CAPÍTULO 33

Viernes, 26 de septiembre de 2008

La madre

Las fotografías de los Taylor en Francia enfurecieron a Dawn. «Está furiosa» pasó a ser su estado en Facebook, e incluyó un enlace a la fotografía principal de Glen Taylor en pantalones cortos y el pecho desnudo, repantigado en una tumbona y leyendo un thriller titulado El libro de los muertos.

El mal gusto de las fotografías hizo que le entraran ganas de ir personalmente a sacarle la verdad. No dejó de darle vueltas a la idea durante toda la mañana. Ya imaginaba a Taylor arrodillado ante ella, llorando y suplicándole perdón. Estaba tan segura de que la cosa funcionaría que llamó a Mark Perry al Herald y le propuso un cara a cara entre ella y el secuestrador.

—Podría ir a su casa y mirarlo directamente a los ojos. Tal vez así confesaría —dijo, envalentonada por el miedo y la excitación que sentía ante la posibilidad de encararse con el secuestrador de su hija.

Perry vaciló. No porque tuviera reparos en acusar a Taylor —mientras escuchaba a Dawn ya estaba escribiendo el titular—, sino porque quería que la dramática confrontación fuera más exclusiva y la puerta de la casa de Glen Taylor era un lugar demasiado público.

—Podría no abrir la puerta, Dawn —dijo—. Y entonces nos quedaríamos ahí con una mano delante y otra detrás. Tenemos que hacerlo en un lugar en el que no se pueda ocultar. Abordarlo en la calle cuando menos se lo espere. Averiguaremos cuándo está prevista su próxima reunión con los abogados y lo pillaremos en el momento en que vaya a entrar al bufete. Solo nosotros, Dawn.

Ella lo entendió y no se lo contó a nadie. Sabía que su madre intentaría disuadirla —«Ese tipo es escoria, Dawn. No va a confesar en la calle. Con eso solo conseguirás enfadarte más y volver a desanimarte. Deja que sea un fiscal quien se encargue de él»—. Pero Dawn no quería consejos ni atender a razones. Quería actuar. Hacer algo por Bella.

No tuvo que esperar mucho.

—No te lo vas a creer, Dawn. Glen Taylor tiene una cita con sus abogados el jueves por la mañana a primera hora. ¡Es el aniversario de la desaparición de Bella! —le dijo Perry por teléfono—. Será perfecto.

Por un momento, Dawn no supo qué decir. No había nada perfecto en el aniversario. Desde hacía un tiempo, la fecha había estado acechando en el horizonte y sus pesadillas habían ido en aumento. Últimamente, se había sorprendido a sí misma recreando los días anteriores al 2 de octubre: habían ido de compras, la había llevado a la guardería, habían visto DVD infantiles. Dos años sin su pequeña parecían una eternidad.

Perry seguía hablando por teléfono y, de repente, ella volvió en sí e intentó reavivar su enojo.

—Al parecer, a Taylor le gusta ir al bufete cuando no hay nadie, así que lo tendremos para nosotros solos. Ven al periódico y planearemos nuestro MO.

—¿Qué es un MO?

Modus operandi. Es latín: significa el plan que seguiremos para atrapar a Glen Taylor.

En la reunión celebrada en el despacho del director del periódico tuvieron en cuenta toda posible eventualidad: la llegada en taxi, la llegada en transporte público, las entradas traseras, los horarios, el escondite de Dawn…

Dawn escuchó con atención y recibió sus órdenes. Esperaría en un taxi negro calle abajo del bufete y saldría en cuanto el periodista recibiera la señal: dos timbrazos en su móvil.

—Seguramente, solo tendrás tiempo para hacer un par de preguntas, Dawn —dijo el redactor jefe, Tim—, de modo que hazlas cortas y ve al grano.

—Solo quiero preguntarle dónde está mi hija. Eso es todo.

El director y los periodistas reunidos intercambiaron miradas. Esto iba a ser fantástico.

Cuando llegó el día, Dawn siguió las instrucciones que le habían dado y no se vistió de un modo excesivamente elegante. «Hay que evitar que en las fotografías parezcas una periodista televisiva —le había dicho Tim—. Es mejor que parezcas una madre afligida. —Y añadió rápidamente—: Como eres, Dawn».

El conductor del periódico la recogió y la llevó al punto de encuentro, una cafetería en High Holborn. Tim, otros dos periodistas, dos fotógrafos y un cámara de vídeo ya se encontraban alrededor de una mesa de formica con una pila de varios platos sucios en el centro.

—¿Estás lista? —preguntó Tim procurando que no se le notara demasiado la excitación.

—Sí, Tim, lo estoy.

Más tarde, cuando ambos iban sentados en el coche, la determinación de Dawn comenzó a flaquear, pero él no dejó de hablarle de la campaña para mantener vivo su enojo. El teléfono móvil del redactor jefe sonó dos veces.

—Ha llegado el momento, Dawn —dijo él cogiendo el ejemplar del Herald que ella enarbolaría ante el rostro de Taylor y abriendo la puerta del vehículo.

En cuanto descendió del taxi, Dawn vio a lo lejos a Glen Taylor y a Jean, su bobalicona esposa. Le temblaban las piernas.

La calle estaba tranquila. Los oficinistas que pronto la llenarían seguían apretujados en el metro. Dawn se quedó de pie en medio de la acera y, con un nudo en el estómago, observó cómo se acercaban los Taylor. Estos no repararon en ella hasta que se encontraron a unos cien metros. Jean Taylor estaba intentando volver a meter unos documentos en el maletín de su marido cuando, de repente, levantó la mirada y se detuvo de golpe.

—Glen —dijo en voz alta—. Es ella, la madre de Bella.

Glen se volvió hacia la mujer que los estaba esperando calle abajo.

—Dios mío, Jean, es una emboscada. Haga lo que haga, no digas nada —dijo en voz baja, y la agarró del brazo para impulsarla hacia la puerta del bufete.

Pero ya era demasiado tarde para escapar.

—¡¿Dónde está mi hija?! ¡¿Dónde está Bella?! —gritó Dawn tan cerca de Glen que algunos restos de saliva de la mujer aterrizaron cerca de su boca.

Taylor miró a Dawn a la cara durante una fracción de segundo y luego desapareció detrás de una mirada vacía.

—¿Dónde está, Glen? —repitió ella intentando agarrarlo del brazo y zarandearlo.

Los fotógrafos aparecieron de la nada y comenzaron a capturar cada segundo mientras, por su parte, los periodistas vociferaban sus preguntas. El tumulto provocó que Jean Taylor se separara de su marido y se quedara atrás como una oveja descarriada.

De repente, Dawn se volvió hacia ella.

—¿Qué le ha hecho su marido a mi hija, señora Taylor? ¿Qué ha hecho con ella?

—No ha hecho nada. Es inocente. Así lo declaró el tribunal —exclamó Jean, sintiéndose obligada a responder por la violencia del ataque.

—¡¿Dónde está mi niña?! —volvió a gritar Dawn, incapaz de preguntar ninguna otra cosa.

—¡No lo sabemos! —exclamó Jean—. ¿Por qué la dejó sola para que alguien pudiera llevársela? Eso es lo que debería estar preguntándose la gente.

—Ya basta, Jean —dijo Glen y, abriéndose paso entre las cámaras, tiró de ella mientras Tim confortaba a Dawn.

—Ha dicho que es mi culpa —dijo la madre con el rostro ceniciento.

—Es una zorra desaprensiva, Dawn. Solo ella y los pirados piensan que es culpa tuya. Venga, volvamos al periódico para hacer la entrevista.

«Esto va a quedar genial», pensó él mientras atravesaban el tráfico en dirección al oeste de Londres.

Dawn se quedó de pie junto a una de las columnas al tiempo que toda la redacción contemplaba y admiraba las fotografías que habían dejado sobre la mesa de trabajo que había al fondo de la sala.

—Unas fotografías de la hostia. La mirada que le dedica Glen Taylor a Dawn es escalofriante —dijo el editor gráfico mientras contemplaba su mercancía.

—La pondremos en portada —dijo Perry—. Y, en la página tres, la de Dawn llorando y Jean Taylor gritándole como una verdulera. Parece que, después de todo, no es la mujercita apocada que creíamos. Mira la expresión enfurecida de su rostro. ¿Dónde están los textos?

«EL SECUESTRADOR Y LA MADRE» era el atronador titular de portada que se pudo leer al día siguiente en todos los trenes, autobuses y mesas de desayuno de Gran Bretaña.

Tim la llamó para felicitarla.

—Buen trabajo, Dawn. Me encantaría poder ver por un agujero el ambiente en casa de los Taylor esta mañana. Aquí todo el mundo está contento. —Lo que no dijo era que las ventas del Herald habían aumentado y, con ello, su bonus anual.