CAPÍTULO 14
Jueves, 10 de junio de 2010
La viuda
Me dejan descansar un rato y luego cenamos junto a las grandes ventanas de la habitación de Kate, que dan a los jardines. El camarero trae un carrito con un mantel blanco y un jarrón con flores en medio. Los platos están tapados con esas elegantes cubiertas metálicas. Kate y Mick han pedido entrantes, platos principales y pudin, y van apilándolo todo en una estantería que hay debajo de la mesa.
—Tiremos la casa por la ventana —dice Kate.
—Sí —responde Mick—. Nos lo merecemos.
Kate le dice que cierre el pico, pero advierto que están realmente satisfechos con ellos mismos. Han ganado el gran premio: una entrevista con la viuda.
Yo he pedido pollo, pero me limito a juguetear con él. No tengo mucha hambre ni estoy de humor para sus celebraciones. Cuando se acaba el vino, piden una segunda botella, pero yo me aseguro de no beber más de un vaso. Debo permanecer bajo control.
Cuando me siento cansada, finjo que lloro y digo que necesito estar a solas. Kate y Mick intercambian una mirada. Obviamente, esto no va como esperaban. Aun así, yo me pongo en pie y digo:
—Buenas noches. Nos vemos por la mañana.
Ellos se levantan de golpe empujando ruidosamente sus sillas hacia atrás. Kate me acompaña a la puerta y se asegura de que llego a mi habitación sana y salva.
—No contestes al teléfono —me dice—. Si necesito hablar contigo, llamaré a la puerta.
Yo asiento.
En mi habitación hace un calor agobiante, de modo que me tumbo en la enorme cama con las ventanas abiertas para dejar escapar el calor de los radiadores. Los acontecimientos del día se arremolinan en mi cabeza y me noto mareada y fuera de control, como si estuviera un poco borracha.
Me siento para que la habitación deje de dar vueltas, y me veo reflejada en la ventana.
Parezco otra persona. Otra mujer que se ha dejado convencer por desconocidos. Unos desconocidos que, hasta hoy, con toda probabilidad habían estado llamando a mi puerta y escribiendo mentiras sobre mí. Me paso las manos por la cara y la mujer de la ventana también lo hace. Porque soy yo.
Me miro fijamente.
No puedo creerme que esté aquí.
No puedo creerme que haya accedido a venir. Después de todo lo que la prensa nos ha hecho. Después de todas las advertencias que me hizo Glen.
Quiero decirle que en realidad no recuerdo haber accedido a venir, pero él diría que debo de haberlo hecho o no me habría metido en la furgoneta con ellos.
Bueno, él ya no está aquí para decir nada. Ahora estoy sola.
Entonces oigo a Kate y a Mick hablando en el balcón de la habitación contigua.
—Pobrecilla —dice Kate—. Debe de estar agotada. La haremos por la mañana.
Con «la» supongo que se refieren a la entrevista.
Vuelvo a sentirme mareada y me sobrevienen náuseas, pues sé qué es lo que me espera. Mañana no habrá más masajes ni regalos. Tampoco más charlas sobre el color de los muebles de la cocina. Mañana Kate querrá hablar sobre Glen. Y Bella.
Voy al cuarto de baño y vomito el poco pollo que acabo de comer. Luego me siento en el suelo y pienso en el primer interrogatorio que me hizo la policía. Tuvo lugar mientras Glen todavía estaba en custodia. Vinieron el día de Pascua. Glen y yo habíamos planeado ir a pasear a Greenwich Park al día siguiente para ver la búsqueda del huevo de Pascua. Íbamos todos los años: esa festividad y la Noche de la Hoguera eran mis favoritas del año. Es curioso las cosas que una recuerda. Me encantaba esa celebración. Todas esas caritas emocionadas buscando huevos o mirando debajo de sus sombreros de lana, escribiendo sus nombres con bengalas. Yo me quedaba de pie a su lado, haciendo ver por un momento que eran míos.
Ese domingo de Pascua, en cambio, permanecí sentada en el sofá de mi casa mientras dos agentes de policía registraban mis cosas y Bob Sparkes me interrogaba. Quería saber si Glen y yo teníamos una vida sexual normal. Lo expresó de otro modo, pero eso es a lo que se refería.
No supe qué decir. Me pareció horrible que un desconocido me preguntara algo así. Se quedó mirándome con los pensamientos puestos en mi vida sexual y yo no podía hacer nada para evitarlo.
—Por supuesto —dije. No sabía a qué se refería o por qué estaba preguntándome eso.
Ellos no contestaron mis preguntas, se limitaron a hacer las suyas. Todas sobre el día que desapareció Bella. ¿Por qué estaba yo en casa a las cuatro en vez de trabajando? ¿A qué hora entró Glen por la puerta? ¿Cómo sabía yo que eran las cuatro? ¿Qué más pasó ese día? No dejaron de comprobarlo todo y volver sobre las mismas cosas una y otra vez. Querían que cometiera un error, pero no lo hice. Me ceñí a mi historia. No quería causarle problemas a Glen.
Y sabía que mi Glen nunca haría algo así.
—¿Usa usted alguna vez el ordenador que nos llevamos del despacho de su marido, señora Taylor? —me preguntó de repente el inspector Sparkes.
Se lo habían llevado el día anterior, después de registrar el primer piso.
—No —dije, pero al hacerlo se me escapó un gallo. Mi garganta delató el miedo que sentía.
El día anterior me habían hecho subir al primer piso y uno de ellos se había sentado delante del ordenador y había intentado arrancarlo. La pantalla se encendió, pero no pasó nada más, de modo que me preguntaron la contraseña. Yo les comenté que ni siquiera sabía que había una. Probamos mi nombre, nuestras fechas de cumpleaños y «Arsenal», el equipo de Glen, pero al final lo desenchufaron y se lo llevaron.
Vi cómo se alejaban desde la ventana. Sabía que en el ordenador habría algo, aunque no estaba segura de qué exactamente. Intenté no pensar en ello. Desde luego, no podía ni imaginar lo que encontrarían. Cuando el inspector Sparkes volvió al día siguiente para hacerme más preguntas, me dijo que en el ordenador había fotografías. Fotografías terribles de niños. Yo le contesté que no podían ser de Glen.
Creo que debió de ser la policía quien filtró el nombre de Glen a los medios de comunicación porque a la mañana siguiente de que él regresara a casa, los periodistas comenzaron a llamar a nuestra puerta.
Glen había llegado a casa con aspecto cansado y sucio la noche anterior, de modo que le preparé tostadas y acerqué mi silla a la suya para rodearlo con los brazos.
—Ha sido terrible, Jeanie. No querían escucharme. Insistían con lo mismo una y otra vez.
Yo empecé a llorar. No pude evitarlo. Glen parecía verdaderamente consternado por la experiencia.
—Va, cariño, no llores. Todo saldrá bien —dijo, y me secó las lágrimas con el pulgar—. Ambos sabemos que yo jamás le haría daño a un niño.
Sabía que eso era cierto, pero me sentí tan aliviada de oírselo decir en voz alta que volví a abrazarlo y me manché la manga con mantequilla.
—Sé que tú jamás harías algo así. Y no te preocupes, no le he dicho a la policía que aquel día regresaste más tarde, Glen. He declarado que llegaste a casa a las cuatro —le aclaré, y él apartó la mirada.
Él me había pedido que mintiera. Estábamos sentados tomando té después de que apareciera la noticia de que la policía estaba buscando al conductor de una furgoneta azul. Yo le comenté que quizá debería llamar para decir que él había utilizado una en Hampshire el día que Bella desapareció. Así podrían descartarlo.
Glen se me quedó mirando fijamente durante un largo rato.
—Eso solo nos traería problemas, Jeanie.
—¿Qué quieres decir?
—Verás, ese día hice un pequeño trabajillo privado para sacarme algo de dinero extra, una entrega para un amigo, y como el jefe se entere me despedirá.
—¿Y si el jefe declara que tú estabas en esa zona con una furgoneta azul?
—No lo hará —dijo Glen—. No le gusta demasiado la policía. Pero si lo hace, diremos que llegué a casa sobre las cuatro. Así no me pasará nada. ¿De acuerdo, querida?
Yo asentí. En cualquier caso, aquel día Glen me había llamado sobre las cuatro para decirme que estaba de camino. Me explicó que su móvil estaba averiado y que por eso me llamaba desde el teléfono de una gasolinera.
Era prácticamente lo mismo, ¿no?
—Gracias, querida —me dijo—. En realidad, no es una mentira, estaba de camino, pero no necesitamos que el jefe se entere de que estaba haciendo ese trabajillo extra. No queremos problemas ni que pierda mi empleo, ¿verdad?
—No, claro que no.
Puse más pan en la tostadora y olí su reconfortante olor.
—¿Adónde fuiste a hacer esa otra entrega? —pregunté. Mera curiosidad.
—Cerca de Brighton —me contestó, y nos quedamos un rato sentados en silencio.
A la mañana siguiente, llamó a la puerta el primer periodista, un joven del periódico local. Parecía un buen chico. No dejó de disculparse.
—Lamento mucho tener que molestarla, señora Taylor, pero ¿podría hablar con su marido?
Glen salió del salón justo cuando yo estaba preguntándole al muchacho quién era. En cuanto dijo que se trataba de un periodista, Glen dio media vuelta y desapareció en la cocina. Yo me quedé ahí inmóvil, sin saber muy bien qué hacer. Temía decir algo que pudiera ser malinterpretado. Al final, Glen exclamó desde la cocina:
—No hay nada que decir. ¡Adiós! —Y le cerré la puerta al periodista.
Después de eso, aprendimos cómo debíamos tratar a la prensa. Al siguiente periodista ya no le abrimos. Nos quedamos sentados en la cocina hasta que oímos sus pasos alejándose. Creímos que la cosa terminaría ahí, pero, por supuesto, no lo hizo. Los medios de comunicación fueron a ver a los vecinos de al lado, a los de enfrente, a la tienda de periódicos y al pub. Llamaron a todas las puertas en busca de información.
No creo que al principio nuestra vecina Lisa les contara nada a los periodistas. En cuanto al resto de vecinos, no sabían mucho sobre nosotros, pero eso no les impidió hablar con ellos. Les encantaba atender a los medios de comunicación y, apenas dos días después de que la policía hubiera soltado a Glen, aparecimos en los periódicos.
«¿HA HECHO LA POLICÍA AL FIN UN DESCUBRIMIENTO EN EL CASO DE BELLA?», decía un titular. En otro habían publicado una fotografía borrosa de Glen de cuando jugaba en el equipo de fútbol del pub y habían escrito un montón de mentiras sobre él.
Nos sentamos y ambos miramos juntos las portadas. Glen parecía en estado de shock y yo lo cogí de la mano para tranquilizarlo.
Muchas de las cosas que aparecían en los periódicos eran incorrectas. Su edad, su trabajo o incluso cómo estaba escrito su nombre.
Glen me sonrió débilmente.
—Eso es algo bueno, Jeanie —me dijo—. Puede que así la gente no me reconozca. —Pero, por supuesto, lo hizo.
Su madre llamó.
—¿A qué viene todo esto, Jean? —me preguntó.
Glen no quiso ponerse al teléfono. Fue a darse un baño. La pobre Mary estaba llorando.
—No es más que un malentendido, Mary —le dije—. Glen no tiene nada que ver con esto. Alguien vio una furgoneta azul como la suya el día que Bella desapareció. Eso es todo. Una mera coincidencia. La policía solo está haciendo su trabajo, comprobando todas las pistas.
—Entonces ¿por qué ha aparecido en los periódicos? —preguntó.
—No lo sé, Mary. Los periodistas se vuelven locos con cualquier cosa que tenga que ver con Bella. Cuando alguien dice que cree haberla visto, envían un destacamento para comprobarlo. Ya sabes cómo son.
Pero no lo sabía y, en realidad, yo tampoco. Al menos, por aquel entonces todavía no.
—Por favor, no te preocupes, Mary. Nosotros conocemos la verdad. En una semana habrá pasado todo. Cuídate y saluda a George de mi parte.
Al colgar, me quedé inmóvil en el pasillo. Me sentía como aturdida. Todavía estaba ahí cuando Glen bajó del cuarto de baño del primer piso. Tenía el pelo mojado y pude sentir su piel húmeda cuando me besó.
—¿Cómo estaba mi madre? —preguntó—. Supongo que conmocionada. ¿Qué le has dicho?
Le repetí la conversación que habíamos tenido mientras le preparaba el desayuno. Apenas había comido en los dos días que habían pasado desde que llegó de la comisaría. Se había sentido demasiado cansado para comer nada que no fuera tostadas.
—¿Huevos y beicon? —pregunté.
—Genial —contestó. Cuando se sentó, intenté conversar sobre cosas normales, pero sonaba todo muy falso.
Al final, Glen me hizo callar dándome un beso y dijo:
—Nos esperan unos días muy malos, Jeanie. La gente va a decir cosas terribles sobre nosotros, y es probable que también nos las digan a nosotros. Tenemos que estar preparados. Todo esto es una terrible equivocación, pero no debemos dejar que arruine nuestras vidas. Hemos de ser fuertes hasta que la verdad salga a la luz. ¿Crees que podrás hacer eso?
Yo le devolví el beso.
—Claro que sí. Podemos ser fuertes el uno para el otro. Te quiero, Glen.
Él me sonrió abiertamente y me abrazó con fuerza para que no lo viera emocionarse.
—Bueno, ¿hay más beicon?
Tenía razón en lo de que arruinaría nuestras vidas. Yo me vi obligada a dejar el trabajo. Intenté decirles a mis clientas que se trataba de una terrible equivocación, pero la gente se callaba de golpe cuando yo me acercaba. Las clientas habituales dejaron de pedir hora y comenzaron a ir a otra peluquería que había colina abajo. Un sábado por la noche, Lesley me llevó a un lado y me dijo que Glen le caía bien y que estaba segura de que lo que decían de él en los periódicos no era cierto, pero que tenía que marcharme «por el bien de la peluquería».
Me eché a llorar porque en ese momento supe que esa situación no terminaría nunca y que nada volvería a ser igual. Enrollé mis tijeras y cepillos en la bata, lo metí todo en una bolsa y me marché.
Intenté no echarle la culpa a Glen. Sabía que él no era el culpable. Tal y como él decía, ambos éramos víctimas de la situación, y hacía lo posible por mantenerme animada.
—No te preocupes, Jean. Todo irá bien. Cuando todo esto pase, encontrarás otro trabajo. De todos modos, probablemente había llegado el momento de hacer un cambio.