CAPÍTULO 6
Miércoles, 9 de junio de 2010
La viuda
Más pasos en la gravilla. En esta ocasión el teléfono de Kate suena dos veces y luego se queda en silencio. Debe de ser una especie de señal porque inmediatamente ella abre la puerta y deja entrar a un hombre con una gran bolsa al hombro.
—Este es Mick —me dice Kate—. Es mi fotógrafo.
Mick me sonríe y extiende la mano.
—Hola, señora Taylor —saluda. Ha venido a recogernos y a llevarnos a un hotel—. Un sitio agradable y tranquilo —añade, y yo comienzo a protestar. Todo está yendo demasiado rápido.
—Esperad un momento —digo. Pero nadie me escucha.
Kate y Mick discuten sobre cómo sortear a los periodistas que se han reunido delante de la puerta. El tipo ese de la televisión debe de haberle dicho a alguien que he dejado entrar a una persona y ahora se turnan para pulsar el timbre de la puerta y abrir la tapa del buzón y llamarme a gritos. Es terrible, como una pesadilla. Igual que al principio.
Cuando imprecaban a Glen, acusándolo de todo tipo de cosas.
«¡¿Qué ha hecho, señor Taylor?!», le gritó uno.
«¿Tiene las manos manchadas de sangre, pervertido?», exclamó el periodista del The Sun cuando Glen salió a la calle para tirar la basura. Delante de la gente que pasaba por ahí. Glen me contó que uno de ellos había escupido al suelo.
Cuando volvió a entrar en casa estaba temblando.
Mi pobre Glen. Sin embargo, él me tenía a mí para que le ayudara. Cuando sucedían cosas así, yo le acariciaba la mano y le decía que no le diera importancia. Yo, en cambio, estoy sola y no sé si podré hacer frente a esta situación.
Una voz está gritando cosas terribles a través de la puerta:
—¡Sé que está ahí, señora Taylor! ¡¿Le pagan por hablar?! ¡¿Qué cree que pensará la gente si acepta dinero manchado de sangre?!
Me siento como si me hubieran golpeado. Kate se vuelve, me coge de la mano y me dice que lo ignore, que ella hará que todo esto termine.
Quiero confiar en ella, pero es difícil pensar con claridad. ¿Qué significa que termine todo? Según Glen, esconderse era la única forma de lidiar con todo ello.
«Tenemos que dejar que pase», solía decir.
La táctica de Kate, en cambio, es hacerle frente. Quiere que me ponga en pie y exponga mi versión para callarle la boca a todo el mundo. Me gustaría hacerlo, sin embargo eso supone convertirme en el foco de atención. La idea me resulta tan aterradora que no puedo moverme.
—Vamos, Jean —dice Kate al darse cuenta finalmente de que todavía estoy sentada en el sillón—. Podemos hacer esto juntas. Paso a paso. En cinco minutos habrá terminado el calvario y luego ya nadie podrá encontrarte.
Salvo ella, claro está.
No puedo soportar más el abuso de esos animales que están ahí fuera, de modo que hago caso a Kate y comienzo a recoger mis cosas. Cojo mi bolso y meto dentro unas bragas que saco de la secadora de la cocina. Luego subo al primer piso para coger mi cepillo de dientes. ¿Dónde están las llaves?
—Solo lo imprescindible —me dice Kate.
Ella me comprará lo que necesite cuando lleguemos. «¿Adónde vamos?», quiero preguntarle, pero para entonces ya se ha vuelto a alejar. Está hablando por el móvil con «la oficina».
Cuando habla con la oficina su voz es distinta. Más tensa. Y un poco entrecortada, como si acabara de subir por la escalera.
—De acuerdo, Terry —dice—. No, Jean está con nosotros… Te llamo luego. —No quiere hablar delante de mí. Me pregunto qué desean saber en la oficina. ¿Cuánto dinero me ha prometido? ¿Si saldré bien en las fotografías?
Me apuesto lo que sea a que Kate quería decirles: «Su aspecto es penoso, aunque podemos hacer que salga presentable». Estoy aterrorizada y me acerco a ella para explicarle que he cambiado de opinión, pero todo está sucediendo muy deprisa.
Ella me asegura entonces que los «distraerá»: saldrá y hará ver que prepara el coche para nosotros mientras Mick y yo salimos por el jardín trasero y saltamos la cerca. No me puedo creer que esté haciendo esto. Comienzo a decir «un momento» otra vez, pero Kate ya está empujándome hacia la puerta trasera.
Esperamos a que ella salga a la calle. De repente, el ruido es ensordecedor. Como si una bandada de pájaros batiera las alas junto a la puerta.
—Cámaras —dice Mick.
Supongo que se refiere a los fotógrafos. Luego me cubre la cabeza con su chaqueta, me coge de la mano y me saca al patio por la puerta trasera. No puedo ver mucho a causa de la chaqueta, y los zapatos que llevo puestos no son los más prácticos. Intento ir deprisa pero se me salen de los pies. Todo esto es ridículo. Además, la chaqueta no deja de resbalarse. Oh, Dios, ahí está mi vecina Lisa, mirando por la ventana del primer piso con la boca abierta. La saludo con la mano sin demasiado entusiasmo. A saber por qué. Hace siglos que no hablamos.
Al llegar a la cerca, Mick me ayuda a saltarla. En realidad, no es muy alta. Su función es más decorativa que otra cosa. Llevo puestos unos pantalones, pero aun así me resulta difícil. Su furgoneta está a la vuelta de la esquina, dice, y recorremos despacio el callejón al que dan las partes traseras de las casas por si acaso hay algún periodista. De repente, siento ganas de llorar. Estoy a punto de meterme en un vehículo con alguien a quien no conozco para ir a Dios sabe dónde. Seguramente, es la mayor locura que he hecho nunca.
A Glen le habría dado un ataque. Incluso antes de todo el asunto de la policía, le gustaba mantener la privacidad. Hemos vivido en esta casa durante años —toda nuestra vida de casados— pero, tal y como nuestros vecinos declararon una y otra vez a los medios de comunicación, no nos relacionábamos mucho con los demás. ¿No es eso lo que los vecinos dicen siempre cuando aparecen cadáveres o niños maltratados? En nuestro caso, era cierto. Uno de ellos —debió de ser la vecina de enfrente, la señora Grange— le dijo a un periodista que Glen tenía unos «ojos malignos». En realidad, sus ojos eran muy bonitos. Azules con pestañas largas. Ojos de niño pequeño. A mí me encantaban.
En cualquier caso, Glen solía decirme: «Nuestros asuntos solo nos incumben a nosotros, Jeanie». Por eso la situación resultó tan dura cuando de repente nuestros asuntos incumbieron a todo el mundo.
La furgoneta de Mick está muy sucia. Los envoltorios de hamburguesas, paquetes de patatas fritas y viejos periódicos ocultan el suelo. En el hueco del mechero, hay conectada una máquina de afeitar y a los pies del asiento del copiloto se puede ver una botella grande de Coca-Cola.
—Lamento el desorden —se disculpa—. Prácticamente vivo en esta furgoneta.
En cualquier caso, no me sentaré delante. Mick me lleva a la parte trasera y abre las puertas.
—Adelante —dice cogiéndome del brazo y ayudándome a subir. Me cubre la cabeza con la otra mano y hace que me agache para que no me golpee—. De momento, mantén la cabeza gacha y ya te avisaré cuando deje de haber moros en la costa.
—Es que… —comienzo a decir, pero él cierra las puertas de golpe y me quedo sentada en la penumbra, rodeada de equipo fotográfico y bolsas de basura.