CAPÍTULO 37
Sábado, 16 de enero de 2010
El inspector
Matthew Evans no era un hombre feliz. La policía había acudido a su casa sin previo aviso y su esposa les había abierto la puerta con el bebé apoyado en la cadera y su otro hijo pequeño de la mano.
Bob Sparkes sonrió educadamente con una nerviosa Salmond a su lado. La joven sargento había accedido a ir con su antiguo jefe a pesar de que estaba poniendo en peligro su carrera. Si sus superiores se enteraban, le caería un buen castigo, pero él la había convencido de que estaban haciendo lo correcto.
—Soy consciente de que ya no llevo el caso.
—Fue usted apartado del cuerpo, señor.
—Sí, gracias por recordármelo, Salmond. Pero he de ser yo quien vaya a ver a Evans. Conozco el caso al dedillo y seré capaz de detectar las mentiras —dijo.
Ella sabía que tenía razón y llamó a la policía de West Midlands para hacerles saber que ella iría a su zona. Tan pronto como colgó, sintió la presión sobre sus hombros.
La joven sargento fue en coche, pero Sparkes tomó el tren para evitar que sus antiguos colegas lo vieran. Cuando divisó a Salmond esperándolo frente a la estación de tren, reparó en lo agobiada y estresada que se la veía.
—Vamos, Salmond. Todo saldrá bien —dijo él tranquilamente—. Nadie se enterará de que he venido. Le prometo que seré un hombre invisible.
Ella le dedicó una sonrisa valiente y la pareja fue al encuentro de Matt Evans.
—Matt, aquí hay dos agentes de policía que quieren verte —dijo su esposa alzando la voz—. ¿De qué se trata? —les preguntó luego a ellos, pero Sparkes y Salmond esperaron a que el marido estuviera delante antes de decir nada más. «Es lo justo», pensó Sparkes.
Evans tenía una idea bastante clara de la razón por la que la policía había acudido a su puerta. La primera vez que vio a Dawn y a Bella en la televisión e hizo números, supo que la policía aparecería algún día. Sin embargo, conforme fueron pasando las semanas, los meses y finalmente los años, comenzó a albergar esperanzas de que no lo hicieran.
«Puede que Bella no sea mía —se dijo al principio—. Seguro que Dawn se acostó con otros tipos». Pero en su estómago —un órgano mucho más fiable que su corazón— sabía que sí lo era. Se parecía tanto a su «auténtica» hija que le sorprendió que la gente no se hubiera dado cuenta y hubiera llamado a Crimewatch.
Pero no lo hicieron y él continuó con su vida. Aumentó su familia y, mientras tanto, siguió acostándose con nuevas Dawn. Eso sí, ya nunca volvió a mantener relaciones sexuales sin condón.
El inspector le comentó que querían hablar un momento con él, y Evans los condujo al comedor que nunca utilizaban.
—¿Conoce a Dawn Elliott, señor Evans? —le preguntó Salmond.
Evans consideró la posibilidad de mentir —se le daba muy bien—, pero era consciente de que Dawn podía identificarlo.
—Sí. Mantuvimos un romance hace algunos años, cuando yo hacía de representante en la costa sur. Ya sabe lo que es trabajar tantas horas, uno necesita un poco de diversión y de relajación…
Salmond se lo quedó mirando fríamente y registró su oscilante flequillo, sus grandes ojos marrones y su sonrisa descarada y persuasiva. Luego prosiguió:
—¿Y sabía que, tras su romance, Dawn tuvo un bebé? ¿Se puso ella en contacto con usted?
Evan tragó saliva.
—No. No sabía nada del bebé. Cambié de número de móvil porque ella no dejaba de llamarme y…
—… no quería que su esposa se enterara. —Sparkes terminó la frase por él.
Matt se mostró agradecido por la intervención e intentó apelar al hecho de que ambos fueran hombres.
—Sí. Mi esposa Shan no tiene por qué enterarse de esto, ¿verdad? —La última vez que una de las conquistas de Matt se había puesto en contacto con Shan Evans, esta le había dicho que no pensaba pasarle otra y le exigió que tuvieran otro hijo, el tercero: «Nos acercará, Matt».
Pero no lo había hecho. Las noches sin dormir y la moratoria de sexo posparto lo habían vuelvo a empujar en busca de diversión y relajo. Esa vez, se trató de una secretaria de Londres. No podía evitarlo.
—Eso es cosa suya, señor —dijo Sparkes—. ¿Ha mantenido alguna vez contacto con ella desde que se cambió de número de móvil?
—No, me mantuve alejado. Volver a ponerse en contacto con ellas es peligroso. Creen que te quieres casar.
«Cabrón desalmado», pensó Zara Salmond al tiempo que escribía «CD» en el margen de su cuaderno. Luego lo cambió a «PCD». De adolescente, había tenido encuentros con hombres casados al acecho.
Evans no dejaba de moverse en su silla.
—En realidad, y esto es curioso, una vez me topé con ella en un chat. Yo estaba navegando y, de repente, me la encontré. Creo recordar que se apodaba Miss Alegría, como el libro infantil (mi hija mayor lo tiene), pero utilizaba una fotografía auténtica. Dawn no es lo que se dice muy brillante…
—¿Le hizo saber a Miss Alegría quién era usted?
—Claro que no. La razón de ser de los chats es el anonimato. Así es más divertido.
La sargento Salmond lo anotó todo y le pidió que le deletreara los nombres de los chats que solía frecuentar y sus propias identidades en los mismos. Después de veinticinco minutos, Evans comenzó a levantarse para llevarlos a la puerta, pero Sparkes todavía no había terminado.
—Necesitamos tomarle muestras, señor Evans.
—¿Para qué? Estoy convencido de que Bella es mía; es idéntica a mis otros hijos.
—Es bueno saberlo, pero necesitamos estar seguros y descartarlo a usted de nuestra investigación.
Evans se mostró horrorizado.
—¿Investigación? Yo no tengo nada que ver con la desaparición de esa pequeña.
—Querrá decir su pequeña.
—Bueno, sí, de acuerdo, pero ¿por qué iba yo a secuestrar a esa niña? Ya tengo tres. Hay días en los que incluso pagaría a alguien para que se los llevara.
—Estoy seguro de ello —dijo Sparkes—. Pero necesitamos ser rigurosos para poder descartarlo. ¿Por qué no se pone la chaqueta y le dice a su esposa que tiene que salir un momento?
Los dos policías esperaron fuera.
Salmond parecía a punto de explotar de lo satisfecha que se sentía consigo misma.
—Vio a Dawn en un chat para mayores de dieciocho años. Ella participaba; como amateur, pero lo hacía.
Sparkes procuraba mantener la calma, pero podía sentir cómo la adrenalina recorría su cuerpo.
—Este podría ser el vínculo, Salmond. El vínculo entre ella y Glen Taylor —dijo, y se rio a su pesar.
Ninguno de los dos oyó ninguna discusión entre marido y esposa, pero cuando Evans subió al coche, Salmond intuyó que habían dejado entre ellos asuntos pendientes.
—Terminemos de una vez con esto —dijo, y luego se quedó callado.
Una vez en la comisaría local, Evans dio muestras de ADN y comenzó a pavonearse ante las agentes más jóvenes, sin éxito. «Un público más duro que las borrachas de una pista de baile», pensó Sparkes mientras Salmond aplicaba más fuerza de la estrictamente necesaria al presionar el dedo de Evans en la tinta.
—Lo siento, señor, tiene que presionar con fuerza para que la huella se vea bien.
Zara Salmond le dijo a Sparkes que iba a regresar a su comisaría para contarle las noticias a su nueva jefe cara a cara. Necesitaba tiempo para pergeñar una historia que no delatara a Sparkes (ni a ella misma).
—Diré que la policía de West Midlands no tenía efectivos suficientes y que decidí subir yo a ver al posible padre de Bella Elliott. Tal y como sospechábamos, se trata de un mujeriego de Birmingham: Matthew Evans, representante comercial, casado y con tres hijos. ¿Qué le parece, señor?
Él sonrió para mostrarle su apoyo y añadió:
—Y que puede suponer el vínculo entre Glen y Bella.
«Que descorchen las botellas de champán», pensó luego más esperanzado que confiado.
Al final, le contó ella, la importancia del descubrimiento eclipsó cualquier pregunta relativa a la razón por la que había acudido ella sola a visitar a Evans.
—Ya hablaremos sobre eso más adelante, Salmond —dijo la inspectora jefe Wellington al tiempo que llamaba al comisario Parker para que pudiera obtener su parte de gloria.
La reincorporación de Sparkes al equipo de Hampshire tuvo lugar cuatro días después. El comisario Parker fue conciso y directamente al grano.
—Tenemos una nueva pista sobre el caso de Bella, Bob. Seguro que ya te has enterado. Queremos que seas tú quien se haga cargo. Ya he hablado con la policía metropolitana de Londres para obtener la autorización correspondiente. ¿Cuándo puedes presentarte aquí?
—Estoy de camino, señor.
Como cabía esperar en él, su regreso fue de lo más discreto.
—Hola, Salmond. Veamos dónde estamos con lo de Matthew Evans —dijo al tiempo que se quitaba el abrigo.
Y retomó el caso como si solo hubiera estado fuera unos pocos minutos.
Salmond y el equipo informático forense no tenían muy buenas noticias. En cuanto recibieron la nueva pista, habían vuelto a repasar todos los datos descargados del ordenador de Taylor en busca de Miss Alegría, pero esta no había aparecido.
—Ni chats ni correos electrónicos, señor. Hemos mirado bajo todas las permutaciones posibles, pero ella no parece figurar.
Formando un semicírculo detrás de la silla del técnico, Sparkes, Salmond y el agente Dan Fry, que también había sido reincorporado al equipo, escrutaban la lista de nombres que había en la pantalla del ordenador a la espera de dar con el seudónimo de Dawn. Era la cuarta vez que repasaban la lista y los ánimos en la sala estaban por los suelos.
Sparkes regresó a su despacho y descolgó el teléfono.
—Hola, Dawn, soy Bob Sparkes. No, no hay noticias nuevas, pero tengo un par de preguntas. Necesito hablar contigo. ¿Puedo ir a verte ahora?
Después de todo por lo que había pasado, Dawn se merecía que la trataran con cuidado, pero esto tenía que abordarlo sin ambages.