CAPÍTULO 15
Sábado, 7 de abril de 2007
El inspector
El primer interrogatorio a Glen Taylor tuvo que esperar hasta que todo el mundo regresó a Southampton y se celebró en una minúscula habitación sin aire y con la puerta pintada de color verde hospital.
Sparkes echó un vistazo por el panel de cristal de la puerta. Taylor estaba sentado como un colegial expectante: las manos en las rodillas y repiqueteando con los pies en el suelo el ritmo de una misteriosa melodía.
El inspector abrió la puerta y se dirigió a su marca en ese diminuto escenario. Según había leído en uno de los libros de psicología que había en su mesita de noche, el lenguaje corporal era de vital importancia. Uno podía establecer su dominio sobre el interrogado permaneciendo de pie delante de él y ocupando completamente su marco de referencia para empequeñecerlo. Así pues, Sparkes se quedó de pie durante más rato del necesario hojeando unos papeles que llevaba en la mano antes de sentarse por fin en una silla. Taylor no esperó a que el inspector estuviera bien sentado.
—Ya he dicho que todo esto es una equivocación. Debe de haber miles de furgonetas azules —se quejó, golpeando la mesa manchada de café con las manos—. ¿Qué hay de Mike Doonan? Es un tipo extraño. ¿Sabe que vive solo?
Sparkes respiró hondo. No tenía prisa.
—Si le parece, señor Taylor, concentrémonos en usted y repasemos otra vez el trayecto que realizó el 2 de octubre. Tenemos que estar seguros de sus horarios.
Taylor puso los ojos en blanco.
—No tengo nada más que añadir. Conduje hasta ahí, entregué el paquete, regresé a casa. Fin de la historia.
—Dice que salió de la central a las doce y veinte, pero no está registrado en su hoja de ruta. ¿Por qué no dejó registrado el trayecto?
Taylor se encogió de hombros.
—Era un trabajo de Doonan.
—Creía que no se llevaban bien.
—Le debía un favor. Los conductores lo hacen todo el tiempo.
—¿Y dónde almorzó ese día? —preguntó entonces Sparkes.
—¿Almorzar? —dijo Taylor y soltó una risotada.
—Sí, ¿se detuvo en algún lugar para almorzar?
—Seguramente comí una barrita de chocolate, un Mars o algo así. No suelo comer mucho a mediodía. Odio los sándwiches de supermercado. Prefiero esperar a llegar a casa.
—¿Y dónde compró la barrita de chocolate?
—No lo sé. Probablemente en una gasolinera.
—¿A la ida o a la vuelta?
—No estoy seguro.
—¿Puso gasolina?
—No lo recuerdo. Ya han pasado muchos meses.
—¿Y qué hay del kilometraje? ¿Está registrado al principio y al final del día? —preguntó Sparkes, sabiendo bien cuál sería la respuesta.
Taylor parpadeó.
—Sí —contestó.
—De modo que si yo hiciera el trayecto que ha descrito, mi kilometraje debería ser el mismo que el suyo —razonó Sparkes.
Otro parpadeo.
—Sí, pero… Bueno, antes de llegar a Winchester me encontré con un atasco. Intenté dar un rodeo, pero me perdí un poco y me vi obligado a retroceder para volver a la carretera de circunvalación y llegar al punto de entrega —dijo.
—Entiendo —dijo Sparkes, y se tomó un tiempo exagerado para anotar la respuesta en su cuaderno—. ¿También se perdió en el camino de vuelta?
—No, claro que no. Si lo hice a la ida, fue solo por el atasco.
—Pero tardó bastante en volver a casa, ¿no?
Taylor se encogió de hombros.
—No tanto.
—¿Por qué nadie lo vio devolver la furgoneta a la central, si regresó tan rápido?
—Primero fui a casa. Ya se lo he dicho. Había terminado el trabajo y me dejé caer por allí —dijo Taylor.
—¿Por qué? Sus hojas de ruta indican que normalmente va directo a la central —insistió Sparkes.
—Quería ver a Jean.
—Su esposa, sí. Está usted hecho un romántico, ¿verdad? ¿Le gusta sorprender a su esposa?
—No, solo quería avisarla de que ya había tomado un refrigerio.
Refrigerio. Los Taylor tomaban refrigerios, no la cena o el té. Trabajar en el banco debía de haber provocado que Glen tuviera aspiraciones de llevar un determinado estilo de vida, pensó Sparkes.
—¿Y no podría haberla llamado?
—Me había quedado sin batería en el móvil y de todos modos iba a pasar cerca de casa. Además, me apetecía tomar una taza de té.
«Tres excusas. Se ha pasado demasiado tiempo concibiendo esta historia», pensó Sparkes. Comprobaría lo del móvil en cuanto terminara el interrogatorio.
—Creía que los conductores tenían que permanecer en contacto con la central. Yo suelo llevar un cargador en el coche.
—Yo también, pero me lo dejé en el coche cuando recogí la furgoneta.
—¿A qué hora se quedó sin batería?
—No me di cuenta de que estaba agotada hasta que salí de la M25 e intenté llamar a Jean. Puede que fueran cinco minutos o un par de horas.
—¿Tiene hijos? —preguntó Sparkes.
Estaba claro que Taylor no esperaba esa pregunta y apretó con fuerza los labios mientras organizaba sus pensamientos.
—No, ¿por qué? —masculló—. ¿Qué tiene eso que ver con nada?
—¿Le gustan los niños, señor Taylor? —insistió Sparkes.
—Claro que sí. ¿A quién no le gustan los niños? —preguntó, y cruzó los brazos.
—Verá, señor Taylor, hay gente a la que le gustan los niños de otra forma. No sé si entiende lo que quiero decir.
Taylor se apretó con fuerza los brazos y cerró los ojos. Tan solo lo hizo durante un segundo, pero fue suficiente para animar a Sparkes.
—Hay gente a la que le gustan de un modo sexual.
—A mi parecer son animales —respondió finalmente Taylor.
—Entonces ¿a usted no le gustan los niños de esa forma?
—No sea repulsivo. Claro que no. ¿Qué tipo de persona cree que soy?
—Eso es lo que estamos intentando averiguar, señor Taylor —dijo Sparkes inclinándose hacia delante para atosigar a su presa—. ¿Cuándo comenzó a trabajar como conductor? Parece un extraño cambio de perfil profesional… En el banco tenía usted un buen puesto, ¿no?
Taylor volvió a hacer la pantomima de fruncir el ceño.
—Me apetecía cambiar. No me llevaba bien con el jefe y pensé en montar un negocio de mensajería. Necesitaba obtener experiencia sobre todo lo que eso implicaba, de modo que empecé a conducir…
—¿Y qué hay de lo del ordenador del banco? —lo interrumpió Sparkes—. Hemos hablado con su antiguo jefe.
Taylor se sonrojó.
—¿No lo despidieron por uso inapropiado de un ordenador?
—Me tendieron una trampa —se apresuró a decir Taylor—. El jefe me quería echar. Creo que se sentía amenazado por alguien como yo, más joven y con mayor formación. Cualquiera pudo haber utilizado ese ordenador. La seguridad era nula. Dejar el trabajo fue decisión mía.
Estaba haciendo tanta fuerza con los brazos que apenas podía respirar.
—Entiendo —respondió Sparkes, echándose hacia atrás en la silla con el fin de darle a Taylor el espacio que necesitaba para embellecer su mentira—. Y el «uso inapropiado» del ordenador del que le acusaron ¿cuál era? —dijo en un tono casual.
—Pornografía. Alguien había estado visitando páginas pornográficas en el trabajo. Maldito idiota. —Taylor se hizo el indignado—. Yo nunca haría algo tan estúpido.
—Entonces ¿dónde mira usted páginas pornográficas? —preguntó Sparkes.
Taylor se calló de golpe.
—Quiero ver a un abogado —dijo finalmente mientras sus pies se balanceaban debajo de la mesa.
—Y lo hará, señor Taylor. Por cierto, estamos inspeccionando el ordenador que utiliza en casa. ¿Qué cree que encontraremos en él? ¿Hay algo que quiera decirnos ahora?
Pero Taylor había decidido cerrarse en banda. Permanecía en silencio, mirándose las manos y negando con la cabeza para rechazar la bebida que le ofrecían.
Tom Payne era el abogado de oficio ese fin de semana. Entró en la sala de interrogatorio una hora después con un cuaderno de hojas amarillas debajo del brazo y el maletín entreabierto.
—Me gustaría estar un momento a solas con el señor Taylor —le pidió a Sparkes y este se dispuso a abandonar la sala.
Mientras lo hacía, le echó un vistazo a Tom Payne y ambos se tomaron la medida. Luego el abogado fue a estrecharle la mano a su nuevo cliente.
—Veamos qué puedo hacer para ayudarlo, señor Taylor —se ofreció al tiempo que accionaba el pulsador del bolígrafo.
Treinta minutos después, los inspectores regresaron a la sala de interrogatorio y repasaron una vez más los detalles del relato de Taylor, arrugando la nariz ante su aroma a falsedad.
—Centrémonos de nuevo en el despido del banco, señor Taylor. Volveremos a hablar con su jefe, así que ¿por qué no nos lo cuenta todo? —dijo Sparkes.
El sospechoso repitió sus excusas mientras el abogado permanecía impasible a su lado. Al parecer, todo el mundo tenía la culpa salvo él. Y luego estaba la coartada del 2 de octubre. Los inspectores intentaron tumbarla por todos los medios, pero resultó imposible. Habían llamado a las puertas de sus vecinos, pero nadie lo había visto llegar el día que desapareció Bella. Aparte de su esposa, claro.
Dos frustrantes horas más tarde, registraron y cachearon a Glen Taylor para conducirlo a una celda, mientras la policía confirmaba su historia. El sargento encargado de los calabozos le pidió que vaciara sus bolsillos y se quitara el cinturón. Por un segundo, al darse cuenta de que no iba a regresar a casa, Glen pareció sentirse como un niño perdido.
—¿Podría llamar a mi esposa, Jean, por favor? —le pidió a su abogado con voz quebrada.
Una vez dentro del blanqueado vacío de la celda de policía, Glen Taylor se hundió en el descolorido banco de plástico que había junto a una pared y cerró los ojos.
El sargento echó un vistazo por la mirilla de la puerta.
—Parece tranquilo —le dijo a su colega—, pero vigilémoslo. Los tipos tranquilos me ponen nervioso.