CAPÍTULO 20

Viernes, 11 de junio de 2010

La viuda

El desayuno en el hotel consiste en cruasanes y ensalada de frutas. Todo servido con grandes servilletas blancas y una cafetera con café de verdad.

Kate no me deja comer sola.

—Te haré compañía —dice, y se sienta a la mesa. Coge una taza de la bandeja que hay debajo del televisor y se sirve un café.

Ahora se comporta con extrema profesionalidad.

—Antes que nada, tenemos que arreglar lo del contrato, Jean —señala—. Al periódico le gustaría quitarse de en medio las formalidades para que podamos seguir adelante con la entrevista. Hoy es viernes y quieren publicarla mañana. He impreso una copia del contrato para que lo firmes. Es muy básico. Accedes a darnos una entrevista en exclusiva por una cantidad acordada.

No consigo recordar cuándo accedí a que me entrevistaran. Es posible que no llegara a hacerlo.

—Pero… —comienzo a decir; sin embargo, ella me pasa varias hojas de papel y empiezo a leerlas porque no sé qué más hacer. Es todo «la primera parte» y «la segunda parte» y muchas cláusulas—. No tengo ni idea de lo que significa todo esto —termino. Glen era quien se encargaba en casa de los papeleos y de firmar.

Ella se muestra inquieta y comienza a explicarme los términos legales.

—Es todo muy simple —dice. Realmente se muere de ganas de que lo firme. Su jefe debe de estar presionándola.

Al final, dejo el contrato a un lado y niego con la cabeza. Ella exhala un suspiro.

—¿Prefieres que un abogado le eche un vistazo? —pregunta. Yo asiento—. ¿Conoces a alguno? —pregunta, y vuelvo a asentir.

Llamo a Tom Payne. El abogado de Glen. Ha pasado bastante tiempo —unos dos años—, pero todavía guardo su número en el móvil.

—¡Jean! ¿Cómo estás? Lamenté mucho lo del accidente de Glen —dice cuando su secretaria finalmente me lo pasa.

—Gracias, Tom, es muy amable de tu parte. Te llamo porque necesito tu ayuda. El Daily Post va a hacerme una entrevista en exclusiva y quiere que firme un contrato. ¿Podrías mirártelo?

Se queda un momento callado y puedo imaginar la expresión de sorpresa en su rostro.

—¿Una entrevista? —dice al fin—. ¿Estás segura de que es lo correcto, Jean? ¿Te lo has pensado bien?

No llega a hacerme las preguntas que en verdad se está haciendo y yo se lo agradezco. Le digo que me lo he pensado bien y que es la única forma de librarme de la prensa que acude cada día a la puerta de mi casa. Empiezo a sonar como Kate. En realidad, no necesito el dinero. Glen recibió un cuarto de millón en compensación por la artimaña que había llevado a cabo la policía —dinero sucio que metimos en una caja de ahorros—, y luego está el dinero del seguro por su muerte. Pero no diré que no a las cincuenta mil libras que el periódico quiere pagarme.

Tom no parece demasiado convencido, pero accede a leer el contrato y Kate se lo envía por correo electrónico. Mientras esperamos, Kate intenta convencerme para que me haga un tratamiento facial u otra cosa. Yo no quiero que me toqueteen más, de modo que le digo que no y me limito a permanecer sentada.

Tom y yo hemos tenido un vínculo especial desde el día en el que el caso de Glen terminó.

Esperamos juntos a que lo liberaran y Tom no podía mirarme a la cara. Creo que temía lo que pudiera ver en mis ojos.

Todavía nos recuerdo ahí de pie. El final del calvario (aunque no exactamente). El juicio le había proporcionado a mi vida un bienvenido orden. Cada día salía de casa a las ocho de la mañana con ropa elegante, como si fuera a trabajar a una oficina. Y cada día volvía a casa a las cinco y media. Mi trabajo era mostrarle a Glen mi apoyo. Y no decir nada.

El juzgado era como un santuario. Me gustaban el eco de los pasillos y la brisa que agitaba las esquinas de los anuncios en los tablones. También el ruido de la gente hablando en la cantina.

Tom me llevó al juzgado horas antes de la comparecencia de Glen para que pudiera ver cómo era el edificio. Yo ya había visto el Old Bailey[6] en la tele —los exteriores cuando un periodista se colocaba delante de la fachada para dar la noticia de un asesinato, un terrorista o algo así y los interiores en series policíacas—. Aun así, no se parecía en nada a lo que había esperado: era sombrío y más pequeño de como se veía en la televisión, tenía el mismo olor a polvo de un aula y una decoración chapada a la antigua con mucha madera oscura.

Antes de que comenzara la sesión estaba todo muy tranquilo. Apenas había gente. La cosa cambió cuando Glen apareció para que pudieran fijar una fecha para su juicio. Se llenó. La gente había hecho cola para verlo. Muchos se habían traído incluso sándwiches y petacas como si fueran las rebajas o algo así. Los periodistas se apretujaban en los asientos reservados para los medios de comunicación que había a mi espalda. Yo permanecí con la cabeza gacha fingiendo que buscaba algo en el bolso hasta que los guardas de la prisión condujeron a Glen al estrado. Se lo veía pequeño. Llevaba su mejor traje (que le había traído yo para la sesión) y se había afeitado, pero aun así se lo veía pequeño. Me miró y me guiñó un ojo. Como si no pasara nada. Intenté devolverle la sonrisa, pero tenía la boca demasiado seca y los labios se me quedaron completamente pegados a los dientes.

Terminó todo tan rápido que apenas tuve tiempo de mirarlo otra vez antes de que desapareciera por la escalera. Me dejaron verlo más tarde. Se había cambiado y, en lugar del traje y sus mejores zapatos, llevaba la ropa de presidiario, una especie de chándal.

—Hola, Jeanie. Menuda farsa, ¿eh? Según mi abogado, es todo una farsa —dijo.

«Claro que lo ha dicho —quise decirle—. Estás pagándole para que diga eso».

El juicio se fijó para febrero, en cuatro meses, pero Glen estaba seguro de que ni siquiera llegaría a celebrarse.

—Es un disparate, Jeanie —dijo—. Tú lo sabes. La policía está mintiendo para intentar quedar bien. Necesitan un arresto y yo era el desgraciado que aquel día estaba conduciendo una furgoneta azul por la zona. —Me dio un apretón en la mano y yo se lo devolví. Tenía razón. Era todo un disparate.

Regresé a casa y fingí que todo continuaba siendo normal.

Y, dentro de casa, lo era. Mi pequeño mundo permanecía exactamente igual: las mismas paredes, las mismas tazas, los mismos muebles. Fuera, en cambio, todo había cambiado. La acera de enfrente era como un culebrón con gente yendo y viniendo, o sentada, mirando la puerta de casa, esperando verme.

A veces tenía que salir a la calle y, cuando lo hacía, procuraba vestirme de la forma más anónima posible, cubriéndome por completo. Antes de traspasar la puerta como una exhalación, me detenía un segundo en el vestíbulo para armarme de valor. Era imposible evitar las cámaras, pero esperaba que en algún momento se cansarían de obtener las mismas imágenes mías recorriendo el sendero. Y aprendí a tararear mentalmente una melodía para hacer caso omiso a los comentarios y las preguntas.

Las visitas a la prisión eran la peor parte. Tenía que coger un autobús y los periodistas me seguían hasta la parada sin dejar de fotografiarme a mí y a los demás pasajeros que esperaban a mi lado. Todo el mundo se enfadaba con ellos y luego también conmigo. Yo no tenía la culpa, pero me culpaban a mí. Por ser la esposa.

Intenté ir a distintas paradas, pero me harté de seguir su juego y al final opté por resignarme y esperar a que se aburrieran.

Me sentaba en el autobús 380 a Belmarsh con una bolsa de plástico sobre el regazo para fingir que iba de compras. Y esperaba a que otra persona presionara el botón para que el autobús se detuviera en la parada de la prisión y luego bajaba rápidamente. También solían hacerlo otras mujeres rodeadas de niños llorando y cochecitos. Yo recorría el largo trayecto hasta la sala de visitas a bastante distancia para que la gente no pensara que era como ellas.

Glen se encontraba en prisión preventiva, de modo que no había muchas reglas para las visitas, pero las que más gracia me hacían eran las que prohibían llevar tacones, faldas cortas o ropa transparente. Me hacía reír. La primera vez que fui a visitarlo, llevé pantalones y un jersey. Preferí ir sobre seguro.

A Glen no le gustó.

—Espero que no estés descuidándote, Jean —me dijo, de modo que la siguiente vez me puse pintalabios.

Podía recibir tres visitas a la semana, pero acordamos que solo lo visitaría dos veces para no tener que lidiar tan a menudo con los periodistas. Lunes y viernes.

—Así tendré algo en lo que pensar durante la semana —dijo.

La sala era muy ruidosa y con excesiva luz, lo cual me dañaba los oídos y también la vista. Nos sentábamos uno frente al otro y, una vez que le había contado mis noticias y él a mí las suyas, escuchábamos y comentábamos las conversaciones de la gente que nos rodeaba.

Yo pensaba que mi trabajo consistía en consolarlo y asegurarle que estaba a su lado, pero él parecía tener eso claro.

—Capearemos esto, Jeanie. Conocemos la verdad y los demás lo harán pronto. No te preocupes —decía al menos una vez en cada visita.

Yo intentaba hacerle caso, pero tenía la sensación de que nuestras vidas estaban apagándose poco a poco.

—¿Y si la verdad no sale a la luz? —le pregunté una vez.

Él pareció decepcionado de que se me ocurriera sugerírselo.

—Lo hará —insistió—. Mi abogado dice que la policía la ha cagado del todo.

Cuando el caso de Glen no fue desestimado antes del juicio, dijo que la policía solo quería disfrutar de «su momento de gloria». Cada vez que lo veía parecía más pequeño, como si estuviera encogiéndose.

—No te preocupes, querido —me oí decir una vez—. Todo terminará pronto.

Él pareció agradecido por mi comentario.