no era muy grande pero, por si acaso, había llevado una linterna. No tardé mucho en localizar el lugar. El trapo seguía ahí, un poco mojado por la lluvia.

Había planeado lo que haría. Rezaría y luego hablaría con Bella, pero al final solo quise sentarme y estar cerca de ella. Extendí mi abrigo en el suelo, me senté a su lado y le enseñé las flores. No sé cuánto rato llevaba cuando, de repente, lo oí. Sabía que sería él quien me encontraría. El destino, solía decir mi madre.

Me habló con mucha dulzura y me preguntó por qué estaba ahí. Ambos lo sabíamos, claro está, pero necesitaba que se lo dijera. Lo necesitaba de veras. Así que se lo dije.

—He venido a ver a nuestra pequeña.

Él se pensó que con lo de «nuestra» me refería a Glen y a mí, pero en realidad Bella era más de Bob y mía. Él la amaba tanto como yo. Glen nunca la amó. Solo quería que fuera suya y la cogió.

Nos quedamos un rato sentados sin hablar, y luego Bob me contó la verdadera historia. La que Glen no pudo contarme. Me explicó que este había descubierto a Bella en internet y que luego fue en su busca. La policía había visto unas imágenes en las que la seguía a ella y a Dawn desde la guardería hasta su casa cuatro días antes del secuestro. Lo había planeado todo.

—Me confesó que lo había hecho por mí —dije yo.

—Lo hizo por él, Jean.

—Me dijo que yo lo había empujado a hacerlo porque me moría de ganas por tener un hijo. Fue culpa mía. Lo hizo porque me quería.

Bob se me quedó mirando fijamente y me explicó muy despacio:

—Glen la secuestró para él, Jean. Nadie más tiene la culpa. Ni Dawn, ni tú.

Me sentí como si estuviera debajo del agua y no pudiera ni oír ni ver con claridad. Era como si me estuviese ahogando. Tuve la sensación de que habíamos pasado ahí horas cuando, finalmente, Bob me ayudó a ponerme el abrigo sobre los hombros y me cogió de la mano para llevárseme de ahí. Yo me di la vuelta y susurré:

—Adiós, cariño. —Y luego caminamos en dirección a las luces azules que se veían entre los árboles.

Vi las fotografías del funeral por la televisión. Un pequeño ataúd blanco con pimpollos de color rosa sobre la tapa. Acudieron cientos de personas de todo el país, pero yo no pude. Dawn obtuvo una orden judicial para impedírmelo. Yo apelé, pero el juez estuvo de acuerdo con el psiquiatra en que sería demasiado para mí.

Aun así, estuve presente.

Bella sabe que estuve presente, y eso es lo único que importa.