CAPÍTULO 30

Martes, 16 de septiembre de 2008

La madre

Dawn había hecho un esfuerzo. Se había comprado una chaqueta cara y se había puesto zapatos de tacón, medias nuevas y una falda. El director la recibió con gran alborozo. Fue a buscarla al ascensor y la paseó por la redacción por delante de todos los periodistas. Estos sonrieron y la saludaron con un movimiento de cabeza desde detrás de sus ordenadores. El tipo que había acudido cada día al juzgado colgó el teléfono y fue a estrecharle la mano.

La secretaria del director, una mujer increíblemente elegante con un maquillaje y un peinado dignos de una revista, los siguió hasta el despacho y le preguntó a Dawn si quería una taza de té o café.

—Té, por favor. Sin azúcar.

Cuando llegó la bandeja, terminó la charla trivial. El director era un hombre ocupado.

—Bueno, Dawn, hablemos de la campaña para llevar a Taylor ante la justicia. Necesitamos una gran entrevista contigo para lanzarla. Y un nuevo enfoque.

Dawn Elliott sabía exactamente qué era lo que quería el director. Casi dos años de exposición mediática la habían endurecido. Un nuevo enfoque supondría más espacio en la portada, seguimiento en otros periódicos, entrevistas en los programas matutinos de la televisión, Radio 5 Live, Woman’s Hour, revistas… Como la noche sigue al día. Era agotador, pero tenía que seguir adelante porque la mayor parte de los días sabía en lo más profundo de su ser que su pequeña aún estaba viva. Los demás días, solo lo esperaba.

Sin embargo, sentada sobre un cubo de gomaespuma azul cielo —el torpe intento de un decorador de humanizar el espacio— bajo el aire acondicionado del despacho, Dawn también sabía que el periódico quería que dijera por primera vez que Bella había sido asesinada. Era la «noticia bomba» que el director requería para ir a por Glen Taylor.

—No pienso decir que Bella está muerta, Mark —dijo ella—. Porque no lo está.

Mark Perry asintió e insistió. Su falsa expresión de compasión le tensaba el rostro.

—Lo entiendo perfectamente, pero es difícil acusar a alguien de asesinato si decimos que la víctima todavía está viva, Dawn. Sé lo duro que debe de ser esto, pero incluso la policía cree que Bella está muerta, ¿o me equivoco?

—Bob Sparkes, no —contestó ella.

—Sí que lo piensa, Dawn. Todo el mundo lo hace.

En el silencio que siguió, Dawn estudió sus opciones: contentar al periódico o seguir adelante sola. Esa misma mañana, había hablado con el relaciones públicas que le ofrecía asesoramiento gratuito en la campaña y le había advertido que se encontraba ante una «decisión de Sophie»: «En cuanto digas que Bella está muerta, ya no habrá vuelta atrás y corres el peligro de que su búsqueda se dé por terminada».

No podía permitir que sucediera eso.

—Creo que deberíamos mantener la opción abierta —dijo Dawn—. ¿Por qué no nos limitamos a acusarlo de secuestro? Cuando encuentre a mi hija, no querréis ser el periódico que publicó que estaba muerta, ¿no? Todo el mundo diría que provocasteis que la gente dejara de buscarla.

Perry fue entonces a su escritorio y regresó con una de las muchas hojas A3 que cubrían su superficie. Luego colocó la bandeja que descansaba sobre la mesita en otro cubo y en su lugar dejó la hoja. Era un borrador de la portada, una de las muchas que habían hecho para vender la exclusiva del Herald. En vez de estar abarrotada de noticias, había únicamente ocho palabras que exclamaban «ÉSTE ES EL HOMBRE QUE SECUESTRÓ A BELLA» y una fotografía de Glen Taylor.

Perry prefería el titular «¡ASESINO!», pero tendrían que reservarlo para el día que atraparan a ese cabrón.

—¿Qué te parece esto? —le dijo Perry.

Dawn cogió la portada y la analizó como una profesional.

Al principio apenas podía soportar la cara de Glen Taylor, y menos todavía verla junto al rostro de su hija en todos los periódicos, pero aun así se había obligado a sí misma a hacerlo. Lo miró a los ojos en busca de un rastro de culpabilidad y luego se fijó en la boca por si veía alguna señal de debilidad o lujuria. No había nada. Parecía un hombre con el que podía coincidir en un autobús o en la cola de un supermercado y se preguntó si no lo habría hecho alguna vez. ¿Acaso sería esa la razón por la que escogió a su hija?

Era la pregunta que reverberaba en su cerebro a cada minuto. Bella protagonizaba todos sus sueños: la veía a lo lejos, pero era incapaz de moverse o de llegar a su lado por mucho que corriera; y, al despertarse, volvía a darse cuenta, como si fuese la primera vez, de que su hija no estaba ahí.

Al principio, había sido incapaz de participar en ningún tipo de actividad. Se sentía completamente abrumada por la desgracia y la impotencia. Cuando por fin consiguió levantar cabeza, su madre la convenció para que dedicara sus días a cosas prácticas.

—Necesitas levantarte, vestirte y hacer algo, Dawn, por pequeño que sea.

Era el mismo consejo que le había dado cuando nació Bella y ella se había sentido incapaz de lidiar con la falta de sueño y los exasperantes gritos de su nuevo bebé.

Finalmente, consiguió levantarse y vestirse. Recorrió el sendero de su casa hasta la verja. Permaneció de pie en el jardín como había hecho Bella y miró el mundo que había al otro lado.

La campaña de «ENCUENTREN A BELLA» había arrancado cuando Dawn comenzó a escribir en su página de Facebook cosas sobre su hija o sobre cómo se sentía ella ese día. La respuesta fue como un maremoto; primero se sintió abrumada, pero después la ayudó a levantar cabeza. Hizo acopio de miles, y luego cientos de miles de amigos y likes de madres y padres de todo el mundo. Esto le proporcionó algo en lo que centrarse, y cuando gente con dinero se puso en contacto con ella para ofrecerle su ayuda en la búsqueda de Bella, ella accedió.

Bob Sparkes le había admitido que tenía reservas sobre algunas de las decisiones tomadas por la campaña, pero dijo que le parecía bien siempre y cuando no entorpeciera la labor que estaban realizando sus agentes.

—Aun así, nunca se sabe —le había dicho el inspector—. La campaña puede hacer que alguien sienta remordimientos y decida ponerse en contacto con nosotros.

«Kate se volverá loca cuando se entere de que he decidido acudir al Herald, “El Enemigo” —se dijo a sí misma cuando se pusieron en contacto con ella—. Pero su periódico no ha igualado la oferta que había en la mesa. Lo entenderá».

En realidad, Dawn habría deseado que fueran Kate y Terry quienes tuvieran la exclusiva, pero el Daily Post había declinado la oportunidad.

Era duro porque durante estos meses su relación con Kate se había vuelto muy estrecha. Hablaban casi todas las semanas y se veían de vez en cuando para almorzar y cotillear. A veces, el periódico le enviaba un coche para llevarla a Londres a pasar el día. En agradecimiento, ella le contaba todo a Kate antes que a nadie.

Últimamente, sin embargo, la cobertura del Post había ido a menos.

—¿Se ha aburrido de mí tu periódico? —le preguntó a Kate en su último encuentro después de que no hubieran publicado una entrevista con ella.

—No seas tonta —dijo la periodista—. Es solo que estos días están pasando muchas cosas. —Pero Kate no había sido capaz de mirarla a los ojos.

Dawn ya no era la chica perdida del sofá. Comprendió la situación.

Así pues, cuando el Herald la llamó con el fin de proponerle una campaña para llevar a Taylor ante la justicia y ofrecerle una generosa contribución al fondo de «ENCUENTREN A BELLA», ella aceptó.

Antes llamó a Kate para comunicarle su decisión, se lo debía. La llamada provocó un ataque de pánico en la periodista.

—Por el amor de Dios, Dawn, ¿lo dices en serio? ¿Has firmado algo?

—No, esta tarde voy a verlos.

—Está bien, dame veinte minutos.

—Bueno…

—Por favor, Dawn.

Cuando la periodista volvió a llamar, Dawn supo de inmediato que Kate no tenía nada que ofrecerle.

—Lo siento, Dawn. No lo harán. Piensan que acusar a Taylor es demasiado arriesgado. Y tienen razón. Es un ardid publicitario, Dawn, y podría estallarte en la cara. No lo hagas.

Dawn exhaló un suspiro.

—Yo también lo siento, Kate. No se trata de nada personal, tú te has portado de maravilla, pero no puedo dejarlo estar solo porque un periódico haya perdido interés. Será mejor que cuelgue o llegaré tarde. Ya volveremos a hablar.

Y ahí estaba ahora, leyendo el contrato y revisando las subcláusulas por si detectaba alguna laguna legal. Su abogado ya lo había leído, pero le había aconsejado que ella volviera a hacerlo por si hubieran incluido algo nuevo.

Mark Perry la observaba asintiendo alentadoramente cada vez que ella hacía algún comentario. Cuando por fin Dawn firmó y fechó el documento, se dibujó una amplia sonrisa en su rostro.

—¡Fantástico! Ahora, pongámonos en marcha —dijo y, tras ponerse de pie, la acompañó a ver al periodista que estaba esperándola para llevar a cabo «La Gran Entrevista».

El periódico ya tenía miles de palabras escritas en preparación para el esperado veredicto de culpabilidad. Antes del juicio de Glen Taylor, habían entrevistado a sus antiguos colegas del banco y de la empresa de transportes. Asimismo, habían recopilado sórdidas historias de las mujeres del chat y habían confirmado lo de la pornografía infantil gracias a la declaración confidencial de un agente del equipo de investigación. Además, habían comprado el testimonio de una vecina de los Taylor, así como sus fotos exclusivas de Taylor con sus hijos (uno de los cuales era una niña rubia).

La vecina les había contado que había visto a Glen mirando a sus hijos por la ventana y que había cerrado la verja que unía los patios de sus casas con un clavo.

Ahora ya no tendrían que prescindir de todo este material.

—Puede que Dawn no haya aceptado que lo llamáramos asesino en el titular, pero hemos tenido un gran primer día —le dijo Perry al director adjunto al tiempo que colocaba su americana en el respaldo de su silla y se arremangaba—. Ahora pongámonos con el editorial. Y llama a los abogados. Todavía no te hagas ilusiones con meterlo en prisión.

La noticia ocupó las primeras nueve páginas del Herald. En ellas, mostraban su empeño en llevar a Glen Taylor a la justicia y le exigían al ministro del Interior que ordenara un nuevo juicio.

Era periodismo en su estado más poderoso, recalcando el mensaje con un mazo e incitando a la reacción, y los lectores respondieron: las secciones de comentarios de la página web se llenaron de vitriolo vociferante e irreflexivo, opiniones injuriosas y llamadas a la restitución de la pena de muerte.

—Los pirados habituales —reflexionó el jefe de redacción en el consejo de redacción matutino—. Pero en grandes cantidades.

—Mostremos un poco de respeto por nuestros lectores —dijo el director, y todos se rieron—. Bueno, ¿qué tenemos para hoy?