CAPÍTULO 2

Miércoles, 9 de junio de 2010

La viuda

La policía vino al hospital, por supuesto. Incluso el inspector Bob Sparkes se presentó en urgencias para hablar sobre Glen.

No les conté nada ni a él ni a los demás. Les dije que no había nada que decir, que estaba demasiado afectada para hablar. Lloré un poco.

El inspector Bob Sparkes ha formado parte de mi vida desde hace mucho tiempo —más de tres años ya—, pero creo que quizá desaparecerá contigo, Glen.

A Kate Waters no le cuento nada de esto. Ella permanece sentada en el otro sillón del salón, con la taza de té en las manos y agitando ligeramente los pies.

—Jean —dice. Ya no me llama señora Taylor—, esta última semana debe de haber sido horrible para ti. Y más aún después de todo lo que ya habías pasado.

Me quedo mirando el regazo sin decir nada. Ella no tiene ni idea de todo lo que he pasado. En realidad, nadie lo sabe. Nunca he sido capaz de contárselo a nadie. Glen decía que eso era lo mejor.

Aguardamos un momento en silencio y luego ella intenta otra táctica. Se pone de pie y coge una foto de la repisa de la chimenea en la que Glen y yo estamos riéndonos de algo.

—¡Qué joven estás aquí! —dice—. ¿Es de antes de que os casarais?

Yo asiento.

—¿Vosotros os conocíais desde hacía mucho tiempo? ¿Quizá de la escuela?

—No, de la escuela no. Nos conocimos en una parada de autobús —le cuento—. Era muy guapo y me hizo reír. Yo tenía diecisiete años, era aprendiz de peluquera en Greenwich, y él trabajaba en un banco. Era un poco mayor que yo y llevaba traje y unos zapatos buenos. Era distinto.

Estoy haciendo que suene como una novela romántica y Kate Waters se lo está tragando todo. Toma notas en su cuaderno, me mira por encima de sus pequeñas gafas y asiente como si comprendiera. A mí no me engaña.

En realidad, al principio Glen no parecía muy romántico. Nuestro noviazgo lo pasamos principalmente a oscuras (el cine, el asiento trasero de su Escort, el parque…), y no había mucho tiempo para hablar. Pero recuerdo la primera vez que me dijo que me quería. Noté un cosquilleo por todo el cuerpo, como si pudiera percibir cada centímetro de mi piel. Me sentí viva por primera vez en la vida. Yo también le dije que lo quería. Desesperadamente. Que no podía comer ni dormir pensando en él.

Mi madre decía que estaba «embelesada» cuando me veía deambulando por casa absorta en mis ensoñaciones. No estaba segura de lo que quería decir con lo de «embelesada», pero yo deseaba estar con Glen a todas horas y por aquel entonces él decía que sentía lo mismo. Creo que mi madre estaba un poquito celosa. Se apoyaba en mí.

«Se apoya demasiado en ti —pensaba Glen—. No es sano ir a todas partes con tu hija». Intenté explicarle que a mi madre le daba miedo salir sola, pero Glen señaló que estaba siendo egoísta.

Era muy protector: en el pub, era él quien escogía mi asiento, lejos de la barra («No quiero que sea demasiado ruidoso para ti»), y en los restaurantes pedía por mí para que probara cosas nuevas («Esto te encantará, Jeanie. Pruébalo»). Yo lo hacía y a veces esas cosas nuevas eran maravillosas. Y si no lo eran, me lo guardaba para no herir sus sentimientos. Solía quedarse callado si decía algo en su contra. Yo odiaba eso. Sentía que lo había decepcionado.

Nunca había salido con alguien como Glen, alguien que sabía lo que quería en la vida. Los otros chicos eran solo eso: chicos.

Dos años después, cuando Glen me propuso matrimonio, no lo hizo arrodillándose. Simplemente me acercó a él y me dijo: «Me perteneces, Jeanie. Estamos hechos el uno para el otro… Casémonos».

Para entonces, ya se había ganado a mi madre. Glen solía venir con flores: «Un pequeño presente para la otra mujer de mi vida», le decía para hacerla reír, y luego se ponía a hablar sobre la serie de televisión Coronation Street o la familia real, y a mi madre le encantaba. Comenzó a admitir que yo era una chica con suerte. Que Glen era bueno para mí. Que haría alguien de mí. Se notaba que me cuidaría. Y efectivamente lo hizo.

—¿Cómo era él por aquel entonces? —pregunta Kate Waters inclinándose hacia delante para animarme a que siga hablando. Por aquel entonces. Quiere decir antes de todo lo malo.

—Era un hombre encantador. Muy cariñoso, me colmaba de atenciones —le cuento—. Siempre me traía flores y regalos. Decía que yo era su media naranja. Yo me sentía abrumada. Solo tenía diecisiete años.

A ella le encanta. Lo anota todo con una divertida letra y levanta la mirada. Yo intento no reírme. Noto cómo el ataque crece en mi interior, pero al final lo exteriorizo en forma de sollozo y ella extiende la mano para tocarme el brazo.

—No te sientas triste —dice—. Ya ha pasado todo.

Y así es. Se acabó la policía, se acabó Glen. Y se acabaron sus tonterías.

No recuerdo bien cuándo comencé a utilizar esta palabra. Se trataba de algo que había empezado mucho antes de que yo le pusiera un nombre. Estaba demasiado ocupada encargándome de que nuestro matrimonio fuera perfecto, comenzando por nuestra boda en Charlton House.

Yo tenía diecinueve años y mis padres pensaban que era demasiado joven, pero los convencimos. Bueno, en realidad lo hizo Glen. Estaba tan empeñado y tan loco por mí que al final mi padre accedió y lo celebramos con una botella de Lambrusco.

Pagaron una fortuna por la boda porque yo era su única hija y me pasé los meses previos mirando fotografías en revistas de novias con mi madre y soñando con mi gran día. Mi gran día. Me aferré a esa idea y llené mi vida con ella. Glen nunca se entrometió.

—Ese es tu terreno —decía, y se reía.

Lo decía como si él también tuviera uno. Yo pensaba que probablemente se trataba de su trabajo; solía admitir que era el principal sostén de la familia. «Sé que suena anticuado, Jeanie, pero quiero cuidar de ti. Todavía eres muy joven y tenemos toda la vida por delante».

Siempre tenía grandes ideas y parecían muy excitantes cuando hablaba sobre ellas. Soñaba con que llegaría a convertirse en el director de la sucursal y que luego lo dejaría para montar su propio negocio y así ser su propio jefe y ganar mucho dinero. Yo ya lo imaginaba con un buen traje, secretaria y un cochazo. En cuanto a mí, estaría ahí para él. «Nunca cambies, Jeanie. Te quiero tal y como eres», me decía.

Así pues, compramos la casa del número 12 y después de la boda nos trasladamos. Pasados todos estos años todavía estamos aquí.

La casa tenía un jardín delantero, pero echamos grava para, tal y como dijo Glen, «ahorrarnos el tener que cortar la hierba». A mí me gustaba la hierba, pero a Glen le gustaban las cosas bien limpias y cuidadas. Al principio, nada más mudarnos, esto me resultó algo difícil porque yo siempre había sido un poco desordenada. Mi madre se pasaba el día recogiendo platos sucios y calcetines desparejados que dejaba debajo de la cama. Glen se habría muerto si hubiera mirado.

Todavía puedo verlo apretando los dientes y entrecerrando los ojos una tarde que me pilló echando migas de la mesa al suelo con la mano después de tomar el té. Yo ni siquiera me había dado cuenta de ello, debía de haberlo hecho cientos de veces de forma inconsciente, pero ya no volvería a suceder. En esto, Glen ejerció una buena influencia en mí, pues me enseñó a hacer las cosas bien para que la casa estuviera impoluta. A él le gustaba así.

Al principio, Glen solía hablarme de su trabajo en el banco: las responsabilidades que tenía, los empleados de menor experiencia que dependían de él, las bromas que se hacían unos a otros, el jefe que no podía soportar —«Se cree que es mejor que nadie, Jeanie»— y la gente con la que trabajaba. Joy y Liz, que tenían funciones administrativas; Scott, uno de los empleados de ventanilla, que tenía una piel terrible y se sonrojaba por cualquier cosa; May, la becaria que no dejaba de cometer errores. A mí me encantaba escucharle, me deleitaba oír cosas de su mundo.

Supongo que yo le contaba cosas del mío, sin embargo siempre parecíamos volver rápidamente al banco.

—Cortar pelo no es el trabajo más excitante del mundo —admitía—, pero tú lo haces muy bien, Jeanie. Estoy muy orgulloso de ti.

Glen decía que solo intentaba que me sintiera mejor conmigo misma. Y lo conseguía. Que él me quisiera me hacía sentir a salvo.

Kate Waters está mirándome y haciendo otra vez eso con la cabeza. Es buena, lo reconozco. Nunca antes había hablado con un periodista salvo para decirle que se marchara. Y menos todavía había permitido que entrara alguno en casa. Llevaban años presentándose en mi puerta de forma intermitente y ninguno había pasado adentro hasta hoy. Glen se aseguraba de ello.

Pero él ya no está aquí. Y Kate Waters parece distinta. Me ha dicho que siente una «verdadera conexión» conmigo. Dice que tiene la sensación de que nos conocemos desde hace años. Sé a lo que se refiere.

—La muerte de tu marido debe de haber supuesto una terrible conmoción para ti —indica al tiempo que vuelve a cogerme el brazo.

Yo asiento como una idiota.

No puedo contarle cómo había comenzado a permanecer despierta en la cama deseando que Glen estuviese muerto. Bueno, no muerto exactamente. No quería que le hicieran daño o que sufriera, solo que ya no estuviera ahí. Solía fantasear con el instante en el que recibía la llamada de un agente de policía.

«Señora Taylor —imaginaba yo que me comunicaba una voz profunda—. Lo lamento pero tengo malas noticias. —La expectación que sentía por lo que venía a continuación solía provocar que se me escapara una risita—. Señora Taylor, me temo que su esposo ha fallecido en un accidente».

Entonces me veía a mí misma —lo hacía de verdad— sollozando y cogiendo el teléfono para llamar a su madre y contárselo. «Mary —imaginaba que le decía—, lo siento mucho, tengo malas noticias. Se trata de Glen. Ha muerto».

Puedo oír la conmoción en su grito ahogado. Puedo palpar su dolor. Puedo sentir la compasión de mis amigos por la pérdida que he sufrido, el calor de mi familia a mi alrededor. Y luego la secreta excitación.

Yo, la viuda doliente. No me hagas reír.

Tengo que reconocer que cuando pasó de verdad me pareció mucho menos real. Por un momento tuve la sensación de que su madre se sentía tan aliviada como yo de que todo hubiera terminado, luego dejó a un lado el teléfono y se puso a llorar por su hijo. Por lo demás, no hubo amigos a quienes contárselo y solo un puñado de familiares vinieron a verme.

Kate Waters me dice entonces que necesita ir al baño y que se tomaría otra taza de té. Yo me limito a darle mi taza y a indicarle dónde está el baño de la planta baja. En cuanto sale del salón, echo un vistazo rápido a mi alrededor para asegurarme de que no hay nada de Glen. Ningún recuerdo que pueda robar. Glen me advirtió al respecto. Me contó todas esas historias sobre los periodistas. Oigo la cadena del váter y, al poco, Kate reaparece con una bandeja y vuelve a lo extraordinaria que debo de ser para haberme comportado con semejante lealtad.

Yo no dejo de mirar la fotografía de la boda que cuelga de la pared sobre la chimenea de gas. Se nos ve muy jóvenes, como si fuéramos vestidos con la ropa de nuestros padres. Kate Waters se da cuenta de que estoy mirando la fotografía y la descuelga.

Se sienta sobre el brazo de mi sillón y la miramos juntas. 6 de septiembre de 1989. El día en el que nos casamos. Por alguna razón, comienzo a llorar —mis primeras lágrimas reales desde que murió Glen— y Kate Waters me rodea los hombros con un brazo.