CAPÍTULO 9

Miércoles, 9 de junio de 2010

La viuda

Kate sube a la furgoneta de Mick un par de kilómetros más adelante, en el aparcamiento de un supermercado. Se ríe y nos explica que, en cuanto se ha marchado sola, «la manada» ha corrido hacia la puerta de la casa para ver si yo estaba dentro.

—¡Qué idiotas! —dice—. ¡Mira que caer en algo así!

Se da la vuelta en el asiento del acompañante para que pueda verle la cara.

—¿Estás bien, Jean? —pregunta.

Su tono de voz vuelve a ser cariñoso y amable. No me engaña. Yo no le importo. Solo le interesa el artículo. Asiento y permanezco en silencio.

Mientras avanzamos, ella y Mick charlan acerca de «la oficina». Parece que su jefe es un tipo algo intimidante y suele gritar e insultar a la gente.

—Utiliza tanto la palabra coño, que a las reuniones de redacción matutinas las llaman los Monólogos de la Vagina —me explica, y luego ambos se ponen a reír.

No sé lo que es un Monólogo de la Vagina, pero no digo nada.

Es como si ella y Mick vivieran en otro mundo. Kate le cuenta que el redactor jefe —ese Terry con el que antes ha estado hablando por teléfono— está muy contento. Supongo que por haber conseguido a la viuda.

—Hoy el pobre se pasará todo el día entrando y saliendo del despacho del director. Al menos, eso le impedirá incordiar a los demás. Es un tipo divertido y cuando está en un pub se convierte en el alma de la fiesta. En la oficina, sin embargo, permanece sentado a su escritorio doce horas al día, pegado a la pantalla de su ordenador. Solo levanta la mirada para tocarle los cojones a alguien. Es como un muerto viviente.

Mick se ríe.

Yo me tumbo en el saco de dormir. Está algo sucio, pero no huele demasiado mal, de modo que poco a poco voy quedándome dormida y sus voces pasan a ser un mero zumbido de fondo. Cuando me despierto, ya hemos llegado.

El hotel es grande y caro. Uno de esos lugares con plantas enormes que prácticamente ocupan todo el vestíbulo y manzanas de verdad en el mostrador de recepción. Nunca sé si esas flores son auténticas, pero las manzanas sí lo son. Si una quiere, puede comérselas.

Kate se encarga de todo.

—Hola, tienen tres habitaciones para nosotros a nombre de Murray —informa a la recepcionista, que nos sonríe y mira la pantalla de su ordenador—. Las hemos reservado hace un par de horas —añade Kate con impaciencia.

—Aquí están —dice por fin la recepcionista.

Mick debe de ser Murray. Le da su tarjeta de crédito a la mujer y ella me mira a mí.

De repente, me doy cuenta del aspecto que debo de tener. Un espectáculo. Tengo el pelo hecho un desastre tras haber llevado la chaqueta en la cabeza y haber dormido en la furgoneta. Además, apenas voy vestida como Dios manda para ir a hacer la compra, ya no digamos para ir a un hotel elegante. Mientras terminan con el papeleo, permanezco ahí de pie con la cabeza gacha, ataviada con unos pantalones viejos y una camiseta, y mirándome los pies, calzados con unas chanclas baratas. Me registran como Elizabeth Turner y levanto la vista hacia Kate.

Ella se limita a sonreír y me susurra:

—Así nadie te encontrará. Nos estarán buscando.

Me pregunto quién será Elizabeth Turner y qué estará haciendo esta tarde. Me apuesto lo que sea a que estará de compras en los grandes almacenes TK Maxx, no escondiéndose de la prensa.

—¿Equipaje? —pregunta la recepcionista y Kate dice que está en el coche y que ya iremos a buscarlo luego.

En el ascensor, me la quedo mirando y enarco las cejas. Ella me devuelve la sonrisa. No hablamos porque hay un botones con nosotros. No tiene mucho sentido, ya que no llevamos equipaje, pero quiere enseñarnos las habitaciones. Y recibir una propina, supongo. La mía es la 142, contigua a la de Kate, la 144. Con gran teatralidad, el botones abre la puerta y me indica que entre. Yo lo hago y examino la estancia. Es encantadora. Grande y luminosa, con una lámpara de araña en el techo. Hay un sofá, una mesita de centro, lámparas y más manzanas. Deben de tener algún acuerdo con Sainsbury’s u otro supermercado para disponer de tanta fruta.

—¿Está bien? —pregunta Kate.

—Oh, sí —digo, y me siento en el sofá para contemplarla detenidamente.

El hotel en el que Glen y yo pasamos nuestra luna de miel no era tan elegante como este. Fuimos a España y nos hospedamos en un establecimiento familiar. Aun así no estaba mal. Nos lo pasamos muy bien. Cuando llegamos, yo aún tenía confeti en el pelo y a los empleados les hizo mucha gracia. Había una botella de champán esperándonos —uno español, que era algo empalagoso— y las camareras no dejaban de colmarnos a besos.

Nos pasamos las vacaciones tumbados en la hamaca de la piscina, mirándonos el uno al otro. Queriéndonos el uno al otro. Hace ya mucho tiempo de eso.

Kate dice que aquí hay una piscina. Y un spa. Yo no tengo mi bañador —ni nada, de hecho—, pero ella me pregunta mi talla y dice que irá a comprarme «algunas cosas».

—El periódico se hará cargo —dice.

Luego pide hora para que me den un masaje mientras ella está fuera.

—Para que te relajes —añade—. Te encantará. Utilizan aceites esenciales, jazmín, lavanda, cosas de esas, y puedes dormir en la camilla. Necesitas que te mimen un poco, Jean.

No estoy del todo convencida, pero no me opongo. No le he preguntado cuánto tiempo piensan tenerme aquí. El tema no ha salido y ellos parecen comportarse como si se tratara de una escapada de fin de semana.

Una hora más tarde, estoy tumbada en la cama con la bata del hotel puesta, tan relajada que tengo la sensación de estar flotando. Glen habría dicho que huelo como el «tocador de una mujerzuela», pero a mí me encanta. Huelo caro. En un momento dado, Kate llama a la puerta y me trae de vuelta al punto de partida. De vuelta a la realidad.

Entra en la habitación con montones de bolsas.

—Aquí tienes, Jean —dice—. Pruébate esto a ver qué tal te queda.

Es curioso cómo no deja de decir mi nombre. Parece una enfermera. O una timadora.

Ha comprado cosas muy bonitas. Un suéter de cachemira azul pálido, que yo nunca hubiera podido pagar, una camisa blanca, una falda vaporosa y unos pantalones entallados de color gris, bragas, zapatos, un traje de baño, lujoso gel de baño y un precioso camisón largo. Lo desenvuelvo todo bajo su atenta mirada.

—Me encanta ese color, ¿a ti no, Jean? —me pregunta con el suéter en las manos—. Azul pálido.

Ella sabe que a mí también me gusta, pero intento que no se me note demasiado.

—Gracias —digo—. En realidad, no necesito todo esto. Solo voy a pasar la noche. Quizá puedas devolver algunas cosas.

Ella no me contesta, se limita a coger las bolsas vacías y a sonreír.

La hora de comer ha pasado hace rato y deciden pedir algo para comerlo en la habitación de Kate. Yo solo quiero un sándwich, pero Mick se pide un filete y una botella de vino. Luego miro el precio y cuesta treinta y dos libras. En el supermercado se podrían comprar ocho botellas de Chardonnay por ese precio. Al probarlo, Mick ha dicho que era «jodidamente delicioso». Utiliza mucho la palabra joder, pero Kate no parece advertirlo. Ella solo me presta atención a mí.

Cuando dejamos los platos en el pasillo para que los recojan, Mick se va a su habitación para preparar las cámaras y Kate se sienta en un sillón y comienza a charlar. Es una conversación normal, como la que yo tendría con una clienta mientras le lavo el pelo. Pero sé que esto no durará.

—Debes de haber estado bajo una tremenda presión desde la muerte de Glen —comienza a decir.

Asiento y pongo cara de estar bajo presión. No puedo contarle que en realidad no ha sido así. Lo cierto es que he sentido un maravilloso alivio.

—¿Cómo has podido soportarlo, Jean?

—Ha sido terrible —contesto con voz quebrada y vuelvo a adoptar el papel de Jeanie, la mujer que era cuando me casé.

Jeanie me salvó. A trompicones, se las arregló para seguir adelante con su vida: preparando té, lavando el pelo de las clientas, barriendo el suelo y haciendo las camas. Estaba segura de que Glen era víctima de un complot de la policía. Apoyó al hombre con el que se había casado. El hombre que había elegido.

Al principio, Jeanie solo reaparecía cuando la familia o la policía hacían preguntas, pero a medida que las maldades comenzaron a filtrarse por debajo de la puerta, Jeanie volvió a instalarse en casa para que Glen y yo pudiéramos seguir con nuestra vida en común.

—Supuso una terrible conmoción —le cuento a Kate—. Cayó delante del autobús ahí mismo, en mis narices. Ni siquiera tuve tiempo de avisarlo. Ya había muerto. Entonces todas esas personas vinieron corriendo y se hicieron cargo de la situación. Yo no podía ni moverme y me llevaron al hospital para asegurarse de que estaba bien. Todo el mundo fue muy amable.

Hasta que descubrieron quién era él.

Y es que la policía acusó a Glen de haber secuestrado a Bella.

Cuando dijeron su nombre, cuando vinieron a nuestra casa, solo pude pensar en las fotografías de la pequeña: ese pequeño rostro, esas pequeñas gafas redondas y el ojo tapado con un apósito. Parecía una pequeña pirata. Daban ganas de comérsela de lo dulce que era. Nadie había sido capaz de hablar de otra cosa durante meses: en la peluquería, en las tiendas, en el autobús… La pequeña Bella. Estaba jugando en el jardín delantero de su casa en Southampton y alguien entró y se la llevó sin más.

Por supuesto, yo nunca habría dejado que una hija mía jugase fuera sola. Bella apenas tenía dos años y medio, por el amor de Dios. Su madre debería haber cuidado mejor de ella. Seguro que estaba viendo el programa de Jeremy Kyle o alguna basura parecida. Estas cosas siempre le pasan a gente como esa, decía Glen. Gente descuidada.

Y dijeron que había sido Glen quien se la había llevado. Y que la había matado. Cuando lo acusaron de eso (la policía, quiero decir), sentí como si no pudiera respirar. Ellos fueron los primeros. Después lo hicieron otros. Nos quedamos en el vestíbulo con la boca abierta. Bueno, yo lo hice. Glen se volvió lívido, con el rostro completamente inexpresivo.

Glen ya no parecía él.

Los agentes de policía que vinieron a casa se condujeron con gran compostura. No tiraron la puerta abajo ni nada parecido, como en la tele. Llamaron con la mano: pom-porrompom-pom-pom. Glen acababa de entrar después de lavar el coche. Fue él quien les abrió la puerta mientras yo asomaba la cabeza desde la cocina para ver quién era. Se trataba de dos tipos que querían entrar en casa. Uno se parecía a mi profesor de geografía en la escuela, el señor Harris. Llevaba la misma americana de tweed.

—¿El señor Glen Taylor? —preguntó con mucha calma.

—Sí —dijo Glen, y quiso saber si vendían algo.

Al principio, no podía oírlos demasiado bien, pero luego entraron. Eran policías: el inspector Bob Sparkes y su sargento, dijeron.

—Señor Taylor, me gustaría hablar con usted sobre la desaparición de Bella Elliott —dijo el inspector Sparkes.

Yo abrí la boca para protestar y hacer que ese policía dejara de decir esas cosas, pero fui incapaz de pronunciar palabra alguna. Y el rostro de Glen se volvió lívido.

Mi marido no me miró en ningún momento. Tampoco me rodeó los hombros con el brazo ni me cogió de la mano. Más adelante, dijo que estaba en shock. Él y el policía siguieron hablando, pero no puedo recordar nada de lo que comentaron. Veía cómo se movían sus labios, pero no podía entender lo que decían. ¿Qué tenía que ver él con Bella? Él era incapaz de hacerle daño a un niño. Le encantaban los niños.

Luego Glen y el policía se marcharon. Después Glen me contó que me había dicho adiós y que no me preocupara, que se trataba de una equivocación ridícula y que lo aclararía todo. Sin embargo, yo no lo recuerdo. Otros policías se quedaron en casa para hacerme preguntas y husmear en nuestra vida, pero mientras yo hacía memoria y procuraba contestarles, no pude dejar de pensar en el rostro de mi marido y en que, por un momento, no lo había reconocido.

Más adelante, Glen me contó que alguien había dicho que él había estado realizando una entrega cerca del lugar en el que había desaparecido Bella, pero que eso no quería decir nada. No era más que una coincidencia, añadió. Ese día debía de haber cientos de personas en la zona.

Ni siquiera había llegado a estar cerca de la escena del crimen, la entrega la había realizado a varios kilómetros, insistió, pero la policía estaba interrogando a todo el mundo por si alguien había visto algo.

Había comenzado a trabajar como repartidor cuando lo echaron del banco. Él le dijo a la gente que en su sucursal habían propuesto ceses voluntarios y que había aprovechado la situación porque quería realizar un cambio. Siempre había soñado con tener la oportunidad de montar su propio negocio y ser su propio jefe.

Descubrí la verdadera razón la noche de un miércoles. Estaba preparando la cena después de haber ido a aeróbic y se puso a gritarme que por qué había llegado más tarde de lo habitual, con unas palabras horribles, coléricas y sucias. Palabras que no solía utilizar normalmente. Todo iba mal. La cocina se llenó con sus acusaciones y su enojo. Tenía la mirada muerta, como si no me conociera. Pensé que iba a pegarme. Vi cómo apretaba y aflojaba los puños a ambos costados mientras yo permanecía junto a los fogones con la espátula en la mano.

«Mi cocina, mis reglas», solíamos bromear. Pero no ese miércoles. El niño del miércoles pesares tendrá[3].

La discusión terminó con un portazo cuando se marchó a dormir al cuarto de invitados, lejos de mí. Recuerdo haberme quedado al pie de la escalera, paralizada. ¿A qué había venido todo eso? ¿Qué había pasado? No quería pensar sobre lo que significaba para nosotros.

«No le des importancia —me dije a mí misma—. Todo irá bien. Debe de haber tenido un mal día. Deja que duerma y se le pase».

Comencé a ordenar y recogí la bufanda y la chaqueta que había dejado en el pasamano para colocarlas en la percha junto a la puerta. Al hacerlo, noté algo rígido en el bolsillo. Una carta. Un sobre blanco con una ventanilla transparente en la que se podía leer su nombre y nuestra dirección. Era del banco. Las palabras eran formales y tan rígidas como el sobre: «Investigación… comportamiento poco profesional… inapropiado… cese inmediato». Ese lenguaje me resultaba confuso, pero sí comprendí que se trataba de una desgracia. El final de nuestros sueños. De nuestro futuro. Subí corriendo la escalera con la carta en las manos, entré en el cuarto de invitados y encendí la luz. Él debió de oírme subir pero fingió que dormía hasta que me oí a mí misma exclamar:

—¿Qué es esto?

Me miró como si yo no fuera nada.

—Me han echado —respondió, y dio media vuelta y volvió a fingir que dormía.

A la mañana siguiente, vino a nuestro dormitorio a traerme té en mi taza favorita. Tenía aspecto de haber dormido poco y me dijo que lamentaba cómo se había comportado el día anterior. Se sentó en la cama y me explicó que estaba bajo mucha presión, que había habido un malentendido en el trabajo y que nunca se había llevado bien con el jefe. Me comentó que le habían tendido una trampa y culpado de algo. De un error, añadió. Él no había hecho nada malo. Su jefe estaba celoso de él. Glen me contó que tenía grandes planes para su futuro, pero que eso no importaba si no lo apoyaba.

—Eres el centro de mi mundo, Jeanie —dijo, y me atrajo hacia sí.

Yo lo abracé y dejé el miedo que sentía a un lado.

Mike, un amigo que dijo haber conocido en internet, le habló del trabajo de repartidor.

—Lo haré solo mientras no tenga del todo claro qué negocio quiero montar, Jeanie —declaró. Al principio le pagaban en efectivo y luego le hicieron contrato indefinido. Ya no volvió a mencionar lo de ser su propio jefe.

El uniforme que tenía que llevar era bastante elegante: camisa azul pálido con el logotipo de la empresa en el bolsillo y pantalones azul marino. A Glen no le gustaba llevar uniforme —«Es denigrante, Jeanie, como volver al colegio»—, pero se acostumbró a ello y se lo veía bastante feliz. Por las mañanas, se despedía con la mano al alejarse con el coche para ir a buscar la furgoneta. De camino a sus viajes, solía decir.

Yo solo fui con él una vez. Un año, justo antes de las Navidades, hizo un trabajo especial en domingo para el jefe. Debió de ser la Navidad anterior a su arresto. Solo había que ir hasta Canterbury y a mí me apetecía hacer una excursión. Permanecimos en completo silencio durante todo el trayecto. En un momento dado, eché un vistazo en la guantera. No había nada especial. Algunos caramelos. Cogí uno para mí y le ofrecí otro a Glen para animarle. Él no lo quiso y me dijo que lo dejara donde estaba.

La furgoneta era bonita y estaba limpia. Inmaculada, de hecho. Yo no solía verla. Por las noches permanecía aparcada en el depósito y cada mañana Glen cogía el coche para ir a buscarla.

—Bonita furgoneta —dije, pero él se limitó a contestarme con un gruñido—. ¿Qué hay en la parte trasera?

—Nada —contestó, y encendió la radio.

Y tenía razón. Cuando estaba con el cliente aproveché para echar un vistazo y la parte trasera estaba limpia como una patena. Bueno, casi. Del borde de la alfombrilla asomaba el envoltorio rasgado de un caramelo. Lo saqué con las uñas. Estaba un poco mugriento y polvoriento, pero me lo guardé en el bolsillo del abrigo. Para ser limpia.

Es como si hubieran pasado siglos. Nosotros dos haciendo una excursión como personas normales.

—¿Glen Taylor? —dice la enfermera.

Vuelvo en mí y veo que frunce el ceño mientras escribe el nombre en un formulario. Intenta recordar. Espero lo inevitable.

Al final cae en la cuenta.

—¿Glen Taylor? ¿No es el tipo acusado de haber secuestrado a esa niña pequeña, Bella? —le pregunta en voz baja a uno de los enfermeros, y yo finjo que no lo oigo. Cuando se vuelve hacia mí, su expresión es más dura—. Entiendo —dice, y se aleja.

Debe de hacer una llamada telefónica, porque media hora más tarde toda la prensa está en la sala de urgencias intentando hacerse pasar por pacientes. Puedo distinguirlos a kilómetros.

Yo mantengo la cabeza gacha y me niego a hablar con ninguno. ¿Qué tipo de persona acosa a una mujer que acaba de ver morir a su marido?

También hay policías. Por el accidente. No son los agentes que solemos ver en Hampshire. Estos son agentes del cuerpo de policía metropolitana de Londres. Hacen trabajo rutinario: toman declaraciones a los testigos, a mí, al conductor del autobús. Este también está aquí. Al parecer, se ha golpeado con fuerza al frenar y dice que ni siquiera ha visto a Glen.

Probablemente sea cierto, así de rápido ha sido todo.

Luego llega el inspector Bob Sparkes. Sabía que aparecería de un momento a otro, como las monedas falsas, pero debe de haber conducido a toda velocidad para haber llegado tan rápido desde Southampton. Me ofrece sus sentidas condolencias, pero en realidad está más triste por él mismo. Desde luego, no quería que Glen muriera. Esto significa que el caso ya nunca se cerrará. Pobre Bob. Su nombre quedará unido para siempre a este fracaso.

Se sienta a mi lado en una silla de plástico y me coge de la mano. Estoy tan avergonzada que le dejo hacerlo. Nunca me había tocado así, como si se preocupara por mí. Me sostiene la mano y habla en un tono de voz bajo y suave. Sé lo que está diciendo aunque en realidad no lo oigo; ¿tiene sentido eso? Está preguntándome si sé lo que Glen hizo con Bella. Lo hace delicadamente, diciéndome que ahora puedo revelar el secreto. Ya puedo contarlo todo. Yo era tan víctima como Bella.

—No sé nada sobre Bella, Bob. Ni tampoco Glen —afirmo, y retiro la mano fingiendo que necesito secarme una lágrima.

Más tarde, voy a los servicios a vomitar. Tras lavarme, me siento en el retrete y apoyo la frente en las frías baldosas de la pared.