CAPÍTULO 50
Domingo, 13 de junio de 2010
La periodista
—¡Aquí está, nuestra periodista estrella! —exclamó el director del periódico desde la otra punta de la redacción cuando Kate llegó a la mañana siguiente—. ¡Una exclusiva genial, Kate! ¡Bien hecho!
Hubo algunos aplausos de sus colegas e incluso algún grito de «¡Así se hace, Kate!». Ella notó que se sonrojaba e intentó sonreír sin parecer engreída.
—Gracias, Simon —dijo cuando al fin llegó a su escritorio y pudo dejar el bolso y quitarse la chaqueta.
El redactor jefe, Terry Deacon, se había acercado rápidamente a ella para asegurarse de que las alabanzas que el director del periódico estaba dispensando lo alcanzaran también a él.
—¡¿Qué tenemos para el segundo día, Kate? ¿Otra exclusiva?! —preguntó a voces el director con una amplia sonrisa que dejaba a la vista sus dientes amarillos.
Kate sabía que él estaba al corriente de todo porque había enviado el artículo esa noche, pero Simon Pearson quería hacer un numerito delante de sus empleados. Últimamente no había tenido demasiadas oportunidades. «Maldita política. Qué aburrimiento. ¿Dónde están las exclusivas?» era su mantra, y ese día iba a aprovechar al máximo la situación.
—Tenemos lo del matrimonio sin hijos —dijo Terry—. ¿«Es esto lo que convirtió a míster Normal en un monstruo»?
Simon sonrió de oreja a oreja y Kate hizo una mueca. Ese titular era vulgar y convertía su ponderada y sensible entrevista en un gritón póster cinematográfico (aunque también era cierto que ya debería haberse acostumbrado a ello). «Vende el artículo» era otro de los mantras de Simon. Era un hombre de mantras. Fuerza bruta y aprender las cosas de memoria eran sus modus operandi favoritos con sus ejecutivos. Nada de presuntuosas muestras de pensamiento creativo o dar a entender curiosidad. «Simon dice», solían repetir en broma los ejecutivos.
El redactor jefe reconocía un buen titular cuando escribía uno y, en su opinión, siempre merecía la pena utilizar los buenos más de una vez. A veces hasta cada semana si le gustaban especialmente, para luego descartarlos a toda velocidad cuando incluso él se daba cuenta de que estaba convirtiéndose en fuente de escarnio en los bares de periodistas. La cuestión que planteaba el titular —«¿Es este el hombre más malvado de Gran Bretaña?»— ya era un clásico. Y con él no corrían riesgos innecesarios. No afirmaban nada, solo preguntaban.
—Tengo algunas buenas declaraciones de la viuda —dijo Kate mientras encendía su ordenador.
—Unas declaraciones geniales —añadió Terry, subiendo la apuesta—. Anoche, todo el mundo fue a rebufo de nuestra exclusiva, y las revistas y los periódicos extranjeros ya se han puesto en contacto con nosotros para las fotografías. Somos la comidilla de la calle.
—Ese comentario delata tu edad, Terry —dijo Simon—. «La calle» ya no existe. ¿No sabías que ahora vivimos en una aldea global?
El redactor jefe hizo caso omiso a la reprimenda de su jefe y optó por considerarla una mera broma. Nada iba a estropearle el día: había conseguido la exclusiva del año y gracias a ello obtendría el aumento de sueldo que tanto se merecía. Así podría llevar a cenar al Ritz a su esposa (o quizá a su amante).
Kate dejó a los hombres con su pelea de gallos y se dispuso a ver su correo electrónico.
—¿Cómo es ella, Kate? Me refiero a Jean Taylor —le preguntó el director.
Kate se volvió hacia él y, por detrás de su fanfarronería, distinguió auténtica curiosidad. Simon tenía uno de los trabajos más poderosos de la industria periodística, pero nada le habría gustado más que volver a ser periodista: enfrascarse en un artículo, hacer preguntas, montar guardia en las puertas de las casas, ser quien enviaba sus palabras de oro a la redacción en vez de limitarse a oírlas luego.
—Es más lista de lo que parece. Interpreta el papel de ama de casa que apoya incondicionalmente a su marido, en cambio en su cabeza no tiene las cosas tan claras. La situación resulta difícil para ella porque durante un tiempo me parece que creyó que Glen era inocente, pero algo cambió. Algo cambió en su relación.
Kate sabía que debería haber conseguido más, que debería haber conseguido toda la historia. Culpaba a Mick por la interrupción, aunque había advertido el repentino desinterés en los ojos de Jean. El control de la entrevista había ido pasando de una mujer a otra, si bien no había duda de quién se había impuesto al final. Pero Kate no iba a reconocerlo en público.
Los demás periodistas de la redacción se dieron la vuelta en sus sillas giratorias para prestar atención a la charla.
—¿Fue Glen quien lo hizo, Kate? ¿Estaba Jean al tanto? —preguntó el encargado de sucesos—. Eso es lo que quiere saber todo el mundo.
—Sí y sí —dijo ella—. La pregunta, sin embargo, es: ¿cuándo se enteró ella? ¿En ese momento o más adelante? A mi parecer, el problema es que Jean Taylor se encuentra atrapada entre lo que sabe y lo que quiere creer.
Todo el mundo se quedó mirando a Kate a la espera de más, pero, justo en ese momento, el móvil de la periodista comenzó a sonar. Según la pantalla, se trataba de Bob Sparkes.
—Lo siento, Simon, he de coger esta llamada. Se trata del poli que lleva el caso de Bella. Puede que haya un tercer día.
—Mantenme informado, Kate —dijo él mientras se iba a su despacho y ella cruzaba las puertas batientes rumbo al ascensor en busca de algo de privacidad.
—Hola, Bob. Ya imaginaba que tendría noticias tuyas.
Sparkes ya estaba enfrente de las oficinas del periódico, protegiéndose de la lluvia veraniega en el majestuoso pórtico del edificio.
—Ven a tomar un café conmigo, Kate. Tenemos que hablar.
La cafetería italiana que había en una sucia calle lateral a la vuelta de la esquina estaba llena y tenía las ventanas empañadas a causa del vapor de la máquina de café. Se sentaron a una mesita alejada del mostrador y, durante un minuto, se limitaron a mirarse uno al otro. Finalmente, el inspector dijo:
—Felicidades, Kate. Has conseguido que Jean te cuente más cosas de las que yo llegué a sonsacarle.
La periodista le sostuvo la mirada. La generosidad del inspector la desarmó e hizo que quisiera explicarle la verdad. Tenía que admitir que Sparkes era una persona buena.
—Debería haber conseguido que me soltara más cosas, Bob. Había más, pero ella decidió callarse. Hizo gala de un autocontrol increíble. Diría incluso que aterrador. Un minuto estaba sosteniéndome la mano y, literalmente, llorando en mi hombro por el monstruo con el que se había casado y, al siguiente, volvía a ser quien conducía la entrevista. Callada y cerrándose en banda. —Removió su café—. Ella sabe lo que sucedió, ¿verdad?
Sparkes asintió.
—Creo que sí. Pero no quiere revelarlo y no sé por qué. Al fin y al cabo, Glen está muerto. ¿Qué tiene ella que perder?
Kate negó con la cabeza en solidaridad con el inspector.
—Está claro que algo.
—A menudo me he preguntado si estuvo implicada en el crimen —dijo Sparkes, sobre todo para sí—. ¿Quizá a la hora de planearlo? Puede que se tratara de conseguir un hijo para ambos, pero que algo saliera mal. Puede incluso que fuera ella quien empujara a Glen a hacerlo.
Los ojos de Kate relucían ante las posibilidades.
—Maldita sea, Bob. ¿Cómo vas a conseguir que confiese?
Efectivamente, ¿cómo?
—¿Cuál es su punto débil? —preguntó Kate jugueteando con su cuchara.
—Glen —contestó él—. Pero él ya no está aquí.
—Son los niños, Bob. Ese es su punto débil. Está obsesionada con ellos. En nuestra charla, todo conducía a los niños. Ella lo quiso saber todo sobre mis hijos.
—Lo sé. Deberías ver sus álbumes de recortes llenos de fotografías de bebés.
—¿Álbumes de recortes?
—Esto es confidencial, Kate.
Ella se lo guardó para luego y, de forma automática, ladeó la cabeza para indicarle que lo acataba y que podía confiar en ella.
A él no lo engañó.
—Lo digo en serio. Es algo que podría formar parte de una futura investigación.
—Está bien, está bien —aceptó ella malhumorada—. ¿Qué crees que hará ahora?
—Si sabe algo más, puede que vaya en busca de la niña —dijo Sparkes.
—En busca de Bella —repitió Kate—. Dondequiera que esté.
Sparkes estaba seguro de que, ahora que Jean no tenía ninguna otra cosa en la que pensar, daría algún paso en alguna dirección.
—¿Me llamarás si te enteras de algo? —preguntó a Kate.
—Puede —contestó ella automáticamente. Kate reparó en el sonrojo del inspector y, a su pesar, le encantó que respondiera a la coquetería con la que se había dirigido a él. De repente, Sparkes se quedó descolocado.
—Esto no es ningún juego, Kate —dijo intentando retomar un tono más profesional—. Estaremos en contacto.
Una vez en la calle, él fue a darle la mano para despedirse pero ella se inclinó para darle un beso en la mejilla.