CAPÍTULO 53

Jueves, 1 de julio de 2010

El inspector

Los sueños que Glen Taylor había tenido con Bella encabezaron los boletines de noticias de la radio toda la tarde y ocuparon un respetable tercer puesto en el noticiario vespertino de la televisión. En plena canícula veraniega —la «temporada boba» de los medios de comunicación: los políticos están de vacaciones, las escuelas cerradas y, poco a poco, el país va interrumpiendo su actividad hasta llegar a un alto—, cualquier información mínimamente jugosa funciona bien.

Sparkes lo había oído todo de labios de Salmond justo después del juicio, pero aun así lo volvió a leer en los periódicos, analizando cada palabra.

—Jean está comenzando a desembuchar, Bob —le había dicho Salmond por teléfono, resoplando un tanto por la velocidad a la que caminaba de vuelta a su coche—. Después del juicio he intentado hablar con ella. Todos los periodistas estaban presentes, incluida tu Kate Waters, pero ya no ha dicho nada más. Todavía mantiene la compostura, aunque por poco.

Para Sparkes, el desmayo en el juzgado había sido una señal de que, ahora que no estaba Glen, el secreto resultaba demasiado asfixiante para ella.

—Está revelándolo de forma controlada, del mismo modo que desangraban a alguien en la época medieval. Librándose de lo malo poquito a poco —le sugirió a Salmond. Luego levantó la mirada hacia ella. Estaba sentada delante de su ordenador, leyendo las noticias—. Vamos a tener que permanecer a la espera. Literalmente.

A las cinco de la mañana del día siguiente ya estaban en su puesto, aparcados a casi un kilómetro de la casa de Jean Taylor, aguardando la llamada del equipo de vigilancia.

—Sé que es improbable, pero debemos intentarlo. Hará algo —le había dicho Sparkes a Salmond.

—¿Lo siente en sus entrañas, señor? —preguntó ella.

—No estoy seguro de la fiabilidad de mis entrañas, pero sí, lo hago.

Doce horas después, el aire en el coche se había espesado con su aliento y la comida rápida que habían ingerido.

A las diez de la noche, habían agotado las anécdotas sobre su vida, los criminales a los que habían atrapado, sus desastres vacacionales, los programas de televisión de su infancia, las comidas favoritas, las mejores películas de acción y cotilleos sobre quién se acostaba con quién en la oficina. Sparkes tenía la sensación de que podía acudir a Mastermind y responder preguntas sobre Zara Salmond sin saltarse ninguna, y ambos se sintieron aliviados cuando el equipo de vigilancia finalmente llamó para decirles que todas las luces de la casa se habían apagado.

Sparkes dio por terminada la jornada. Se alojarían en el barato hotel que había colina abajo y echarían una cabezada antes de retomar la vigilancia. Otro equipo ocuparía su lugar durante la noche.

El teléfono de Sparkes sonó a las cuatro de la madrugada.

—Las luces se han encendido, señor.

Mientras se vestía, llamó a Salmond y el móvil se le cayó por una pernera del pantalón.

—¿Es usted, señor?

—Sí, sí. Se ha despertado. Nos vemos en el vestíbulo en cinco minutos.

Por primera vez, el aspecto de Zara Salmond no era del todo perfecto; estaba esperándolo en la puerta de entrada con el pelo revuelto y sin maquillaje.

—Y pensar que le dije a mi madre que quería ser azafata —dijo.

—Ocupe su asiento, pues: vamos a despegar —respondió con un amago de sonrisa.

Tras encender las luces exteriores de la casa, Jean salió por la puerta rápidamente y se quedó un momento debajo de un foco mirando a un lado y a otro de la calle por si había señales de vida. Luego presionó el botón del mando a distancia del coche y el pitido electrónico resonó entre las fachadas de las casas mientras abría la puerta y se sentaba detrás del volante. Volvía a llevar puesto el vestido del funeral.

A dos calles de ahí, Zara Salmond arrancó el motor del coche y esperó las instrucciones del equipo. A su lado, Sparkes permanecía absorto en sus pensamientos con un mapa sobre su regazo.

—Acaba de coger la A2 en dirección a la M25, señor —le dijo por teléfono el agente que iba en la furgoneta sin distintivos, y ellos se pusieron en marcha e iniciaron la persecución.

—Seguro que se dirige a Hampshire —dijo Salmond mientras aceleraba por la carretera de doble calzada.

—Será mejor que no intentemos anticipar sus intenciones —dijo Sparkes, temeroso de alimentar demasiadas esperanzas mientras con el dedo seguía la ruta en el mapa.

El sol naciente comenzaba a iluminar el cielo, pero el GPS todavía no había cambiado los colores nocturnos cuando cogieron la M3 en dirección a Southampton. La distancia entre los coches era uniforme y, en total, el convoy se extendía a lo largo de cinco kilómetros de autopista, con Sparkes y Salmond a la cola para evitar que los reconocieran.

—Ha puesto el intermitente para detenerse en una estación de servicio, señor —le informaron los hombres de la furgoneta—. ¿Dónde están los demás agentes? Tendrán que relevarnos o la mujer nos descubrirá.

—Hay otro vehículo a la espera en el siguiente cruce. Síganla ustedes hasta que deje la estación de servicio y luego ya nos ocuparemos nosotros —respondió Sparkes.

La furgoneta entró en el aparcamiento y encontró un hueco a dos coches del objetivo. En cuanto hubo aparcado, un miembro del equipo policial descendió del vehículo, se rascó la cabeza, estiró los músculos y luego fue detrás de Jean Taylor. Esta se dirigió al cuarto de baño y el agente optó por hacer cola para pedir una hamburguesa y fingió que comparaba las cualidades de las comidas anunciadas con colores nucleares sobre el mostrador mientras esperaba que la viuda volviera a salir. Esta no tardó en hacerlo agitando las manos para secarse las últimas gotas de agua mientras caminaba. El agente le dio un mordisco a su doble hamburguesa con queso en el mismo momento en que ella entraba en la tienda y examinaba los cubos de flores. Al final, escogió un ramo de pimpollos rosa y lirios blancos envuelto en papel de seda y celofán de color rosado. De camino al mostrador de caramelos, se las llevó a la nariz para aspirar el aroma de los estambres y, una vez llegó allí, cogió un paquete de colores brillantes. Skittles, advirtió el agente desde el otro lado de la tienda. A continuación la mujer hizo cola para pagar.

—Ha comprado flores y caramelos, señor. Ahora se dirige al coche. La seguiremos hasta la autopista y ahí se la dejaremos a usted —le informó el agente.

Sparkes y Salmond intercambiaron una mirada.

—Se dirige a una tumba —dijo Sparkes con la boca seca—. Avisa a nuestros hombres para que estén preparados.

Cinco minutos después, otros dos vehículos iban detrás de ella, adelantándose entre sí y turnándose para ser el coche que iba a la zaga de la viuda. Jean Taylor mantenía una velocidad constante de cien kilómetros por hora. Era una conductora prudente. «Seguramente, no está acostumbrada a conducir sola por la autopista —pensó Sparkes—. Me pregunto si es la primera vez que hace este trayecto».

Él y Salmond no habían hablado desde que dejaron la estación de servicio; estaban concentrados en las conversaciones de los canales de radio de la policía. Ya en Winchester, sin embargo, cuando oyeron que el coche de Jean Taylor había salido de la autopista y se dirigía al este, Sparkes le dijo a la sargento que pisara el acelerador.

Ahora había un poco más de tráfico, pero el coche de Jean se encontraba a solo un kilómetro y medio y entre ambos iba otro vehículo de la policía.

—Está deteniéndose —les informó el agente—. Hay árboles a la derecha, y un sendero. Ninguna verja. Yo tengo que seguir adelante o me descubrirá. Daré media vuelta inmediatamente. Es toda vuestra.

—Adelante, Salmond —dijo Sparkes—. Sin prisa, pero sin pausa.

Jean Taylor había aparcado el coche en un camino de barro y casi no lo ven. En el último minuto, sin embargo, Sparkes distinguió un resplandor metálico entre los árboles.

—Está aquí —señaló; Salmond ralentizó la marcha y dio media vuelta—. Aparca al otro lado del camino. Hemos de dejar paso a los demás vehículos.

En cuanto bajaron del coche, comenzó a caer una ligera lluvia sobre los árboles, de modo que cogieron los abrigos del maletero.

—Seguro que ha oído nuestro coche —susurró Sparkes—. No sé hasta dónde llegan estos árboles. Yo iré delante. Usted mientras tanto espere al equipo. La llamaré cuando la necesite.

Salmond asintió con ojos repentinamente llorosos.

Sparkes cruzó el camino a paso rápido y, antes de desaparecer entre los árboles, se volvió y se despidió con la mano.

Aún no había suficiente luz para que penetrara entre las ramas, así que fue avanzando con mucho cuidado. No podía oír nada salvo su respiración y los graznidos de los cuervos sobre su cabeza, molestos por su presencia.

De repente, vio un movimiento unos metros más adelante. Algo blanco agitándose con rapidez en la oscuridad. El inspector se detuvo y esperó un instante hasta que estuvo listo. Necesitaba recobrar el equilibrio y se alegraba de que Salmond no estuviera allí para verlo temblar como un saltador en el trampolín. Respiró hondo tres veces y luego comenzó a avanzar con cuidado. Temía tropezar y caer. No quería asustarla.

Entonces la vio. Estaba en el suelo, debajo de un árbol. Sentada sobre sus piernas y encima de un abrigo, exactamente como si se tratara de un pícnic. A su lado, las flores descansaban en el suelo todavía envueltas en su papel de seda.

—¿Eres tú, Bob?

Él se quedó inmóvil al oír su voz.

—Sí, Jean.

—Me había parecido oír un coche. Sabía que serías tú.

—¿Por qué estás aquí, Jean?

—Jeanie. Prefiero que me llames Jeanie —dijo ella, todavía sin mirarlo.

—¿Por qué estás aquí, Jeanie?

—He venido a ver a nuestra pequeña.

Sparkes se agachó a su lado y luego se quitó el abrigo y se sentó encima para estar cerca de ella.

—¿Quién es vuestra pequeña, Jeanie?

—Bella, claro. Está aquí. Glen la dejó aquí.