CAPÍTULO 21

Lunes, 11 de junio de 2007

El inspector

Sparkes estaba analizando la situación. Habían pasado dos meses desde que había llamado a la puerta de Glen Taylor y no habían hecho ningún progreso. No era que no lo hubiesen intentado. Sus colegas habían examinado cada detalle de su vida —así como de las de Mike Doonan y Lee Chambers—, pero por el momento no habían conseguido nada.

Doonan parecía haber llevado una existencia bastante gris a la que ni siquiera sus divorcios habían proporcionado algo de color. El único punto de interés fue que dos de sus exesposas se habían hecho amigas íntimas y ambas metían baza al discutir acerca de los defectos de Mike.

—Se podría decir que es algo egoísta —dijo Marie Doonan.

—Sí, egoísta —reiteró Sarah Doonan—. Estamos mejor sin él.

Incluso a sus hijos les dio igual el interés de la policía en su padre.

—Nunca lo veo —afirmó el mayor—. Se marchó antes de que me diera cuenta de que estaba ahí.

Matthews indagó un poco más y perseveró en sus pesquisas. Su tensión arterial sufrió un sobresalto cuando se enteró de que Doonan no había acudido a la cita con su médico el día en el que Bella desapareció, pero el conductor declaró que le dolía tanto la espalda que no había podido dejar su apartamento. El médico de cabecera así lo confirmó.

—A veces apenas puede ponerse en pie —dijo—. Pobre hombre.

Todavía no podían descartarlo, pero Sparkes estaba impacientándose con Matthews y le exigió que centrara la atención en Taylor.

—Doonan es un tullido, apenas puede caminar; ¿cómo diantre iba a secuestrar a una niña? —preguntó Sparkes—. No tenemos nada que lo relacione con el caso aparte del hecho de que conducía una furgoneta azul, ¿verdad?

Matthews negó con la cabeza.

—No, jefe, pero está lo de la Operación Oro.

—¿Dónde están las pruebas de que miró esas imágenes? No hay ninguna. Taylor tenía pornografía infantil en su ordenador. Deberíamos concentrarnos en él. Necesito que te centres en él, Matthews.

El sargento no estaba del todo convencido de que fuera el momento de descartar a Doonan, pero sabía que su jefe había tomado una decisión.

El verdadero problema para Sparkes era que no podía quitarse de encima la sensación de que ya habían encontrado a su hombre y temía que, salvo que lo detuvieran, tarde o temprano iría en busca de otra Bella.

Había comenzado a fijarse en todos los niños de la edad de Bella —en la calle, en las tiendas, en los coches o en las cafeterías— y luego miraba a su alrededor en busca de depredadores. Esta situación estaba empezando a afectar a su apetito, pero no a su concentración. Sabía que todo eso estaba repercutiendo en su vida, aunque no había nada que pudiera hacer.

—Estás obsesionado con este caso, Bob —le había dicho Eileen poco antes—. ¿Es que no podemos ir a tomar algo sin que te quedes ensimismado en tus pensamientos? Necesitas relajarte.

«¡¿Acaso quieres que secuestren a otro niño mientras estoy tomándome una copa de vino?!», le entraron ganas de gritarle, pero no lo hizo. No era culpa de Eileen. Ella no lo entendía. Él era consciente de que no podía proteger a todas las niñas de la ciudad, pero eso no le impedía intentarlo.

En su carrera había habido muchos otros casos relacionados con niños —la pequeña Laura Simpson; la bebé W, asesinada por su padrastro; el hijo de los Voules, que se había ahogado en la colchoneta hinchable de un parque rodeado por otros niños; y también víctimas de accidentes de tráfico y niños desaparecidos—, pero no los había conocido como conocía a Bella.

Recordó la sensación de desamparo que lo asaltó cuando sostuvo por primera vez a su hijo James, la idea de que era el único responsable del bienestar y la seguridad de su hijo en un mundo lleno de peligros y malas personas. Así era como se sentía respecto a Bella.

Había comenzado a soñar con ella. Eso nunca era una buena señal.

Se preguntaba si la furgoneta azul no estaría distrayéndolos de otras líneas de investigación. Pero, en ese caso, ¿por qué el conductor de la furgoneta azul no había dado señales de vida? Todo el mundo quería ayudar a encontrar a esa niña. Si solo se hubiera tratado de un tipo visitando a alguien en una casa cercana, les habría llamado, ¿no?

A no ser que fuera Glen Taylor, concluyó.

La búsqueda había sido exhaustiva y el equipo había analizado cuidadosamente hasta el menor detalle. Una camiseta tirada en un seto, un zapato solitario, una niña rubia vista en un centro comercial intentando huir de un adulto. Los inspectores permanecían en un estado de alerta continua mientras las horas, luego los días y finalmente las semanas iban pasando sin que hubieran obtenido ningún resultado. Estaban todos agotados, pero nadie podía dejarlo estar.

Cada mañana, la reunión de actualización resultaba más breve y sombría. La camiseta era de un niño de ocho años, el zapato no pertenecía a Bella y lo de la niña que gritaba en el centro comercial tan solo se trataba de un berrinche. Las pistas se evaporaban tan pronto como las examinaban.

Sparkes escondía su desesperación. Si agachaba la cabeza, su equipo se rendiría. Cada mañana se arengaba a sí mismo en su despacho o, a veces, de pie delante del espejo del cuarto de baño para asegurarse de que nadie pudiera distinguir un atisbo de derrota en sus cada vez más cansados ojos. Luego entraba en la sala de reuniones con paso firme y los ánimos revitalizados y animaba a sus hombres y mujeres.

—Volvamos al principio —dijo esa mañana. Y lo hicieron, repasando con él fotos, mapas, nombres y listas—. ¿Qué hemos pasado por alto? —los desafió. Caras cansadas—. ¿Quién puede secuestrar a un niño? ¿Qué sabemos de otros casos?

—Un pedófilo.

—Una red de pedófilos.

—Un secuestrador por dinero.

—O venganza.

—Una mujer que ha perdido a un niño.

—O que no puede tener un bebé.

—Un perturbado que necesite a un niño para hacer realidad una fantasía determinada.

Sparkes asintió.

—Dividámonos en equipos de dos hombres, perdón, dos personas, y revisemos otra vez los testigos y los sospechosos para ver si alguien encaja en alguna de esas categorías.

Los agentes se pusieron a trabajar y Sparkes dejó a Ian Matthews supervisándolos.

Se preguntaba cuánto tardaría en aparecer el nombre de Jean Taylor y quería tiempo para analizar bien esa posibilidad. Jean era algo rara. Recordaba bien la primera vez que la había visto: la expresión de shock en su rostro, la dificultad de los interrogatorios, la firmeza de sus respuestas. Estaba seguro de que estaba cubriendo a Glen y lo había achacado a una lealtad ciega, pero también podía ser que estuviera implicada de algún modo.

Las mujeres que asesinaban a niños eran poco habituales y, según las estadísticas, las que lo hacían mataban a sus propios hijos casi exclusivamente. De cuando en cuando, sin embargo, secuestraban a algún bebé.

Sabía que la infertilidad podía ser una poderosa fuerza motivadora. El anhelo consumía a algunas mujeres que terminaban enloqueciendo de dolor. Las vecinas y las colegas de Jean en la peluquería habían declarado que esta se quedó hecha trizas al saber que no podría tener hijos. Solía llorar en la trastienda cuando alguna clienta comentaba que estaba embarazada. Aun así, nadie había situado a Jean en Southampton el día que Bella fue secuestrada.

Mientras pensaba, Sparkes garabateaba arañas en el cuaderno que tenía delante.

Si a Jean le gustaban tanto los niños, ¿por qué seguía con un hombre que veía pornografía infantil en el ordenador? ¿Por qué era leal a un hombre así? Estaba seguro de que Eileen se marcharía de casa al instante. Y él no la culparía. ¿A qué se debía el influjo de Glen sobre ella?

—Puede que hayamos estado analizándolo todo desde el ángulo equivocado —se dijo a sí mismo mirándose al espejo mientras se lavaba las manos en el cuarto de baño—. Puede que sea ella quien tiene influjo sobre Glen. Puede que fuera Jean quien lo empujó a hacerlo.

En efecto, cuando regresó al centro de coordinación, el nombre de Jean estaba escrito en la pizarra. Los agentes encargados de comprobar el grupo de «mujeres que no pueden tener hijos» estaban discutiendo anteriores casos.

—La cuestión —dijo un agente— es que, normalmente, la mujer que secuestra a un niño lo hace sola y suele ir a por recién nacidos. Algunas se ponen ropa premamá y relleno y hacen creer a sus parejas o a su familia que están embarazadas. Luego secuestran a un bebé en una maternidad o de un cochecito desatendido por un instante en una tienda para hacer realidad esa fantasía. Llevarse a un niño pequeño, en cambio, es muy arriesgado. Puede resistirse si se asusta y, si se pone a llorar, llamará la atención.

Dan Fry, uno de los nuevos agentes del cuerpo, levantó la mano y Matthews le dio la palabra con un movimiento de cabeza. Era joven, apenas recién salido del bar del Consejo Estudiantil, y se puso de pie para hablarle al grupo sin saber que lo habitual era permanecer sentado y dirigirse al escritorio.

Fry se aclaró la garganta.

—También existe la posibilidad de secuestrar a un niño mayor y mantenerlo oculto. Es mucho más difícil explicarles a los amigos y a la familia la repentina aparición de un niño de dos años. Si alguien hubiera secuestrado a un niño de esa edad para criarlo como propio, tendría que desaparecer, y los Taylor no lo han hecho.

—Cierto, esto… Fry, ¿no? —dijo Sparkes al tiempo que le indicaba que se sentara.

Los demás equipos habían descartado el secuestro por dinero o venganza. Dawn Elliott no tenía dinero y habían rastreado su pasado en busca de antiguos novios que pudieran ser sospechosos, y de pruebas de drogas o prostitución, por si acaso había alguna conexión con el crimen organizado. Nada. No era más que una chica de pueblo que trabajaba en una oficina hasta que se enamoró de un hombre casado y se quedó embarazada.

Todavía no habían encontrado al padre de Bella. El nombre que este le había dado a Dawn resultó ser falso y el número de teléfono móvil que tenían era de prepago y ya no daba señal.

—Es un oportunista, jefe —dijo Matthews—. Asoma la cabeza el tiempo necesario para tener una aventura extramarital y luego desaparece. Una vida con mil repertorios y una mujer en cada puerto.

«Pedófilos», fue lo único que quedó en la pizarra.

La energía se había disipado de la sala.

—De vuelta a Glen Taylor —dijo Sparkes.

—Y Mike Doonan —masculló Matthews—. ¿Qué hay de la Operación Oro?

Pero su superior no pareció oírle. Estaba escuchando sus propios miedos.

Sparkes estaba seguro de que Glen Taylor ya estaba pensando en su siguiente víctima. Alimentando sus pensamientos con pornografía de internet. Mirar esas imágenes se había vuelto una adicción de la que, según los psicólogos, era tan difícil desengancharse como de una droga.

Sparkes conocía las razones por las que algunos tipos se volvían adictos a la pornografía en internet —depresión, ansiedad, problemas financieros, problemas laborales— y algunas de las teorías de la «recompensa química» —el entusiasmo provocado por la adrenalina, la dopamina y la serotonina—. Un informe que había leído decía que, para algunos hombres, el visionado de pornografía era como «la excitación del primer encuentro sexual», lo cual los llevaba a buscar una repetición de la misma sensación con imágenes cada vez más extremas. «Algo parecido a como los adictos a la cocaína describen su experiencia», añadía el informe.

Navegar por internet era un mundo fantasioso seguro y lleno de excitación, una forma de crear un espacio privado en el cual llevar a cabo sus actos delictivos.

—Curiosamente —le contó Sparkes a Matthews más adelante en la cantina—, no todos los adictos a la pornografía tienen erecciones.

Ian Matthews enarcó una ceja al tiempo que dejaba su sándwich de salchicha en la mesa de formica.

—¿Le importa, jefe? Estoy comiendo. ¿Se puede saber qué está leyendo? Parece una absoluta gilipollez.

—Gracias, profesor —contestó—. Estoy intentando meterme en el turbio mundo de Glen Taylor. Puede que no consigamos introducirnos en él mediante interrogatorios, pero Taylor no podrá romper su hábito y yo estaré esperándolo. Lo encontraremos y lo detendremos.

El sargento se echó hacia atrás y siguió masticando su almuerzo.

—Adelante, dígame cómo.

—Ayer vino a verme Fry, uno de esos chicos listos que nos han enviado para que los formemos. Dice que hay una cosa que no hemos tenido en cuenta. Los chats. Ahí es donde los adictos al porno y los depredadores sexuales buscan amigos y pierden sus inhibiciones.

El agente Fry se había presentado en el despacho de su superior, se había sentado en una silla sin haber sido invitado y había abordado la conversación como una tutoría universitaria.

—Tal y como yo lo veo, el problema es que necesitamos que Glen Taylor se delate.

«No jodas, Sherlock», pensó Sparkes.

—Prosiga, Fry.

—Bueno, quizá lo que necesitamos es entrar en su mundo y atraparlo cuando más vulnerable se muestra.

—Lo siento, Fry, ¿podemos ir al grano? ¿A qué se refiere con lo de «su mundo»?

—Estoy seguro de que Glen Taylor suele visitar chats, probablemente en busca de nuevas perspectivas, y si nos hacemos pasar por usuarios habituales, podría revelar alguna prueba clave. Podríamos utilizar un AEI.

Sparkes enarcó una ceja.

—¿Cómo dice?

—Un Agente Encubierto Informático, señor. Para observar cómo opera Taylor. Lo estudié en la universidad y creo que merece la pena probarlo —dijo Fry, tras lo cual descruzó sus largas piernas y se inclinó sobre el escritorio de Sparkes.

Este se había inclinado hacia atrás en un acto reflejo, física y mentalmente. Lo que le fastidiaba no era que Fry fuera más listo que él, sino la seguridad que demostraba en sí mismo y que tuviera razón. «Para eso sirve la universidad», pensó.

«Maldita educación universitaria —podía oír a su padre—. Una pérdida de tiempo. Es para gente con dinero y nada que hacer».

«No es para ti», fue el mensaje que recibió el chaval de diecisiete años con un formulario de inscripción en la mano.

No hubo más discusiones sobre el tema. Su padre trabajaba en el ayuntamiento y prefería desenvolverse en su mundo pequeño y conocido. «Seguridad» era su consigna y alentó a su hijo para que tuviera su misma mentalidad de clase media-baja.

«Gradúate en el instituto y consigue un buen trabajo de funcionario, Robert. Un trabajo de por vida».

Bob mantuvo su solicitud de ingreso a la policía en secreto tanto de su padre como de su madre —curiosamente, siempre había pensado en ellos como si fueran una sola persona: papaymamá— y se lo presentó como un fait accompli cuando fue aceptado. No utilizó la expresión fait accompli. Su papaymamá no aprobaba los extranjerismos.

A Sparkes las cosas le fueron bien en la policía, pero su ascenso no había sido meteórico. No era así como se hacían las cosas en su época; más bien al contrario, habían sido palabras como entregado, perspicaz y metódico las que habían apuntalado sus valoraciones y recomendaciones.

«A la nueva generación de graduados con ansias de comerse el mundo se le pondrían los pelos de punta si fueran descritos del mismo modo», pensó Sparkes.

—Hábleme de esos chats —dijo este, y Fry, que apenas parecía afeitarse y menos todavía haber buscado sexo en internet, le explicó que había escrito una disertación sobre el tema.

—Mi profesora de psicología está investigando sobre los efectos de la pornografía en la personalidad. Estoy seguro de que puede ayudarnos —añadió.

A finales de esa semana, Sparkes, Matthews y Fry se dirigieron a la alma mater del joven, situada cerca de Birmingham. La doctora Fleur Jones recibió a los hombres en la puerta del ascensor. Parecía tan joven que Sparkes pensó que debía de tratarse de una estudiante.

—Hemos venido aquí a hablar con la doctora Jones —le dijo Matthews a la joven, provocando la risa de Fleur.

Ella no solo estaba acostumbrada, sino que disfrutaba en secreto la confusión que provocaban el pelo teñido de rojo, el pendiente que llevaba en la nariz y el escaso largo de su falda.

—Soy yo. Ustedes deben de ser los inspectores Sparkes y Matthews. Encantada de conocerlos. Hola, Dan.

Los tres hombres se apretujaron en la funcional cabina que hacía las veces de espacio de trabajo de Fleur Jones. Por defecto profesional, Sparkes y Matthews no pudieron evitar echarles un vistazo a las paredes. El tablón de anuncios estaba cubierto de lo que parecían dibujos infantiles. Al fijarse más, sin embargo, se dieron cuenta de que estaban mirando imágenes pornográficas.

—Por el amor de Dios —dijo Bob Sparkes—. ¿Quién diantre ha dibujado eso? No son los típicos dibujos de párvulos.

La doctora Jones sonrió pacientemente y a Fry se le escapó una sonrisa de suficiencia.

—Forman parte de mi investigación —aclaró ella—. Hacer que usuarios habituales de pornografía dibujen lo que presencian en internet puede revelar rasgos de su personalidad y los obliga a ver las cosas de un modo distinto, tal vez incluso permitiéndoles descubrir al ser humano que hay detrás de los objetos sexuales que buscan.

—Ajá —dijo Sparkes, preguntándose qué delincuentes sexuales de la zona podrían haber realizado semejantes dibujos—. Bueno, doctora Jones, no queremos hacerle perder su valioso tiempo, así que, si no le importa, le comentaré la razón por la que estamos aquí.

La psicóloga cruzó sus piernas descubiertas y asintió con atención sin apartar la mirada del inspector. Sparkes intentó imitar su lenguaje corporal, pero no pudo cruzar las piernas sin darle una patada a Matthews y comenzó a sentirse un poco acalorado.

La doctora Jones se puso en pie y abrió la ventana.

—Hace un poco de calor. Lo siento, es una habitación pequeña.

Sparkes se aclaró la garganta y dijo:

—Tal y como el agente Fry le ha contado, estamos investigando la desaparición de Bella Elliott. Tenemos un sospechoso, pero estamos buscando nuevas vías para averiguar si secuestró a la niña. Esta persona ha demostrado tener un amplio interés en imágenes sexuales de niñas y de adultos vestidos como niñas. En su ordenador guardaba fotografías de estas características. Él asegura que no las descargó a sabiendas.

La doctora Jones dejó escapar una leve sonrisa de reconocimiento.

—Es muy manipulador y ha convertido los interrogatorios en clases magistrales de evasivas —añadió Sparkes.

—A los adictos se les da muy bien mentir, inspector. Se mienten a sí mismos y luego a todos los demás. Se niegan a aceptar su problema y son expertos en encontrar excusas y culpar a otras personas —dijo la doctora Jones—. Dan me ha contado que están interesados en interactuar con el sospechoso en un chat.

«No debe de tener más de treinta años», pensó Sparkes.

La psicóloga reparó en el tiempo que tardaba el inspector en contestar y sonrió al imaginar lo que este debía de estar pensando.

—Esto… Sí, sí, así es. Pero necesitamos saber mucho más sobre estos chats y cómo abordar a nuestro hombre —dijo rápidamente.

A continuación, la doctora Jones les ofreció toda una conferencia sobre cómo encontrar parejas sexuales en internet que los inspectores siguieron con ciertas dificultades. No era que fueran unos iletrados informáticos, pero la proximidad de la doctora Jones y el continuo movimiento de sus piernas les distraían demasiado para poder dedicarle su completa concentración. Al final, Dan Fry la relevó y utilizó el ordenador de la psicóloga para mostrarles a sus jefes un mundo ciberfantástico.

—Como ya sabrán, los chats básicamente consisten en un servicio de mensajería instantánea —explicó—. Uno se registra en uno que se publicite como lugar de encuentro de, digamos, solteros, o de adolescentes, utiliza un seudónimo para ocultar su verdadera identidad, y puede comunicarse con todos aquellos que se encuentren en la «sala», o solo con uno. Para comenzar a conversar solo hay que escribir algo.

»Los usuarios no pueden verse entre sí, de modo que pueden hacerse pasar por cualquiera. Ese es el atractivo para los depredadores. Pueden asumir una nueva identidad, género o grupo de edad. Lobos con piel de cordero —concluyó Fry.

Cuando un depredador establece contacto con un determinado individuo —un adolescente, quizá—, es probable que intente convencerlo para que le dé su correo electrónico y, así, poder continuar su acoso en privado.

—En cuanto ha obtenido acceso directo, cualquier cosa es posible. Entre adultos, eso no supone ningún problema, pero algunos jóvenes han sido engañados o manipulados para que posen en fotografías explícitas hechas con una webcam. El depredador luego los chantajea para conseguir más cosas. Vidas jóvenes arruinadas —añadió Fry.

Una vez terminada la explicación, Sparkes hizo una prueba en un chat para mayores de dieciocho años. Matthews sugirió que su seudónimo fuera «Supersemental» y resopló cuando su jefe optó en cambio por «Señor Darcy», el personaje literario favorito de Eileen. «Señor Darcy» fue recibido por una ráfaga de mensajes picantes de supuestas Elizabeth Bennets que, rápidamente, dieron paso a auténticas proposiciones sexuales.

—¡Madre de Dios! —exclamó el inspector al ver la retahíla de mensajes explícitos en la pantalla—. Un poco atrevidos para Jane Austen, ¿no?

La doctora Jones se rio a su espalda. Él cerró la sesión y se volvió hacia ella.

—Pero ¿cómo encontraremos a Glen Taylor? —preguntó—. Debe de haber cientos de chats.

Fry ya tenía un plan.

—Sí, pero tenemos su ordenador, de modo que sabemos qué salas ha visitado. Taylor es listo y cuando la Operación Oro comenzó a hacerse sentir, probablemente borró archivos que lo incriminasen. Aun así, los datos borrados se encuentran en su disco duro, invisibles para él pero muy visibles para los tipos del laboratorio informático forense. Estos han desenterrado todo tipo de información y sabemos a qué salas suele acudir.

Sparkes se sorprendió a sí mismo asintiendo, seducido por la imagen mental del rostro de Taylor cuando lo arrestaran. Casi podía oler el hedor a culpable que despedía Taylor. Intentó alejar esos pensamientos y concentrarse en cosas prácticas.

—¿Y quiénes seremos «nosotros», exactamente?

—Fleur y yo desarrollaremos un personaje con una biografía específica, así como un guion con algunas palabras clave —dijo Fry, sonrosado por la emoción ante la perspectiva de realizar un auténtico trabajo policial, y la doctora Jones se mostró de acuerdo.

—Podría resultar muy valioso para mi investigación.

La cuestión pareció quedar zanjada, pero Matthews planteó entonces la pregunta que nadie había hecho todavía.

—¿Es esto legal?

Los demás se volvieron hacia él.

—¿Podrá presentarse como prueba en un juzgado, señor? Quizá podría considerarse incitación a la comisión de un delito —señaló.

Sparkes se preguntó si Matthews no estaría reaccionando ante la presuntuosa sagacidad del joven agente. Él no conocía la respuesta, pero Fry le proporcionó una posible escapatoria.

—Que yo sepa, señor, de momento no tenemos ningún caso que desbaratar. ¿Por qué no vemos primero hasta dónde llegamos y ya nos plantearemos esa cuestión más adelante? —sugirió.

A Matthews eso no pareció convencerlo, pero Sparkes asintió: estaba de acuerdo.