CAPÍTULO 29
Lunes, 21 de julio de 2008
El inspector
Después de que el juicio se desmoronara, Bob Sparkes sintió un tipo distinto de tristeza. Y de enojo. Básicamente, ambos sentimientos estaban dirigidos hacia sí mismo. Se había dejado seducir para llevar a cabo una estrategia desastrosa.
¿En qué había estado pensando? Al pasar por delante de un despacho del piso superior con la puerta abierta, oyó cómo uno de sus jefes lo describía como un «buscaglorias» y sintió un ataque de vergüenza. Creía haberlo hecho todo por Bella, pero a lo mejor su auténtica motivación había sido él mismo.
«En cualquier caso, no estoy precisamente cubierto de gloria», se dijo.
El informe que apareció en último término cinco meses después del final del juicio estaba escrito en la aséptica prosa de este tipo de documentos y concluía que la decisión de utilizar a un agente encubierto para obtener pruebas contra el sospechoso había sido «tomada a partir de opiniones expertas y tras consultárselo a altos rangos, pero que la estrategia se había visto finalmente malograda por la inadecuada supervisión de un agente sin experiencia».
—En resumidas cuentas, la cagamos —le dijo Sparkes a Eileen por teléfono después de una breve reunión con el inspector jefe.
Al día siguiente, los periódicos lo mencionaron y ridiculizaron junto a sus jefes por ser uno de los «Superpolis» que habían echado a perder el caso de Bella. Hubo llamadas de políticos y apuestas sobre las cabezas que rodarían; Sparkes mantuvo un perfil bajo mientras se enarbolaban clichés e intentó prepararse mentalmente para una posible vida fuera del cuerpo de policía.
A Eileen casi parecía alegrarle esa idea y sugirió la posibilidad de que se dedicara a la seguridad privada en alguna empresa. «Se refiere a algo sin complicaciones», pensó él. Sus hijos se portaron de maravilla y lo llamaban casi a diario para animarlo y hacerlo sonreír con sus noticias, pero él era incapaz de ver más allá del final de cada día.
Recordó la sensación que, al poco de ser padre, le proporcionaba salir a correr y volvió a hacerlo. Durante al menos una hora, dejaba que el ritmo de los latidos de su corazón ocupara por completo su mente. Al regresar a casa, sin embargo, tenía la cara cenicienta y sudorosa, y sus rodillas de cincuentón le dolían a rabiar. Eileen le dijo que dejara de salir a correr, que no le sentaba bien. Eso y todo lo demás.
Al final, su vista disciplinaria fue un asunto civilizado con preguntas formuladas con firmeza pero también con educación. Ya sabían las respuestas, aunque había que seguir el procedimiento. Fue suspendido temporalmente mientras esperaba el fallo y todavía llevaba puesto el pijama cuando recibió la llamada de su representante sindical. El cuerpo de policía había decidido culpar a un superior y él vería manchado su expediente, pero no sería despedido. Sparkes no supo si reír o llorar.
Eileen gritó de alegría y lo abrazó con fuerza.
—Oh, Bob, por fin ha terminado todo —dijo—. Gracias a Dios que han entrado en razón.
Al día siguiente, regresó al trabajo y le asignaron otras tareas.
—Esto es un nuevo comienzo para todos nosotros —le dijo durante una especie de entrevista reeducativa la nueva inspectora jefe Chloe Wellington, recientemente promovida para ocupar el puesto del malogrado Brakespeare—. Sé que es tentador, pero déjele a otro el caso de Glen Taylor. Usted no puede volver a trabajar en él, no después de toda esta publicidad. Parecería acoso y cualquier nueva línea de investigación se vería manchada por ello.
Sparkes asintió y, a continuación, se puso a hablar en tono convincente acerca de nuevos casos que tenía sobre el escritorio, presupuestos, listas de turnos e incluso algún cotilleo de oficina. Al regresar a su despacho, sin embargo, Glen Taylor estaba en lo alto de su lista; de hecho, era el único nombre de su lista.
Matthews estaba esperándolo y cerraron la puerta tras de sí para hablar de la estrategia que seguirían a partir de entonces.
—Estarán observándonos para asegurarse de que no nos acerquemos a él, jefe. Han llamado a una inspectora veterana de Basingstoke para que revise el caso de Bella Elliott y planee los siguientes pasos que hay que seguir. Es una mujer, pero una buena tipa. Jude Downing. ¿La conoce?
Esa tarde, la inspectora Jude Downing llamó a la puerta del despacho de Sparkes y le propuso ir a tomar un café. La mujer, delgada y pelirroja, se sentó delante de él en la cafetería que había calle abajo («La cantina de la comisaría es una fosa de osos —dijo—. Vayamos a tomar un café con leche»), y esperó.
—Todavía está ahí fuera, Jude —dijo Sparkes finalmente.
—¿Qué hay de Bella?
—No lo sé, Jude. Estoy obsesionado con ella.
—¿Significa eso que está muerta? —preguntó ella y él no supo qué contestar.
Cuando pensaba como un policía, sabía que estaba muerta. Pero no podía aceptarlo sin más.
Los días en los que no había muchas noticias todavía entrevistaban a Dawn. Su rostro infantil lo miraba con aire acusador desde las páginas de los periódicos. Él había seguido llamándola por teléfono una vez por semana o algo así.
—Ninguna novedad, Dawn, solo llamo para ver cómo estás —le decía—. ¿Cómo te va todo?
Y ella se lo contaba. Gracias a la campaña de «ENCUENTREN A BELLA» había conocido a un hombre que le gustaba y, por lo demás, iba tirando.
—En este matrimonio somos tres —dijo una vez Eileen y soltó una de esas carcajadas sardónicas y falsas que reservaba para castigarlo.
Él no pareció darse por aludido, pero dejó de mencionar el caso en casa y prometió que terminaría de pintar el dormitorio.
Jude Downing le dijo que estaba repasando todas las pruebas por si habían pasado algo por alto.
—A todo el mundo le ha ocurrido alguna vez, Bob. Uno está tan cerca del caso que pierde la perspectiva. No es una crítica, así son las cosas.
Sparkes se quedó mirando la espuma de su café. Habían espolvoreado encima un corazón de chocolate.
—Tienes razón, Jude. Hace falta una mirada nueva, pero de todos modos puedo ayudarte.
—Lo mejor será que, de momento, te hagas a un lado, Bob. Sin ánimo de ofender, necesitamos comenzar desde el principio y seguir otras pistas.
—De acuerdo. Gracias por el café. Será mejor que vuelva a la comisaría.
Luego, Eileen escuchó atentamente cómo Sparkes desahogaba su ira mientras ella le servía una cerveza.
—Déjalo estar, querido. Estás provocándote una úlcera. Haz los ejercicios respiratorios que te enseñó el médico.
Él le dio un trago a su cerveza e intentó dejar de pensar en ello, sin embargo tenía la sensación de que estaba permitiendo que las cosas se le escurrieran de entre los dedos.
Procuró sumergirse en sus nuevos casos, pero se trataba de una actividad superficial. Un mes después, Ian Matthews anunció su traslado a otra unidad.
—Necesitaba un cambio, Bob —dijo—. Todos lo necesitamos.
La fiesta de despedida se movió en los cauces habituales. A los discursos de los veteranos le siguió una ebria orgía de horrendas anécdotas y sensibleras rememoraciones de crímenes resueltos.
—Es el final de una época, Ian —le dijo Sparkes mientras se liberaba del abrazo del achispado sargento—. Has sido un gran compañero.
Ya solo quedaba él, se dijo a sí mismo. Aparte de Glen Taylor.
Al poco, llegó su nuevo sargento. Una chica de treinta y cinco años tremendamente inteligente.
—Nada de chica: una mujer, Bob —le corrigió Eileen—. Las chicas llevan coletas.
En lugar de coletas, aquella mujer llevaba su lustroso pelo castaño recogido en un apretado moño. La tensión de los finos cabellos de sus sienes era tal que le fruncía la piel. Se trataba de una joven enérgica poseedora de un título universitario y también, se diría, una carrera profesional tatuada en el interior de sus párpados.
Habían trasladado a la sargento Zara Salmond —«Su madre debe de estar fascinada por la realeza», pensó Sparkes— desde el departamento de antivicio, y, le dijo, había ido allí a hacerle la vida más fácil y se puso a ello.
El flujo y reflujo de casos seguía su curso (el fallecimiento de un drogadicto adolescente, una serie de robos en establecimientos de lujo, un apuñalamiento en una discoteca) y él les dedicaba su tiempo, pero nada podía desviar su atención del hombre que compartía su despacho.
La reluciente imagen de Glen Taylor sonriendo como un mono delante del Old Bailey seguía obsesionándole. La frase «Está en algún lugar de estos papeles» se convirtió en su mantra mientras repasaba todos los informes policiales del día en el que Bella desapareció y gastaba las teclas de su teclado.
Sparkes se enteró en la cantina de que habían vuelto a interrogar a Lee Chambers. Tras pasar tres meses encarcelado por exhibicionismo, había perdido el trabajo y había tenido que mudarse, aunque, por lo visto, seguía igual que siempre.
Al parecer, Chambers no dejó de removerse en su silla mientras declaraba su inocencia pero, a cambio de inmunidad, les contó más cosas de su negocio de pornografía, incluidos sus horarios de apertura y lugares habituales.
«Alguien a quien vigilar» fue el veredicto del nuevo equipo de investigación, pero no creían que fuera culpable del secuestro de Bella así que terminaron soltándolo. La información que les dio, sin embargo, proporcionó un nuevo enfoque a sus inspecciones en estaciones de servicio y finalmente consiguieron imágenes de las cámaras de vigilancia en las que se veía a algunos de los clientes de Chambers. Sparkes permaneció alerta por si el nuevo equipo descubría a Glen Taylor entre estos.
—Nada, señor —le dijo Salmond—. Pero continúan revisando las imágenes.
De modo que siguieron adelante.
Resultaba fascinante. En cierto sentido, era como observar una dramatización de su antigua investigación en la que sus papeles estaban interpretados por actores.
—Es como estar sentado en el patio de butacas —le dijo a Kate cuando esta lo llamó.
—¿Y quién te interpreta a ti? ¿Robert de Niro? Ay, no, Helen Mirren, lo había olvidado. —Se rio.
Ahora bien, formar parte del público en vez de estar sumergido en el interior de la burbuja de la investigación le proporcionó una perspectiva que no tenía antes. Podía contemplar la investigación a vista de pájaro y fue entonces cuando empezó a percibir las grietas y las salidas en falso de la misma.
—Nos centramos demasiado rápido en Taylor —le dijo a la sargento Salmond. Le costó mucho admitírselo a sí mismo, pero tuvo que hacerlo—. Volvamos a repasar los acontecimientos del día que Bella desapareció. Con calma.
En secreto, pues, comenzaron a reconstruir el 2 de octubre de 2006 desde el mismo instante en el que la niña se había despertado. Pegaron el collage en la superficie interior de un armario metálico del despacho de Sparkes que habían vaciado apresuradamente.
—Parece un proyecto artístico —bromeó Salmond—. Solo hace falta forrarlo con plástico adhesivo y conseguiremos una insignia Blue Peter[7].
Ella quiso utilizar el ordenador para el marco cronológico, pero Sparkes prefirió hacerlo a mano para que no quedara registrado.
—De este modo, si nos vemos obligados a librarnos de él, podemos hacerlo sin que quede rastro alguno.
Sparkes no recordaba cuándo se había ofrecido a ayudarlo la sargento Salmond. No se burlaba de él como Matthews y, en cierto modo, echaba de menos la intimidad y el desahogo que suponía compartir una broma, pero con una mujer eso le parecía algo inapropiado. Como si fuera más un acto de coqueteo que de camaradería. En cualquier caso, no echaba de menos los asquerosos sándwiches de salchichas untadas de kétchup que tomaba su antiguo sargento, ni tampoco verle la barriga cuando la camisa se le salía del pantalón.
Salmond era muy inteligente, pero Sparkes no la conocía bien ni sabía si podía confiar en ella. De todos modos, sin embargo, tendría que hacerlo. Necesitaba su objetiva perspicacia para no volver a perderse en la maleza.
Según Dawn, Bella se despertó a las 7.15. Un poco más tarde de lo habitual, pero la noche anterior se había acostado tarde.
—¿Por qué se acostó tarde? —preguntó Salmond.
Repasaron las declaraciones de Dawn.
—Fueron a un McDonald’s y tuvieron que esperar el autobús para volver a casa —dijo Sparkes.
—¿Por qué? ¿Acaso era una ocasión especial? —inquirió Salmond—. Su cumpleaños es en abril. ¿No estaba siempre Dawn corta de dinero? Debía quinientas libras a la tarjeta de crédito y la vecina declaró que rara vez salía.
—No se lo preguntamos —dijo Sparkes.
El dato pasó a formar parte de la lista de Salmond. «Es una chica a la que le gustan las listas —pensó Sparkes—. Perdón: una mujer».
—Y luego están los caramelos de la tienda de periódicos. Más celebraciones. Me pregunto qué estaba pasando en sus vidas.
Salmond escribió SMARTIES en un nuevo trozo de papel y lo pegó en el armario.
Se habían sentado a ambos lados del escritorio y ella en el asiento de su jefe. Entre ellos descansaba una impresión completa del archivo original que Matthews se había procurado a modo de regalo de despedida. Sparkes comenzó a tener la sensación de que estaba siendo interrogado, pero su nueva sargento estaba sacando a la luz todas las cuestiones que habían pasado por alto.
—¿Acaso había un nuevo tipo en su vida? ¿Qué hay de ese Matt que la dejó embarazada? ¿Llegamos a hablar con él? —prosiguió Salmond.
Los agujeros en la investigación comenzaban a ser cada vez más acusatoriamente grandes.
—Hagámoslo ahora —se apresuró a añadir la sargento al ver que la melancolía se cernía sobre su jefe.
En el certificado de nacimiento de Bella no figuraba el nombre de su padre. Como madre soltera, Dawn no tenía derecho a inscribirlo a no ser que estuviera presente en el momento del registro. Según su declaración a la policía, el padre de Bella se llamaba Matt White, vivía en la zona de Birmingham y trabajaba para una farmacéutica. «Podía conseguir Viagra siempre que quisiera», le había dicho a Sparkes.
La búsqueda inicial de un Matthew White en Birmingham que encajara con la descripción no dio ningún fruto, y cuando Taylor entró en escena, todos los demás sospechosos fueron dejados de lado.
—Puede que Matt fuera un seudónimo. O quizá le dio a Dawn un nombre falso. Los hombres casados suelen hacerlo: así evitan que la nueva novia se ponga en contacto con ellos sin previo aviso, sobre todo una vez que la aventura entre ellos ya ha terminado —reflexionó Salmond en voz alta.
La tranquila eficiencia con la que Salmond se las arreglaba para hacer un hueco en las obligaciones diarias para sus nuevas pesquisas sobre el caso de Bella hacía que Sparkes se sintiera al mismo tiempo relajado y un tanto incompetente. La sargento tenía una gran capacidad para entrar y salir de su despacho en pocos minutos con el documento correcto, la respuesta a una pregunta o el visto bueno para ejecutar algo, sin apenas alterar la superficie de su concentración.
Sparkes comenzó a creer que encontrarían una nueva pista. Pero esta nueva sensación de esperanza lo distraía y terminó provocando que bajara la guardia. Puede que el descubrimiento de su investigación paralela fuese inevitable.
Un día, él dejó abierta la puerta del armario mientras hacía una llamada y la inspectora Downing entró en su despacho sin llamar. Su invitación para compartir un sándwich no había llegado nunca. De repente, reparó en la investigación alternativa del caso de Bella Elliott pegada en el interior del armario. Era algo digno de la guarida de un asesino en serie.
—Esto solo es algo de la investigación original que no llegamos a retirar, Jude —dijo Sparkes al advertir cómo se endurecía la expresión de su colega. Incluso él fue consciente de que se trataba de una explicación muy floja y supo que no podría hacer nada para evitar el desastre.
En vez de una bronca, sin embargo, lo que encontró Sparkes fue compasión y, en cierto modo, eso fue todavía peor.
—Necesitas unas vacaciones, Bob —le dijo con firmeza el comisario Parker en la reunión formal que mantuvieron al día siguiente—. Y ayuda. Te recomendamos que acudas a ver a un especialista. Contamos con gente muy válida.
Sparkes intentó no reírse. Se vio obligado a aceptar una baja de dos semanas y, con el listado de nombres de psicólogos en la mano, llamó a Salmond desde el coche para contárselo.
—No te acerques al caso, Salmond. Saben que tú no te estás volviendo majara y la próxima vez no serán tan comprensivos. Tendremos que dejárselo al nuevo equipo.
—Entendido —dijo ella secamente.
Estaba claro que estaba con un superior.
—Llámame cuando puedas hablar.