CAPÍTULO 28
Miércoles, 2 de abril de 2008
La viuda
Siempre me he preguntado cómo me sentiría si desvelara el secreto. A veces, fantaseo con ello y, en mi cabeza, me oigo decir: «Mi marido vio a Bella el día en el que la secuestraron». Siento entonces un alivio físico y como si la cabeza me diera vueltas.
Pero no puedo hacerlo, ¿verdad? Soy tan culpable como él. Es una sensación extraña, la de guardar un secreto. Es como si tuviera una piedra en el estómago que me aplasta las entrañas y me hace sentir náuseas cada vez que pienso en ello. Mi amiga Lisa solía describir así el embarazo. Decía que el bebé empujaba todo lo que se le ponía a tiro, oprimiéndole los órganos. Mi secreto hace igual. Cuando no puedo más, adopto durante un rato la personalidad de Jeanie y finjo que el secreto pertenece a otra persona.
Eso, sin embargo, no me ayudó cuando Bob Sparkes me interrogó durante la investigación. Pude sentir cómo me ardía todo el cuerpo, mi rostro se enrojecía y el sudor comenzaba a bañar mi cuero cabelludo.
A Bob Sparkes no parecían convencerle mis mentiras. La primera vez fue cuando me preguntó:
—¿Qué dice que hizo el día en el que desapareció Bella?
Mi respiración se aceleró y procuré recomponerme a toda prisa. Pero mi voz me traicionó. Al tragar saliva en mitad de la frase, emití una especie de chillido ahogado. «Estoy mintiendo», pareció decir mi traicionero cuerpo.
—Oh, ¿por la mañana? Ya sabe, trabajar. Tenía que hacer un par de mechas —dije con la esperanza de que las partes verdaderas de mi mentira le otorgaran verosimilitud. Al fin y al cabo, estaba en el trabajo. Justificar, justificar, negar, negar. Debería volverse más fácil con el tiempo, pero no es así y cada mentira resulta más amarga y tensa. Como las manzanas verdes. Están duras y resecan la boca.
Curiosamente, las mentiras sencillas son las más difíciles. Las grandes no parecen requerir el menor esfuerzo:
—¿Glen? Oh, dejó el banco porque tenía otras ambiciones. Quiere montar su propia empresa de transportes. Quiere ser su propio jefe. —Fácil.
Las pequeñas, en cambio…
—No puedo ir a tomar café porque tengo que ir a casa de mi madre —tartamudeo, sonrojándome. Lisa no pareció advertirlo al principio o, si lo hizo, lo ocultó bien. Ahora todos estábamos viviendo en mi mentira.
De pequeña nunca fui mentirosa. Mi madre y mi padre me habrían pillado de inmediato, y no tenía hermanas o hermanos con los que compartir secretos. Con Glen, sin embargo, resultaba fácil. Éramos un equipo, solía decir él cuando la policía comenzó a husmear en nuestras vidas.
Es gracioso, hacía mucho tiempo que no pensaba en nosotros como un equipo. Cada uno tenía su terreno. La desaparición de Bella, sin embargo, nos unió. Nos convirtió en una verdadera pareja. Siempre había dicho que necesitábamos un niño.
Realmente es irónico. Tenía intención de dejarlo. Después de que lo liberaran. Después de enterarme de todas las cosas que hacía en internet. Sus «sexcursiones» —como las llamaba él— a los chats. Las cosas que él iba a dejar atrás.
A Glen le gusta dejar cosas atrás. Cuando lo decía, significaba que ya no volveríamos a hablar nunca más de eso. A él no le costaba nada, podía extirpar una parte de su vida y no volver a referirse a ella.
—Tenemos que pensar en el futuro, Jeanie, no en el pasado —me explicaba pacientemente y, atrayéndome hacia él, me daba un beso en la cabeza.
Cuando lo decía así tenía sentido y aprendí a no volver a hablar de las cosas que habíamos dejado atrás. Eso no significaba que dejara de pensar en ellas, pero se sobreentendía que no debía volver a mencionárselas.
No Poder Tener un Bebé era una de esas cosas. Y también que Perdiera el Trabajo. Y luego lo de los Chats y todas esas cosas terribles con la policía. «Dejémoslo atrás, querida», me pidió el día siguiente a que terminara el juicio. Estábamos tumbados en la cama a primera hora de la mañana y era tan temprano que las luces de la calle todavía estaban encendidas y se filtraban por una abertura de las cortinas. Ninguno de los dos había dormido demasiado. «Demasiada excitación», afirmó Glen.
Dijo que había hecho algunos planes. Había decidido que volvería a llevar una vida normal —nuestra vida de siempre— tan pronto como fuera posible. Quería que todo volviera a ser como antes.
Sonó tan simple cuando lo comentó que intenté olvidarme de todas las cosas que había oído sobre él, pero no pude. Seguían escondiéndose y mirándome maliciosamente desde los recovecos más profundos de mi mente. Estuve dándole muchas vueltas antes de tomar una decisión. Al final, fueron las imágenes de niños las que me convencieron de que debía hacer las maletas.
Lo había apoyado desde el día en el que lo acusaron del asesinato de Bella porque creía en él. Sabía que mi Glen no podía haber hecho algo tan terrible. Pero, gracias a Dios, eso ya había terminado. Había sido declarado no culpable.
Ahora no podía dejar de pensar en las otras cosas que había hecho.
Cuando le dije que era incapaz de vivir con un hombre que mirara imágenes como esas, él lo negó todo.
—No es real, Jeanie. Nuestros expertos dijeron en el juicio que no son auténticas niñas. Son mujeres que parecen muy jóvenes y se visten como niñas para ganarse la vida. Algunas de ellas tienen en realidad treinta y tantos años.
—¡Pero parecen niñas! —exclamé—. ¡Lo hacen para gente que quiere ver a hombres y a niñas haciendo esas cosas!
Entonces él se puso a llorar.
—No puedes dejarme, Jeanie —dijo—. Te necesito.
Yo negué con la cabeza y fui a buscar mi maleta. Estaba temblando porque nunca había visto a Glen así. Él era quien siempre tenía la situación bajo control. El fuerte de los dos.
Y cuando bajé del cuarto, estaba esperándome para atraparme con su confesión.
Me dijo que había hecho algo por mí. Dijo que me quería. Y que sabía que mi deseo de tener un hijo estaba consumiéndome y eso a su vez lo consumía a él. Cuando la vio, pensó que podía hacerme feliz. Era para mí.
Me explicó que fue como un sueño. Se detuvo en una calle lateral para almorzar y leer el periódico y la vio en la verja del jardín, mirándolo. Estaba sola. No pudo evitarlo. Cuando me lo contó, me rodeó con los brazos y no pude moverme.
—Quería traerla a casa para ti. Se encontraba ahí de pie y yo sonreí y ella extendió los brazos hacia mí. Deseaba que la cogiera en brazos. Yo salí de la furgoneta, pero no recuerdo nada más; lo siguiente que me viene a la memoria es estar conduciendo la furgoneta para venir a casa.
»No le hice daño, Jeanie —dijo—. Fue como un sueño. ¿Crees que fue un sueño, Jeanie?
Su historia era tan desconcertante que me costó asimilar los detalles.
Nos hallábamos en el pasillo de casa y podía ver nuestro reflejo en el espejo. Era como si estuviera sucediendo todo en una película. Glen se inclinó un poco para que nuestras cabezas se tocaran y sollozaba en mi hombro mientras yo permanecía mortalmente lívida. Le acaricié el pelo y lo hice callar. Pero no quería que dejara de llorar. Temía el silencio que pudiera darse a continuación. Quería preguntarle muchas cosas, aunque también había muchas otras que prefería no saber.
Al cabo de un rato, Glen dejó de llorar y nos sentamos en el sofá.
—¿No deberíamos decírselo a la policía? ¿Contarles que la viste ese día? —le pregunté. Tenía que decirlo en voz alta o mi cabeza estallaría.
Él se puso tenso.
—Dirán que la secuestré y que la maté, Jeanie. Y tú sabes que no lo hice. Solo haberla visto me convertirá en culpable a sus ojos y me meterán en prisión. No podemos decir nada. A nadie.
No supe qué decir. Tenía razón. Para Bob Sparkes, el hecho de haberla visto implicaría haberla secuestrado.
No dejaba de pensar que Glen no podía haberlo hecho.
Solo la vio. Nada más. Solo la vio. No hizo nada malo.
Todavía estaba tragando saliva a causa de los sollozos y tenía el rostro rojo y mojado por las lágrimas.
—No dejo de pensar que quizá lo soñé. En su momento, no me pareció real, y tú sabes que yo jamás le haría daño a una niña —dijo, y yo asentí porque creía saberlo, pero en realidad ya no sabía nada sobre este hombre con el que había vivido todos estos años. Era un desconocido, aunque también era cierto que estábamos más unidos de lo que nunca habíamos estado. Me conocía. Conocía mi debilidad.
Sabía que yo habría querido que la cogiera y la trajera a casa.
Estaba segura de que mi obsesión era lo que había causado este problema.
Luego, cuando estaba en la cocina preparándole una taza de té, me di cuenta de que no había utilizado el nombre de Bella. Era como si, para él, ella no fuera real. Llevé mi maleta al cuarto y la deshice mientras Glen se quedaba en el sofá viendo un partido de fútbol en la tele. Con toda normalidad. Como si no hubiera pasado nada.
No volvimos a hablar sobre Bella. Glen se portaba muy bien conmigo y no paraba de decir que me quería y se aseguraba de que estuviera bien. Continuamente comprobaba cómo estaba. «¿Qué estás haciendo, Jeanie?», solía preguntarme cuando me llamaba al móvil. Seguíamos, pues, con nuestras vidas.
Pero Bella estaba con nosotros todo el tiempo. Aunque no habláramos sobre ella ni mencionáramos su nombre. Seguíamos con nuestras vidas mientras el secreto comenzaba a crecer en mi interior, oprimiéndome el corazón y el estómago y haciendo que vomitara en el retrete del primer piso cuando me despertaba y lo recordaba.
Él se sintió atraído por Bella por mi culpa. Quería encontrar una niña para mí. Y no podía evitar preguntarme qué habría hecho yo si la hubiera traído a casa. La habría querido. Eso es lo que habría hecho. Simplemente la habría querido. Habría sido mía.
Casi lo fue.
A pesar de todo, Glen y yo seguimos durmiendo en la misma cama. Mi madre no podía creérselo.
—¿Cómo puedes soportar tenerlo cerca, Jean? ¡Después de todas las cosas que hizo con esas mujeres! ¡Y con ese hombre…!
Normalmente, mi madre y yo nunca hablábamos sobre sexo. Fue mi mejor amiga de la escuela la que me contó cómo se hacían los niños y me explicó lo de la regla. A mi madre le costaba hablar sobre esas cosas. Era como si le parecieran algo sucio. Supongo que el hecho de que la vida sexual de Glen hubiera aparecido en los periódicos hizo que le resultara más fácil hablar sobre ello. Al fin y al cabo, ahora todo el país estaba al tanto. Era como hablar sobre alguien a quien no conocía en persona.
—No era real, mamá. Era todo una fantasía —le dije mirándola a los ojos—. El psicólogo dijo que se trata de algo que todos los hombres hacen mentalmente.
—Tu padre, no —contestó ella.
—En cualquier caso, hemos decidido dejar todo eso atrás y mirar al futuro, mamá.
Ella se me quedó mirando como si fuera a decir algo importante, pero al final se quedó callada.
—Es tu vida, Jean. Tienes que hacer lo que creas más adecuado.
—Nuestra vida, mamá. Mía y de Glen.
Glen me dijo que debería comenzar a buscar un trabajo. En otra zona.
Yo le contesté que me ponía nerviosa la idea de tratar con desconocidos, pero al final estuvimos de acuerdo en que necesitaba algo que me mantuviera ocupada. Y fuera de casa.
Luego añadió que había vuelto a considerar la idea de montar su propio negocio. Pero no conduciendo. Algo en internet. Algún tipo de servicio.
—Todo el mundo está haciéndolo, Jeanie. Es dinero fácil y tengo los conocimientos necesarios.
Quise decirle muchas cosas, pero al final me pareció mejor no hacerlo.
Nuestro intento de mirar al futuro duró poco más de un mes. Yo comencé a trabajar los viernes y los sábados en una gran peluquería de la ciudad. Lo bastante grande para que fuera anónima y con muchos clientes desconocidos y pocas preguntas fisgonas. Era más elegante que Hair Today y los productos para el pelo eran muy caros. Se notaba que costaban una fortuna porque olían a almendra. Los días que me tocaba trabajar, cogía el metro hasta la calle Bond y el resto lo hacía a pie. Me sentaba bien, mejor de lo que esperaba.
Glen se quedaba en casa delante de la pantalla del ordenador «construyendo su imperio», como lo llamaba. Se dedicaba a comprar y a vender cosas en eBay. Cosas de coches. No dejaba de recibir paquetes que dificultaban el paso por el vestíbulo de casa, pero al menos estaba ocupado. Yo lo ayudaba un poco envolviendo cosas y yendo a correos en su lugar. Entramos en una rutina.
Pero ninguno de los dos fue capaz de dejar el caso atrás. Yo no podía evitar pensar en Bella. Mi casi niña pequeña. A veces, me sorprendo a mí misma pensando que debería haber sido nuestra. Que debería estar aquí con nosotros. Nuestra pequeña. A veces me sorprendía a mí misma deseando que Glen la hubiera secuestrado aquel día.
Él, sin embargo, no pensaba en Bella. Estaba obsesionado con lo de la incitación a la comisión de un delito. Andaba todo el día pensativo, sin parar de darle vueltas a la cuestión, y cada vez que aparecía algo en la televisión sobre la policía, se ponía hecho una furia y comenzaba a decir que le habían arruinado la vida. Intenté convencerlo de que lo dejara estar y que mirara al futuro, pero él no quería escucharme.
Debió de hacer una llamada telefónica, porque un jueves por la mañana Tom Payne vino a vernos para hablar de la presentación de una demanda al cuerpo de policía de Hampshire. Obtendríamos una compensación por lo que le habían hecho a Glen, nos explicó.
—Deberían pagar. Me pasé meses encerrado por culpa de sus triquiñuelas —dijo Glen, y yo fui a preparar unas tazas de té.
Cuando volví, estaban calculando cifras en el gran cuaderno de páginas amarillas de Tom. A Glen siempre se le dieron muy bien los números. Era muy listo. Después de hacer el último cálculo, Tom dijo:
—Creo que deberías recibir un cuarto de millón.
Y Glen soltó un grito de alegría como si le acabara de tocar la lotería. A mí me entraron ganas de decir que no lo necesitábamos y que no quería ese dinero sucio. Pero me limité a sonreír y a coger de la mano a Glen.
Fue un proceso largo, pero a Glen le proporcionó un nuevo foco para su atención. Dejó de recibir paquetes de eBay y, en vez de eso, se sentaba a la mesa de la cocina con el periódico y se ponía a leer artículos y a tachar o a subrayar cosas con sus nuevos rotuladores de colores, o a hacerles agujeros a distintos documentos para archivarlos en sus distintas carpetas. A veces me leía un fragmento para que le diera mi opinión.
—«El efecto del caso y el estigma que conlleva ha provocado que el señor Taylor sufra actualmente frecuentes ataques de pánico cada vez que sale de casa» —me leyó un día.
—¿Ah, sí? —contesté. No me había enterado. Desde luego, no eran como los ataques de pánico de mi madre.
—Bueno, me altero mucho —dijo—. ¿Crees que querrán un informe médico?
En cualquier caso, tampoco salíamos demasiado. Solo a hacer la compra y al cine. Solíamos ir muy pronto y comprábamos en grandes supermercados anónimos en los que no había que hablar con nadie, aunque a él casi siempre lo reconocían. No era de extrañar. Durante el juicio, su fotografía había aparecido cada día en los periódicos y las chicas de las cajas lo reconocían. Le propuse ir yo sola, pero él no quiso oír hablar de eso. No quería que pasara por algo así yo sola. Así pues, cuando nos encontrábamos en una situación como esa, él me cogía de la mano y yo aprendí a fulminar con la mirada a todo aquel que se atreviera a decir algo, cerrándole la boca.
La cosa era más difícil cuando me encontraba en la calle con alguien a quien conocía. Algunos cambiaban de acera y fingían que no me habían visto. Otros querían saberlo todo y me sorprendía a mí misma contando lo mismo una y otra vez: «Estamos bien. Sabíamos que la verdad saldría a la luz, que Glen es inocente. La policía tiene que explicar muchas cosas».
En general, la gente parecía contenta por nosotros, pero no todos. Una de mis antiguas clientas de la peluquería me dijo un día:
—Sí, aunque ninguno de nosotros es del todo inocente, ¿verdad?
Yo le contesté que me había encantado verla pero que tenía que volver a casa para ayudar a mi marido.
Un día, hice el acopio de valor necesario para decirle a Glen que denunciar a la policía supondría tener que volver al juzgado y desenterrarlo todo otra vez, y que no estaba del todo convencida…
Él se puso de pie y me abrazó.
—Sé que es duro para ti, querida, pero así conseguiré desquitarme. Y hará que la gente sepa por lo que pasé. Por lo que ambos pasamos.
Le encontré sentido a eso y procuré ser más útil rememorando fechas y encuentros ofensivos con personas en público para que pudiera incluirlas en sus pruebas.
—¿Recuerdas a aquel tipo del cine? Dijo que no pensaba sentarse en la misma sala que un pedófilo. Lo dijo a gritos y señalándote.
Claro que se acordaba. Tuvimos que salir de la sala 2 escoltados por los guardias «por nuestra seguridad», en palabras del encargado. El tipo no dejaba de gritar: «¡¿Dónde está Bella?!», mientras la mujer que iba con él intentaba que se sentara.
Yo quise decir algo —que mi esposo era inocente—, pero Glen me cogió del brazo y dijo:
—No lo hagas, Jean. Solo empeorará las cosas. No es más que un pirado.
No le gustó recordar eso, pero lo incluyó en su declaración.
—Gracias, querida —dijo.
La policía se resistió a pagar la indemnización hasta el último minuto —Tom nos explicó que tenían que hacerlo porque se trataba del dinero de los contribuyentes—. Un día, estaba vistiéndome para ir al juzgado cuando Glen, ya ataviado con su mejor traje y zapatos, recibió la llamada de Tom.
—¡Ha terminado, Jeanie! —me dijo a gritos desde la planta baja—. ¡Han pagado! ¡Un cuarto de millón!
Los periódicos y Dawn Elliott lo consideraron «dinero ensangrentado» hecho a expensas de su hija. Los periodistas volvieron a escribir cosas horribles sobre Glen y volvieron a acampar delante de casa. Me entraron ganas de decirle «ya te lo dije», pero ¿de qué habría servido eso?
Glen volvió a quedarse callado y yo opté por dejar el trabajo antes de que me echaran.
Volvíamos a estar en el punto de partida.