CAPÍTULO 47

Viernes, 14 de mayo de 2010

El inspector

Pasaron días y luego semanas sin que se tomara la decisión de volver a arrestar a Taylor. Estaba claro que los nuevos jefes no querían cometer los mismos errores de sus predecesores y defendieron con tenacidad su inacción.

—¿Dónde están las pruebas que vinculen a Taylor con estas nuevas imágenes procedentes de una cámara de vigilancia? ¿O con el club de internet? —preguntó la inspectora jefe Wellington después de ver las imágenes—. De momento, solo tenemos el número parcial de una matrícula y la sospechosa palabra de un comerciante de pornografía. Aparte de tus instintos, Bob, no contamos con nada más para identificar al sospechoso.

Sparkes estuvo a punto de dimitir, pero no podía abandonar a Bella.

Estaban muy cerca. El equipo informático forense estaba trabajando en las imágenes del número de matrícula para intentar obtener un número o letra más, y unos expertos estaban tratando de demostrar que la fraseología de los correos electrónicos de DesconocidoAltoyMoreno y OsoGrande era la misma. Ya casi tenía a Glen Taylor.

Así pues, no es de extrañar que sintiera una sacudida física cuando se enteró de que había muerto.

—¿Muerto?

Un agente que conocía en la policía metropolitana de Londres lo llamó en cuanto la noticia llegó a la sala de operaciones.

—He pensado que querrías saberlo inmediatamente, Bob. Lo siento.

Ese «Lo siento» remató el duro golpe. Nada más colgar, Sparkes apoyó la cabeza en las manos. Ambos sabían que ya no habría confesión ni triunfo. Ya nunca encontrarían a Bella.

De repente, sin embargo, cayó en la cuenta. Jean. Ahora se había librado de él. Podría hablar. Decir la verdad sobre lo que pasó ese día.

Sparkes llamó a Salmond a gritos y cuando esta asomó la cabeza por la puerta, el inspector le dio la noticia:

—Glen Taylor ha muerto. Atropellado por un autobús. Vamos a ir a Greenwich.

Salmond pareció estar a punto de romper a llorar, pero se recompuso y, tras ponerse en modo Superwoman, comenzó a organizar cosas con premura.

Una vez en el coche, Sparkes la puso al corriente de todos los detalles. Ella conocía tan bien el caso como él, pero el inspector necesitaba decirlo todo en voz alta y revisarlo una vez más.

—Siempre he pensado que Jean cubría a Glen. Es una mujer decente, pero estaba completamente dominada por él. Se casaron jóvenes. Él era inteligente, había estudiado y tenía un buen trabajo. Ella era su linda mujercita.

Salmond se volvió hacia su jefe.

—¿Linda mujercita?

Sparkes tuvo la decencia de reírse.

—Lo que quiero decir es que Jean era tan joven cuando se casaron que el traje y las perspectivas de futuro de Glen Taylor la subyugaron por completo. Ella nunca tuvo la oportunidad de ser alguien por sí misma.

—Creo que mi madre era un poco así —dijo Salmond al tiempo que le indicaba la salida de la autopista.

«Pero tú no», pensó Sparkes. Había conocido a su marido. Era un tipo honrado que no intentaba eclipsarla o ningunearla.

—Podría tratarse de un folie à deux, señor —dijo Salmond pensativamente—. Como Brady y Hindley, o Fred y Rose West. Estudié sus casos para un trabajo que hice en la universidad. Cuando uno de sus miembros es tan dominante, las parejas suelen compartir sus psicosis o delirios. En esos casos, terminan creyendo las mismas cosas. Como por ejemplo su derecho a hacer algo. Comparten un sistema de valores no aceptado por nadie fuera de su asociación o relación. Creo que no estoy explicándolo muy bien, lo siento.

Bob Sparkes se quedó un momento en silencio, pensando en la teoría que le había expuesto Salmond.

—Pero si fuera un folie à deux, Jean habría estado al tanto del secuestro de Bella y lo habría aprobado.

—Como he dicho, es algo que ha sucedido antes —prosiguió Salmond sin apartar la mirada de la carretera—. Luego, cuando la pareja se separa, es posible que el miembro que ha sido dominado abandone el delirio compartido con bastante rapidez y vuelva a entrar en razón. ¿Entiende lo que digo?

Mientras Glen estuvo encerrado, sin embargo, a Jean Taylor no se le había caído la venda de los ojos. ¿Era posible que él hubiera mantenido su control desde el otro lado de los barrotes?

—Podría tratarse de disonancia cognitiva o amnesia selectiva —aventuró Sparkes, un poco nervioso por el hecho de estar recurriendo a sus lecturas académicas sobre psicología forense—. Puede que ella temiera perderlo todo si admitía la verdad. He leído que los traumas pueden provocar que la mente borre cosas que son demasiado dolorosas o estresantes. En ese caso, ella habría borrado cualquier detalle que desafiara su creencia de que Glen era inocente.

—¿Es eso realmente posible? ¿Puede uno hacerse creer a sí mismo que algo negro es en realidad blanco? —preguntó Salmond.

«La mente humana es tremendamente poderosa», pensó Sparkes, pero le pareció un comentario demasiado trillado para decirlo en voz alta.

—No soy ningún experto, Zara. Solo he estado haciendo algunas lecturas en casa. Tendríamos que hablar con alguien que lo haya estudiado a fondo.

Era la primera vez que la llamaba Zara y sintió una punzada de vergüenza. «Es inapropiado», se dijo a sí mismo. En el trabajo, siempre había llamado a Ian Matthews por su apellido. Echó un vistazo a su sargento a hurtadillas. Ella no parecía haberse sentido ofendida ni, de hecho, haber registrado siquiera su poco profesional desliz.

—¿A quién podríamos acudir, señor?

—Conozco a una profesora que podría echarnos una mano. La doctora Fleur Jones nos ha ayudado con anterioridad.

Agradeció que Salmond no reaccionara al oír el nombre. No había sido culpa de Fleur Jones que todo hubiera salido mal.

—¿Por qué no la llama? —dijo ella—. Antes de que lleguemos. Necesitamos saber cuál es la mejor forma de abordar a Jean Taylor.

Sparkes se detuvo en la siguiente estación de servicio y la llamó.

Una hora más tarde, el inspector estaba cruzando las puertas de la sala de Urgencias.

—Hola, Jean —dijo, y se sentó a su lado en una silla de plástico naranja.

Ella apenas pareció percatarse de su presencia. Tenía el rostro muy lívido y los ojos oscurecidos por el dolor.

—Jean —volvió a decir, y le cogió una mano. Nunca la había tocado antes (salvo el día en el que la condujo hacia el coche patrulla), pero no había podido evitarlo. Se la veía muy vulnerable.

La mano de la mujer estaba completamente helada, pero él no se la soltó y siguió hablando en un tono bajo y apremiante. Tenía que aprovechar la oportunidad.

—Ahora puedes decírmelo, Jean. Puedes contarme qué hizo Glen con Bella. Dónde la escondió. Ya no hay necesidad de secretos. Era el secreto de Glen, no el tuyo. Tú eras su víctima, Jean. Tú y Bella.

La viuda se volvió hacia el otro lado y pareció estremecerse.

—Por favor, dímelo, Jean. Hazlo ahora y tendrás algo de paz.

—No sé nada sobre Bella, Bob —dijo ella en voz baja y como si se lo explicara a un niño. Luego liberó su mano y comenzó a llorar. Sin hacer el menor ruido, las lágrimas empezaron a recorrer sus mejillas y a caer en su regazo.

Un momento después, se puso de pie y se fue al cuarto de baño. Sparkes siguió sentado, incapaz de marcharse.

Quince minutos más tarde, la mujer volvió a salir sosteniendo un pañuelo de papel ante la boca, se dirigió directamente a las puertas acristaladas de Urgencias y desapareció tras ellas.

La decepción paralizó a Sparkes.

—He echado a perder nuestra última oportunidad —le dijo entre dientes a Salmond, que ahora estaba sentada en la silla de Jean—. La he echado a perder por completo.

—Está en shock, señor. Ahora mismo se siente del todo desorientada. Deje que se recomponga un poco y pueda pensar con claridad. Deberíamos ir a verla a su casa dentro de un par de días.

—Mañana. Iremos mañana —dijo Sparkes, levantándose.

Veinticuatro horas después se presentaron a la puerta de su casa. Jean Taylor los recibió vestida de negro y parecía diez años mayor.

—¿Cómo estás, Jean? —preguntó Sparkes.

—Bien y mal. La madre de Glen se ha quedado a pasar la noche conmigo —contestó—. Pasen.

Sparkes se sentó junto a ella en el sofá y, colocándose de lado para que Jean contara con toda su atención, inició un cortejo más amable que su anterior encuentro. Zara Salmond y la doctora Jones habían considerado atentamente la situación y ambas habían sugerido que empezara adulándola; debía conseguir que ella se sintiera importante y a cargo de sus decisiones.

—Fuiste un gran apoyo para Glen, Jean. Siempre estuviste ahí para él.

Ella parpadeó ante el cumplido.

—Era su esposa y él dependía de mí.

—Eso debe de haber sido duro para ti en algunas ocasiones, Jean. Una gran presión sobre tus hombros.

—Estuve feliz de hacerlo. Sabía que él no había hecho nada malo. —La constante repetición de esa respuesta automática parecía subrayar su falta de sinceridad.

La sargento Salmond se puso de pie y echó un vistazo por la estancia.

—¿Todavía no has recibido ninguna tarjeta? —preguntó.

—No espero ninguna, solo las habituales cartas llenas de odio —dijo Jean.

—¿Dónde celebrarás el funeral, Jean? —quiso saber Sparkes.

La madre de Glen Taylor apareció por la puerta. Estaba claro que había estado escuchándolos a escondidas desde el vestíbulo.

—En un crematorio. Haremos un servicio sencillo y privado para despedirnos, ¿no, Jean? —dijo.

Esta asintió, absorta en sus pensamientos, y luego preguntó:

—¿Creen que se presentarán los medios de comunicación? No creo que pudiera soportarlo.

Mary Taylor se sentó en el reposabrazos del sofá junto a su nuera y le acarició el pelo.

—Lo soportaremos, Jeanie. Hasta el momento lo hemos hecho. Puede que ahora te dejen por fin en paz.

El comentario no solo iba dirigido a los medios de comunicación sino también a los dos policías que se encontraban en el salón.

—Han estado llamando desde las ocho de la mañana —prosiguió—. Les he dicho que Jean está demasiado afectada para hablar, pero no dejan de insistir. Creo que debería venir a mi casa durante un tiempo, pero ella prefiere quedarse aquí.

—Glen está aquí —dijo Jean, y Sparkes se levantó para marcharse.