CAPÍTULO 43

Viernes, 11 de junio de 2010

La viuda

Cuando llego a casa, la encuentro pequeña y deslucida después de todas esas moquetas y candelabros. La recorro en silencio, abriendo las puertas y encendiendo las luces. Me digo a mí misma que voy a venderla tan pronto como pueda. Glen está en todas partes, como un leve olor. No voy al cuarto de invitados. Está vacío: tiramos todo lo que la policía no se había llevado. «Un nuevo comienzo», dijo Glen.

Cuando regreso al vestíbulo, oigo un zumbido y, por un momento, no sé de qué se trata. Finalmente caigo: es mi móvil. Debo de haberlo silenciado antes y lo rebusco en el bolso. El maldito aparato está en el fondo y me veo obligada a sacar todo lo que llevo y a desperdigarlo en la moqueta para coger el móvil. Tengo docenas de llamadas perdidas. Todas de Kate. Espero que el zumbido termine, luego respiro hondo y le devuelvo la llamada. Kate responde casi antes de que llegue a sonar.

—¿Dónde estás, Jean? —pregunta. Parece alterada. Su tono de voz es tenso y chillón.

—En casa, Kate. He cogido un tren y he vuelto a casa. Me ha parecido que ya habíais terminado conmigo y quería regresar. Lo siento. ¿Acaso no debería haberlo hecho?

—Ahora mismo voy. No salgas de casa. Llegaremos en unos cuarenta minutos. No te muevas hasta que llegue —me dice—. Por favor —añade finalmente.

Mientras espero, enciendo el hervidor de agua y me preparo una taza de té. ¿Qué más puede querer de mí? Nos hemos pasado dos días hablando y me han hecho cientos de fotos. Ya tiene su artículo. La viuda ha hablado.

Tarda mucho y me estoy hartando de esperar. Quiero ir a comprar algo de comida para la semana. Ya casi no nos queda nada. Ya casi no me queda nada.

Cuando por fin oigo que llaman a la puerta, me pongo en pie de un salto y la abro, pero no se trata de Kate. Es el hombre de la tele.

—Vaya, señora Taylor, me alegro de haberla encontrado —dice, claramente entusiasmado.

Me pregunto quién lo habrá avisado de que estaba en casa. Levanto la mirada hacia la vivienda de la señora Grange y me parece ver un movimiento en la ventana.

—¿Puedo hablar con usted un momento? —pregunta el hombre de la tele y hace el amago de entrar.

De repente, sin embargo, Kate aparece en el sendero. Viene hacia nosotros a toda velocidad y, en vez de contestar, me limito a esperar la inminente reprimenda.

—Hola, Jean —dice Kate, empujando a un lado al señor Tele y metiéndome dentro de casa con ella. El pobre tipo ni se ha enterado de lo que ha pasado y, mientras la puerta se cierra, puedo oír cómo exclama:

—¡Señora Taylor! ¡Jean!

Kate y yo nos quedamos en el vestíbulo. Comienzo a explicarle que creía que era ella quien había llamado a la puerta, pero ella me interrumpe:

—Jean, has firmado un contrato. Has accedido a cooperar con nosotros y con tu comportamiento estás poniendo en riesgo el acuerdo. ¿En qué estabas pensando para escaparte?

No puedo creer que esté hablándome en esos términos. ¿Cómo se atreve a regañarme como si fuera una niña? ¡En mi propia casa, además! Algo cede en mi interior y noto que mi rostro se enrojece. No puedo evitarlo. Glen solía decir que nunca podría ser una buena jugadora de póquer.

—Si vas a hablarme así, ya puedes marcharte —digo alzando un poco demasiado la voz. Esta resuena por las paredes y estoy segura de que el señor Tele puede oírla—. Puedo ir y venir cuando quiera y nadie va a impedírmelo. Ya te he concedido la maldita entrevista y Mick tiene las fotografías que necesita. He hecho todo lo que me habéis pedido. Ya hemos terminado. Que haya firmado un papel no significa que seáis mis dueños.

Kate se me queda mirando como si le hubiera dado una bofetada. La pequeña Jeanie se ha hecho valer. Está claro que no se lo esperaba.

—Lamento haberte hablado con esta dureza, Jean, pero estaba preocupada por tu desaparición. Ven al hotel una noche más, hasta que el artículo se haya publicado en el periódico. Piensa que, cuando lo haga, todo el mundo llamará a tu puerta.

—Me dijiste que concederte la entrevista haría que eso dejara de pasar —digo—. Voy a quedarme aquí. —Y me doy la vuelta para ir a la cocina.

Ella me sigue en silencio. Está pensando.

—De acuerdo —contesta al fin—. Me quedaré aquí contigo.

Eso es lo último que necesito, pero se la ve tan abatida que accedo.

—Solo por esta noche. Mañana te irás. Necesito tiempo para mí sola —digo.

Me voy al cuarto de baño y me siento en el retrete mientras ella llama a Mick y a su jefe. Puedo oírlo todo.

—No, ningún otro medio ha contactado con ella. No, tampoco ha hablado con nadie, pero no quiere volver al hotel, Terry —explica—. Lo he intentado. Por el amor de Dios, claro que he intentado convencerla, pero ella no quiere. No quiere otro masaje, Terry. Quiere estar en casa. A no ser que la secuestre, no puedo hacer nada más. No, esa opción no es válida. Todo irá bien. Me aseguraré de que ninguna otra persona hable con ella.

Hay un silencio e imagino a Terry echándole la bronca por teléfono. Ella dice que no le tiene miedo y que en realidad es inofensivo, pero no la creo. He visto cómo se lleva la mano al estómago para aliviar el nudo que siente cuando él le levanta la voz. Su tensa sonrisa lo dice todo.

—¿Qué tal el borrador? —pregunta finalmente para cambiar de tema. Se refiere a la entrevista. He comenzado a aprender el lenguaje. Subo al primer piso en busca de un poco de paz.

Más tarde, ella también sube y llama con los nudillos a la puerta del dormitorio.

—Jean, estoy preparando té. ¿Quieres una taza?

Volvemos a estar en la primera casilla. Es curioso que las cosas vayan en círculos. Le digo a Kate que no queda leche y ella se ofrece a hacer la compra.

—¿Hacemos una lista? —dice a través de la puerta.

Finalmente voy al salón y me siento a su lado mientras ella anota lo que necesitamos.

—¿Qué te apetece cenar esta noche? —pregunta, y a mí me entran ganas de reír.

¿Cómo podemos estar discutiendo si tomar filetes de pescado empanados o pollo al curry como si este fuera un hogar normal?

—No me importa, escoge tú —digo yo—. No tengo mucha hambre.

A ella le parece bien y añade a la lista pan con mantequilla, té, café, detergente y una botella de vino.

—Llamaré a Mick para que vaya a comprar todo esto y nos lo traiga —dice, y coge el móvil.

Kate le lee la lista por teléfono y él parece estar anotándolo todo muy despacio, pues ella tiene que repetírselo todo dos veces. Al final, ella comienza a impacientarse y, cuando por fin cuelga el teléfono, exhala un largo suspiro.

—¡Hombres! —dice y suelta una risa forzada—. ¿Por qué son tan tremendamente inútiles?

Le cuento entonces que Glen nunca fue a hacer la compra solo, ni siquiera con una lista.

—Lo odiaba y siempre compraba cosas equivocadas. No se molestaba en leer las etiquetas y llegaba a casa con mermelada para diabéticos o café descafeinado. Cuando apenas había comprado la mitad de los ingredientes de una receta, comenzaba a aburrirse y, por ejemplo, se le olvidaban las latas de tomate para un plato de espaguetis o la carne para un guiso. Puede que lo hiciera aposta para que no le volviera a pedir que fuera a comprar.

—Mi maromo es igual. ¡No es más que un quehacer doméstico! —añade Kate, quitándose los zapatos con los pies y agitando los dedos como si viviera aquí—. Resulta irónico que Glen estuviera comprando cuando ocurrió el accidente.

Ya lo llama Glen. Al principio era siempre «tu marido», pero ya se comporta como si lo hubiera conocido y lo hubiera tratado lo suficiente para hablar así de él. No lo hizo.

—No era habitual que viniese a comprar conmigo —digo—. Antes de que sucediera todo esto nunca me acompañaba. Mientras yo hacía la compra, él solía ir a entrenar con el equipo de fútbol del pub. Después de que lo arrestaran, comenzó a ir conmigo para que no tuviera que aguantar yo sola a la gente. Lo hacía para protegerme, me dijo.

Al cabo de un tiempo, sin embargo, dejó de acompañarme porque la gente se cansó de decir cosas. No creo que ya no pensaran que éramos unos asesinos de niños, pero supongo que acusarnos de ello ya no era una novedad y a los demás dejó de resultarles excitante.

—El día que murió, insistió en venir. Resulta extraño, la verdad.

—¿Y eso? —pregunta Kate.

—Creo que quería vigilarme —contesto yo.

—¿Por qué? ¿Acaso planeabas desaparecer en un Sainsbury’s?

Yo me encojo de hombros.

—Esa semana las cosas estaban un poco tensas —digo.

El adjetivo tensas no hace justicia a la situación. El aire se había espesado y yo casi no podía respirar. Me sentaba en el jardín junto a la puerta de la cocina en busca de alivio, pero no servía de nada. Mis pensamientos me asfixiaban. Intentaba reprimirlos cerrando los ojos para no verlos o subiendo el volumen de la radio para no oírlos. Pero ahí seguían, fuera de mi alcance, esperando a que me mostrara débil.

El lunes anterior a su fallecimiento, Glen me trajo una taza de té a la cama. A veces lo hacía. Se sentó en el borde y se me quedó mirando. Yo todavía estaba medio dormida, colocando bien las almohadas a mi espalda y tratando de estar cómoda para tomar el té.

—Jean —dijo en un tono de voz plano y sin vida—. No me encuentro bien.

—¿Qué sucede? —le pregunté—. ¿Es uno de esos dolores de cabeza? En el armario del cuarto de baño tengo uno de esos analgésicos tan fuertes.

Él negó con la cabeza.

—No, no me duele la cabeza. Es solo que estoy muy cansado. No puedo dormir.

Ya lo sabía. Esa noche no había dejado de dar vueltas a mi lado y en mitad de la noche se había levantado.

Se lo veía cansado. Viejo, en realidad. Tenía la piel grisácea y unas sombras oscuras debajo de los ojos. Pobre Glen.

—Tal vez tendrías que ir al médico —sugerí, pero él volvió a negar con la cabeza y se volvió hacia la puerta.

—No dejo de verla cuando cierro los ojos —dijo.

—¿A quién? —le pregunté yo entonces, pero sabía perfectamente a quién se refería. A Bella.