CAPÍTULO 13

Sábado, 7 de abril de 2007

El inspector

Cuando comenzó a recorrer el sendero de los Taylor, el corazón de Sparkes latía con la fuerza de un martillo hidráulico. Tenía todos los sentidos alerta. Había recorrido caminos como ese cientos de veces, pero la repetición no parecía aplacar las sensaciones que sentía.

Se trataba de una casa adosada, pintada y cuidada, con ventanas con doble acristalamiento y visillos limpios.

«¿Estás aquí, Bella?», repitió en su cabeza y levantó una mano para llamar a la puerta. «Con suavidad, con suavidad —se recordó a sí mismo—. No queremos asustar a nadie».

Y entonces, ahí estaba. Glen Taylor.

«Un tipo completamente normal», fue lo primero que pensó. Aunque claro, a simple vista resulta difícil distinguir a un monstruo. Uno siempre espera que será capaz de detectar su maldad. «Eso haría el trabajo policial mucho más fácil», solía decir. Pero la maldad es una sustancia escurridiza que uno solo distingue de cuando en cuando y —sabía él— resultaba tanto más espantosa por ello.

El inspector echó un rápido vistazo por encima del hombro de Taylor por si veía señales de algún niño, pero el vestíbulo y la escalera estaban impolutos. No había nada fuera de lugar.

—Normal hasta el extremo de lo anormal —le diría luego a Eileen—. Parecía una casa de muestra.

Esta se sintió ofendida al considerar el comentario un juicio sobre sus propias labores domésticas, y le mostró su enojo con un bufido.

—Maldita sea, Eileen, ¿qué diantre te pasa? No estoy refiriéndome a ti ni a nuestra casa. Estoy hablando de un sospechoso. Pensaba que te interesaría. —Pero el daño ya estaba hecho. Su esposa se retiró a la cocina y se puso a limpiar ruidosamente. «Otra semana tranquila», pensó él y encendió el televisor.

—¿Señor Glen Taylor? —preguntó Sparkes en un tono de voz comedido y educado.

—Sí, soy yo —respondió Taylor—. ¿Qué puedo hacer por usted? ¿Vende algo?

El inspector dio un paso adelante e Ian Matthews hizo lo propio tras él.

—Señor Taylor, soy el inspector Bob Sparkes del cuerpo de policía de Hampshire. ¿Puedo entrar?

—¿Policía? ¿A qué viene esto? —preguntó Taylor.

—Me gustaría hablar con usted sobre un caso que estamos investigando. Se trata de la desaparición de Bella Elliott —dijo, intentando mantener su tono de voz lo más neutro posible.

El rostro de Glen Taylor se volvió lívido y retrocedió un paso, como si hubiera recibido un puñetazo.

La esposa de Taylor había salido de la cocina y estaba limpiándose las manos con una toalla cuando se pronunciaron las palabras «Bella Elliott». A Sparkes le pareció que se trataba de una mujer agradable y de buena apariencia. Cuando lo oyó, la señora Taylor dejó escapar un grito ahogado y se llevó las manos a la cara. «Son extrañas las reacciones de la gente. Ese gesto, cubrirse la cara, debe de ser innato. ¿Se trata de vergüenza? ¿O quizá rechazo a mirar algo?», pensó Sparkes mientras esperaba que lo condujeran al salón.

«Qué extraño —se dijo—. El señor Taylor no ha mirado a su esposa ni una sola vez. Es como si ella no estuviera aquí. Pobre mujer. Parece a punto de desmayarse».

Taylor se recompuso rápidamente y contestó a sus preguntas.

—Al parecer, el 2 de octubre realizó usted una entrega en la zona en la que desapareció Bella.

—Sí, eso creo.

—Su amigo, el señor Doonan, nos ha dicho que así fue.

—¿Doonan? —Los labios de Glen Taylor se tensaron—. No es amigo mío. Un momento… Sí, ahora que lo dice creo que ese día hice una entrega.

—Intente estar seguro, señor Taylor. Ese fue el día en el que Bella Elliott fue secuestrada —insistió Sparkes.

—Sí. Claro. Me parece que hice una entrega a primera hora de la tarde y luego vine a casa. Llegué sobre las cuatro, si no recuerdo mal.

—¿En casa sobre las cuatro, señor Taylor? Llegó usted muy rápido. ¿Está seguro de que eran las cuatro?

Taylor asintió frunciendo la frente como si estuviera esforzándose en recordar.

—Sí, definitivamente eran las cuatro. Jean puede corroborarlo.

Jean Taylor no dijo nada. Fue como si no hubiera escuchado a su marido y Sparkes tuvo que repetirle la pregunta, antes de que ella lo mirase y asintiera.

—Sí —dijo como un autómata.

Sparkes se volvió hacia Glen Taylor.

—La cuestión, señor Taylor, es que su furgoneta encaja con la descripción de un vehículo que un vecino vio justo antes de que Bella desapareciera. Supongo que ya habrá leído algo al respecto, ha salido en todos los periódicos. Estamos comprobando todas las furgonetas azules.

—Creía que buscaban a un hombre con una coleta. Yo llevo el pelo corto y, además, ese día no estuve en Southampton. Fui a Winchester —dijo Taylor.

—Sí, pero ¿está usted seguro de que no se desvió para nada después de realizar la entrega?

Taylor se rio ante semejante sugerencia.

—No conduzco más de lo que debo. No es lo que yo entiendo por relajarse. Mire, todo esto es una terrible equivocación.

Sparkes asintió con aire pensativo.

—Estoy seguro de que comprende usted lo serio que es este asunto, señor Taylor, y no le importará que echemos un vistazo en su casa.

A continuación, los policías inspeccionaron la casa. Recorrieron a toda prisa las habitaciones llamando a Bella y buscando en los armarios, bajo las camas y detrás de los sofás. No encontraron nada.

Sin embargo, el modo en el que Taylor había contado su historia resultaba algo sospechoso. Como si estuviera ensayado. Sparkes decidió pedirle que lo acompañara a la comisaría para interrogarlo más detenidamente y repasar los detalles. Se lo debía a Bella.

Jean Taylor se quedó llorando al pie de la escalera mientras los policías terminaban su trabajo.