CAPÍTULO 19

Sábado, 21 de abril de 2007

La viuda

Los padres de Glen vinieron a casa la semana que lo echaron del trabajo. Hacía tiempo que no los veíamos y, mientras esperaban en la puerta, los medios de comunicación intentaron hablar con ellos y les tomaron fotografías. George se enfadó y comenzó a insultarlos, y Mary estaba llorando para cuando les abrí la puerta. Una vez dentro, me abracé a ella y luego George y Glen fueron al salón mientras nosotras íbamos a la cocina. Mary seguía llorando cuando nos sentamos a la mesa.

—¿Qué está pasando, Jean? ¿Cómo puede nadie pensar que mi Glen ha hecho algo semejante? Es incapaz de hacer algo tan malvado. Era un niño maravilloso. Tan dulce y listo…

Yo intenté tranquilizarla y explicárselo todo, pero ella no dejaba de hablar y de decir «No, mi Glen no» una y otra vez. Al final, me puse a preparar té para tener algo que hacer y les llevé una bandeja a los hombres.

En el salón la atmósfera era terrible. George estaba de pie junto a la chimenea, con la cara toda roja y mirando fijamente a Glen. Este, por su parte, permanecía sentado en el sillón, mirándose las manos.

—¿Cómo estás, George? —le pregunté cuando le di la taza de té.

—Estaría mucho mejor si a este idiota no lo hubiera detenido la policía. Gracias, Jean. La prensa no ha dejado de presentarse en nuestra puerta y de llamarnos al teléfono mañana, tarde y noche. Hemos tenido que desconectar el aparato para poder tener algo de paz. Y tu hermana lo mismo, Glen. Es una maldita pesadilla.

Glen no dijo nada. Puede que ya se hubieran dicho todo antes de que yo llegara al salón.

Pero yo no pude dejarlo estar.

—También es una pesadilla para Glen, George. Para todos nosotros. Él no ha hecho nada y ha perdido el trabajo. No es justo.

Mary y George se fueron poco después.

—Hasta nunca —dijo Glen, pero nunca llegué a estar segura de si iba en serio. Al fin y al cabo, se trataba de sus padres.

Poco después, vinieron a vernos mis padres. Para que los periodistas no los molestaran, yo le había dicho a mi padre por teléfono que fueran a casa de Lisa, la vecina de la casa contigua, y entraran por la puerta de la verja que separaba nuestros jardines traseros. Pobre mamá. Abrió la puerta trasera y entró en casa tambaleándose como si un perro la estuviera persiguiendo.

Mi madre es encantadora, pero le resulta difícil lidiar con cosas cotidianas como coger el autobús adecuado para ir al médico o conocer a gente nueva. Mi padre lleva muy bien la situación y no les da demasiada importancia a los «pequeños pánicos» de mi madre, tal y como los llaman. Cuando ella sufre uno, él se sienta con ella y se pone a acariciarle la mano y a hablarle suavemente hasta que se le pasa. Se quieren mucho; siempre lo han hecho. Y ambos me quieren a mí, pero mi madre necesita toda la atención de mi padre. «En cualquier caso, tú ya tienes a Glen», solía decir.

Cuando se sentó en la cocina, pálida y sin aliento, mi padre se acomodó con ella y la cogió de la mano.

—No pasa nada, Evelyn —le dijo.

—Solo necesito un momento, Frank.

«Tu madre solo necesita que la conforten un poco, Jean», me dijo mi padre la primera vez que le sugerí que fueran al médico, de modo que yo también la conforté.

—Todo va a salir bien, mamá. Ya verás como se soluciona. Es una terrible equivocación. Glen ya le ha contado a la policía dónde se encontraba y qué estaba haciendo para que subsanen el malentendido.

Ella se quedó mirándome fijamente, como si estuviera poniéndome a prueba.

—¿Estás segura, Jean?

Lo estaba.

Después de esa visita, ya no vinieron más a casa. Era yo quien iba a verlos a ellos.

—Es demasiado para tu madre —me dijo mi padre por teléfono.

Yo iba cada semana a peinarla. Antes, ella solía ir a la peluquería una vez al mes «para salir de casa», pero a partir del arresto comenzó a ir cada vez menos. No era culpa de Glen, aunque había días que incluso a mí me caía mal.

Como el día en que me dijo que había visto mis álbumes de recortes. Fue un par de días después de que lo soltaran. Es decir, al llegar a casa ya lo sabía, pero aun así esperó para echármelo en cara. Yo estaba segura de que andaba molesto por algo. Se le notaba.

Y cuando me sorprendió mirando la fotografía de un bebé en una revista, explotó.

Mi amor por los bebés era obsesivo, dijo. Estaba furioso. La policía había encontrado los álbumes de recortes que yo escondía detrás del calentador. No eran más que fotografías. ¿Qué tenía de malo?

Me gritó. No solía hacerlo. Normalmente, cuando se enfadaba se encerraba en sí mismo y dejaba de hablarme. No le gustaba mostrar sus sentimientos. Nos sentábamos a ver una película juntos y, mientras yo lloraba a mares, él permanecía en silencio. Al principio, pensaba que él era muy fuerte y que se trataba de un comportamiento muy masculino; ahora ya no estoy tan segura. Puede que simplemente no sintiera las cosas como los demás.

Pero aquel día me gritó. Había tres pequeños álbumes, cada uno de ellos lleno de fotografías que había recortado de revistas del trabajo, periódicos y tarjetas de cumpleaños. Escribí «Mis bebés» en la cubierta de cada álbum, porque lo eran. Había tantos… Por supuesto, tenía mis favoritos. Estaba Becky, con su pijama de una pieza a rayas y una cinta de pelo a juego. Y Theo, un niño regordete con una sonrisa que me estremecía.

Mis bebés.

Supongo que sabía que Glen lo consideraría una indirecta por el hecho de ser estéril y por eso los escondí. En cualquier caso, no podía evitar tenerlos.

—¡Estás enferma! —me gritó.

Hizo que me sintiera avergonzada. Puede que estuviera enferma.

La cuestión era que él se negaba a hablar de lo que llamaba «nuestro problema».

Yo nunca había querido que se convirtiera en un problema. Era solo que tener un bebé era lo que siempre había deseado. Nuestra vecina Lisa sentía lo mismo.

Se había mudado a la casa de al lado con su pareja, Andy, un par de meses después de que nosotros lo hiciéramos a la nuestra. Era simpática; mostró interés en mí, pero sin llegar a ser excesivamente entrometida. Cuando se mudaron, estaba embarazada y por aquel entonces Glen y yo estábamos intentándolo, de modo que ella y yo teníamos muchas cosas de las que hablar y muchos planes que hacer: cómo criaríamos a nuestros hijos, de qué color pintaríamos el cuarto del bebé, nombres, escuelas locales, qué alimentación seguiríamos. Todas esas cosas.

Lisa no se parecía a mí. Llevaba el pelo corto y oscuro salpicado de mechas blancas y tres pendientes en una oreja. Parecía una de las modelos de las fotografías que decoraban las paredes de la peluquería. Era muy guapa. A Glen, sin embargo, no le caía tan bien.

—No parece nuestro tipo de persona, Jeanie. Parece un poco excéntrica. ¿Por qué sigues invitándola a casa?

Creo que estaba un poco celoso de tener que compartirme y, además, él y Andy no tenían nada en común. Andy se dedicaba a montar y a desmontar andamios y solía estar de viaje. En una ocasión fue a Italia. En cualquier caso, en uno de sus desplazamientos terminó conociendo a una mujer, y Lisa se quedó malviviendo de las prestaciones sociales mientras intentaba que Andy le pasara una pensión para sus hijos.

Lisa estaba muy sola y nos llevábamos de maravilla. Para que Glen no se molestara, era yo quien solía ir a su casa.

Solía contarle historias que oía en la peluquería y ella se moría de risa. Le encantaba un buen cotilleo y una taza de café. Decía que suponía un descanso de los niños. Por aquel entonces, tenía dos (un niño y una niña: Kane y Daisy), mientras por mi parte yo seguía esperando mi turno.

Después de nuestro segundo aniversario de bodas, fui al médico yo sola para averiguar por qué no me quedaba embarazada.

—Es usted muy joven, señora Taylor —dijo el doctor Williams—. Relájese e intente no pensar en ello. Eso es lo mejor que puede hacer.

Lo intenté. Pero después de pasar otro año sin conseguirlo, convencí a Glen de que viniera conmigo. Le dije que debía de haber algún problema conmigo y accedió a venir para apoyarme.

El doctor Williams escuchó, asintió y sonrió.

—Hagamos algunas pruebas —dijo, y comenzaron nuestras visitas al hospital.

Primero me hicieron pruebas a mí. Yo estaba dispuesta a hacer cualquier cosa para quedarme embarazada y apechugué con los espéculos, los análisis, los ultrasonidos y las infinitas palpaciones.

—Tiene los conductos limpios como una patena —me explicó el ginecólogo al final de las pruebas—. Todo está sano.

A continuación le tocó a Glen. No creo que quisiera, pero yo ya había pasado por la experiencia y no podía echarse atrás. Fue terrible, dijo. Lo hicieron sentir como un trozo de carne. Muestras, recipientes de plástico, viejas revistas pornográficas. Todo eso. Yo intenté animarlo diciéndole lo agradecida que estaba, pero no sirvió de nada. Luego esperamos.

Su recuento de esperma era prácticamente cero. Y ahí terminó todo. Pobre Glen. Al principio, se sintió devastado. Tenía la impresión de que se le consideraría un fracaso, menos hombre, y se obcecó tanto con eso que quizá no fue capaz de ver lo que suponía para mí. No tendríamos hijos. Nadie me llamaría mamá, no sería madre, no sería abuela. Al principio, él intentaba consolarme cuando lloraba, pero creo que se cansó de ello y, al cabo de un tiempo, se insensibilizó. Dijo que era por mi propio bien. Que debía pasar página.

Lisa se portó de maravilla conmigo. Yo intenté no echarle en cara su suerte porque me caía bien, pero me resultaba duro. Y ella era consciente de ello, de modo que me dijo que podía ser «la otra madre» de sus hijos. Creo que lo comentó en broma, pero yo le di un abrazo y tuve que contener las lágrimas. Comencé a formar parte de sus vidas y ellos a ser parte de la mía.

Convencí a Glen para que abriera una puerta en la verja que separaba nuestros jardines traseros para que los niños pudieran entrar y salir y, un verano, compré una piscina hinchable. Glen era simpático con ellos, pero no solía implicarse como yo. A veces, los miraba por la ventana y los saludaba con la mano. Nunca se opuso a que vinieran y, en ocasiones, cuando Lisa tenía una cita —visitaba páginas web de esas para intentar encontrar al hombre perfecto—, los niños se quedaban a dormir en nuestro cuarto de invitados (colocándose uno con la cabeza a los pies del otro). Yo preparaba palitos de pescado empanados y guisantes con salsa de tomate para cenar y veía un DVD de Disney con ellos.

Y cuando se metían en la cama, yo me sentaba y miraba cómo se quedaban dormidos. A Glen eso no le gustaba. Decía que resultaba algo escalofriante. Pero todos los momentos que pasaba con ellos eran especiales. Incluso cambiarles los pañales cuando eran pequeños. Más adelante, comenzaron a llamarme «Gigi» porque no conseguían pronunciar bien «Jean» y, cuando venían a casa, cada uno de ellos se cogía a una de mis piernas y yo andaba cargando con ellos. «Mis guisantitos», los llamaba yo. Y ellos se reían.

Cuando armábamos demasiado escándalo al jugar, Glen se iba a su despacho. «Demasiado ruido», decía, pero a mí no me importaba. Prefería tenerlos para mí sola.

Incluso pensé en dejar el trabajo para cuidarlos todo el día y que Lisa pudiera ir a trabajar, pero Glen se opuso en redondo.

—Necesitamos el dinero que ganas, Jean. Y no son nuestros hijos.

Y entonces dejó de disculparse por ser estéril y comenzó a decir:

—Al menos nos tenemos el uno al otro, Jean. En cierto modo, somos afortunados.

Yo intenté sentirme afortunada, pero no podía.

Siempre he creído en la suerte. Me encanta la idea de que la gente pueda cambiar su vida en un instante. Como con ¿Quién quiere ser millonario?, o la lotería. Una es una mujer corriente de la calle y, al siguiente minuto, se ha convertido en millonaria. Juego cada semana y suelo fantasear con que gano. Sé lo que haría. Me compraría una casa grande en la costa —en un lugar soleado, seguramente en el extranjero— y adoptaría niños huérfanos. Glen no conoce mis planes; no los aprobaría y no quiero que sus labios fruncidos estropeen mis ensueños. Glen forma parte de mi realidad.

El problema es que para mí nuestra relación no era suficiente, pero él se sentía dolido por el hecho de que necesitara a alguien más. Con toda probabilidad, esa es la razón por la que no quería considerar opciones como la adopción. «No pienso dejar que nadie husmee en nuestras vidas. Nuestros asuntos solo nos incumben a nosotros, Jeanie». Y menos todavía cosas tan «extremas» como la inseminación artificial o la gestación subrogada. Lisa y yo lo comentamos una tarde mientras tomábamos una botella de vino y me parecieron opciones viables. Intenté explicárselo como de pasada a Glen.

—En mi opinión, son ideas detestables —dijo. Fin de la discusión.

Así pues, dejé de llorar delante de él, pero cada vez que una amiga o una pariente decía que estaba embarazada me sentía como si me arrancaran el corazón. Mis sueños estaban llenos de bebés, bebés perdidos, búsquedas infinitas para encontrarlos, y a veces me despertaba sintiendo el peso de un bebé en los brazos.

Me aterraba dormir y comencé a perder peso. Volví al médico y este me recetó unas pastillas para que me sintiera mejor. No se lo dije a Glen. No quería que se avergonzara de mí.

Fue entonces cuando empecé mi colección. Recortaba las fotografías y las guardaba en el bolso. Luego, cuando ya tuve demasiadas, comencé a pegarlas en álbumes. Esperaba hasta que estaba sola y entonces los cogía y me sentaba en el suelo. Acariciaba cada fotografía y decía sus nombres. Podía pasarme horas así, fingiendo que esos niños eran míos.

La policía dijo que Glen hacía lo mismo en su ordenador.

El día que se puso a gritarme por lo de los álbumes, dijo que yo lo había empujado a mirar pornografía en el ordenador. Fue un comentario de lo más perverso, pero estaba muy enfadado.

Dijo que mi obsesión con tener un bebé lo había alejado de mí y que había tenido que buscar consuelo en otra parte.

—No es más que pornografía —señaló cuando vio mi cara y se dio cuenta de que había ido demasiado lejos—. A todos los hombres les gusta un poco de pornografía, ¿no, Jeanie? No le hace daño a nadie. Es algo inofensivo. Una mera diversión.

No supe qué decir. No sabía que a todos los hombres les gustaba el porno. El tema nunca se había tocado en la peluquería.

Cuando me puse a llorar, él comentó que no era culpa suya. Se había visto arrastrado a la pornografía por culpa de internet. No deberían permitir el acceso a estas cosas. Eran una trampa para los hombres inocentes. Se había vuelto adicto: «Es un problema médico, Jeanie, una adicción». No podía evitarlo. En cualquier caso, nunca había visto pornografía infantil. Esas imágenes se habían descargado accidentalmente en su ordenador. Como un virus.

Yo ya no sabía qué pensar. Cada vez me resultaba más difícil distinguir a mi Glen de ese otro hombre del que hablaba la policía. Tenía que aclarar mis pensamientos.

Quería creerle. Amaba a Glen. Era mi mundo. Yo era suya, decía. Nos pertenecíamos el uno al otro.

Y la idea de que yo había sido la culpable de empujarlo a mirar esas fotos horribles comenzó a crecer en mi cabeza desplazando las preguntas que me hacía sobre él. Por supuesto, yo no me enteré de lo de su «adicción» hasta que la policía se presentó en nuestra casa ese domingo de Pascua, y entonces ya era demasiado tarde para decir o hacer nada.

Tenía que guardar sus secretos además de los míos.