CAPÍTULO 52

Jueves, 1 de julio de 2010

La periodista

El juez de instrucción era un viejo conocido de la prensa. A Hugh Holden, un pequeño y atildado jurista que solía llevar pajaritas de seda de colores vivos y que lucía un bigote canoso meticulosamente recortado, le gustaba considerarse a sí mismo un Personaje, una espina ocasional en el costado de las autoridades que no temía llegar a controvertidos veredictos.

Por lo general, a Kate le hacían gracia sus extravagantes interrogatorios y sus florituras verbales, pero ese día no estaba de humor. Temía que, probablemente, esta fuera a ser la última aparición pública de Jean Taylor, pues ya no tendría necesidad de volver a mostrar su rostro y podría desaparecer para siempre detrás de la puerta de su casa.

Mick estaba con los sus compañeros de profesión frente a la puerta del juzgado, a la espera de fotografiar la llegada de la testigo principal.

—Hola, Kate —exclamó por encima de sus cabezas—. Nos vemos luego.

Cuando entró en la sala junto a los demás periodistas y los curiosos, Kate se sentó en uno de los últimos asientos reservados para los medios de comunicación, justo delante del estrado. No dejaba de pensar en Jean con la vista puesta en la puerta por la que iba a entrar, de modo que no vio cómo Zara Salmond lo hacía por la parte trasera de la sala con algunos de los policías de Londres que subirían al estrado. Sparkes la había enviado en su lugar. «Ve tú, Salmond. Necesito tus ojos y tu análisis sobre la actuación de Jean Taylor. Ahora mismo soy incapaz de ver nada con claridad».

Acababa de llegar cuando el chirrido de las bisagras de la puerta anunció la irrupción de la viuda. Jean Taylor tenía una apariencia discreta y circunspecta e iba ataviada con el mismo vestido que había llevado en el funeral de Glen.

Cruzó a paso lento la sala con su abogado rumbo a su asiento en la primera fila. «Menuda comadreja, este Tom Payne», pensó Kate mientras saludaba al abogado con un movimiento de cabeza y le decía en voz baja «Buenos días, Tom». Él alzó la mano para saludarla y Jean se volvió para ver a quién se dirigía. Las miradas de las dos mujeres se encontraron y, por un momento, Kate pensó que Jean también la saludaría, así que le sonrió levemente, pero la viuda apartó la mirada con indiferencia.

Los demás testigos se tomaron su tiempo antes de ocupar sus asientos y permanecieron un rato en los pasillos, abrazándose y negando con la cabeza. Cuando el juez de instrucción entró al fin en la sala, sin embargo, ya se encontraban en su sitio y todo el mundo se puso en pie.

El asistente del juez de instrucción declaró a la sala que el padre del fallecido había confirmado que el cadáver se trataba de Glen George Taylor y luego el patólogo describió la autopsia que le había realizado. Kate mantuvo la mirada puesta en Jean y registró cada una de sus reacciones a los detalles de la disección de su marido. «Parece que Glen tuvo un buen último desayuno», pensó la periodista mientras el patólogo enumeraba con desgana el contenido de su estómago. No había señales de que el fallecido sufriera ninguna enfermedad. Las contusiones y laceraciones en brazos y piernas eran consistentes con la caída y la colisión con el vehículo. La herida mortal la sufrió en la cabeza: una fractura de cráneo causada por el impacto con el autobús y la superficie de la calle y que resultaría en una lesión cerebral traumática. La muerte fue prácticamente instantánea.

Jean abrió el bolso que descansaba sobre su regazo y, con grandes aspavientos, cogió un pequeño paquete de pañuelos de papel y sacó uno para secarse un ojo. «No está llorando —pensó Kate—. Está fingiendo».

A continuación fue el turno del conductor del autobús. Sus lágrimas sí eran auténticas. Contó que apenas tuvo tiempo de ver el destello de un hombre cayendo delante del parabrisas de su vehículo.

—No llegué a verlo bien, de modo que no pude hacer nada. Todo sucedió muy rápidamente. Frené de golpe, pero fue demasiado tarde.

Un alguacil lo ayudó a descender del estrado. Luego llamaron a Jean.

Su actuación fue pulcra; demasiado pulcra. A Kate, cada una de las palabras de la viuda le sonó como si las hubiera ensayado delante del espejo. Jean Taylor comenzó describiendo el episodio paso a paso: ella y su marido recorrieron los pasillos, salieron a la calle por las puertas automáticas, discutieron por los cereales y Glen Taylor tropezó y cayó delante del autobús. Lo contó todo en un tono de voz bajo y serio.

Kate fue tomando nota al tiempo que iba levantando la mirada para captar las expresiones y las emociones.

—Señora Taylor, ¿puede decirnos por qué tropezó su marido? La policía examinó el pavimento y no encontró nada que le hubiera podido hacer perder el equilibrio —preguntó el juez de instrucción amablemente.

—No lo sé, señor. Se cayó delante del autobús ahí mismo, ante mí. Ni siquiera tuve tiempo de gritar. Ya había muerto —contestó ella.

«Esto lo ha dicho como de memoria —pensó Kate—. Está utilizando las mismas frases que en anteriores ocasiones».

—¿Le sostenía su marido la mano o el brazo? Sé que yo lo hago cuando salgo con mi pareja —insistió el juez de instrucción.

—No. Bueno, quizá. No lo recuerdo —dijo ella, menos segura de sí misma.

—¿Estaba su marido distraído ese día? ¿Se comportaba con normalidad?

—¿Distraído? ¿Qué quiere decir?

—Si parecía estar concentrado en lo que hacía, señora Taylor.

—Tenía muchas cosas en la cabeza —explicó Jean Taylor y lanzó una mirada hacia los bancos de la prensa. Luego prosiguió—: Pero estoy segura de que esto ya lo sabe.

—Ciertamente —dijo el juez, satisfecho consigo mismo por haber obtenido una nueva información—. Así pues, ¿cuál era su estado de ánimo esa mañana?

—¿Su estado de ánimo?

«Esto no va tal y como Jean había planeado», pensó Kate. Repetir las preguntas era una señal clara de estrés. Algo que se hacía para ganar tiempo. La periodista se inclinó hacia delante para asegurarse de que no se perdía ninguna palabra.

—Sí, su estado de ánimo, señora Taylor.

Jean Taylor cerró los ojos y pareció tambalearse en el estrado. Tom Payne y el asistente del juez se abalanzaron rápidamente sobre ella para evitar que se cayera al suelo y sentarla en la silla mientras un murmullo de preocupación recorría la sala.

—Supongo que es un buen titular —dijo en voz baja el periodista que había detrás de Kate a su colega—: «La viuda del sospechoso de Bella se desmaya». Mejor que nada.

—Esto todavía no ha terminado —susurró ella por encima del hombro.

Jean cogió el vaso de agua que le ofrecían y se quedó mirando al juez.

—¿Se encuentra mejor, señora Taylor? —le preguntó este.

—Sí, gracias. Lo lamento. No he comido nada esta mañana y…

—No pasa nada. No hace falta que nos dé explicaciones. ¿Podemos regresar ya a mi pregunta?

Jean respiró hondo.

—Hacía tiempo que Glen no dormía demasiado bien y sufría jaquecas.

—¿Y recibía algún tratamiento para el insomnio y las jaquecas?

Ella negó con la cabeza.

—Decía que no se encontraba bien, pero que no quería ir al médico. Creo que no quería hablar de ello.

—Entiendo. ¿Por qué no, señora Taylor?

Ella bajó un momento la mirada al regazo y luego volvió a levantarla.

—Porque decía que no dejaba de soñar con Bella Elliott.

Hugh Holden le sostuvo la mirada un instante y la sala se quedó en silencio. Él le indicó que prosiguiera con un movimiento de cabeza.

—Glen me dijo que en cuanto cerraba los ojos se le aparecía su imagen y eso estaba poniéndolo enfermo. Por eso no me dejaba sola un segundo. Me seguía por toda la casa. Yo no sabía qué hacer. No se encontraba bien.

El juez lo anotó todo con mucho cuidado al tiempo que a su izquierda los periodistas tomaban nota furiosamente.

—Teniendo en cuenta el estado mental de su marido, señora Taylor, ¿existe la posibilidad de que se arrojara delante del autobús a propósito? —preguntó el juez.

Tom Payne se puso de pie para protestar por la pregunta, pero Jean le hizo una seña con la mano para que se volviera a sentar.

—No lo sé, señor. Nunca me dijo nada sobre quitarse la vida. Pero no se encontraba bien.

El juez le dio las gracias por su testimonio, luego le ofreció sus condolencias y dictó el veredicto de muerte accidental.

—Esta noche apareceré en todas las noticias —le dijo alegremente al alguacil mientras los periodistas salían a toda velocidad de la sala.