CAPÍTULO 12
Sábado, 7 de abril de 2007
El inspector
Tras otros cinco meses de pesado trabajo rastreando todas las furgonetas azules del país, por fin realizaron un descubrimiento.
Un sábado Santo recibieron la llamada de una empresa de mensajería del sur de Londres. Uno de sus vehículos, una furgoneta azul, había estado realizando unas entregas en la costa sur el día que Bella desapareció.
La llamada la contestó un agente veterano y este le pasó la información directamente a Sparkes.
—Creo que esto le interesará, señor —dijo mientras dejaba sobre el escritorio los datos que había obtenido.
Sparkes llamó a Qwik Delivery para confirmar los detalles. El encargado, Alan Johnstone, comenzó disculpándose por hacerle perder tiempo a la policía, pero dijo que acababa de entrar en la empresa y que su esposa le había insistido para que llamara.
—No deja de hablar sobre el caso de Bella. Y cuando el otro día le comenté lo que había costado repintar las furgonetas, ella me preguntó: «¿De qué color eran antes?». La casa casi se viene abajo con su grito cuando le dije que en un principio eran azules. Ahora son plateadas. Bueno, la cosa es que me preguntó si la policía las había llegado a ver. No dejó de insistir con el tema, así que eché un vistazo a nuestros registros y descubrí que una estuvo en Hampshire. No fue a Southampton, así que probablemente esa es la razón por la que el antiguo encargado no se puso en contacto con ustedes en su momento; debió de pensar que no merecía la pena molestarlos. Lamento hacerlo yo, pero mi esposa me ha obligado a prometérselo.
—No se preocupe, señor Johnstone. Ninguna información es una pérdida de nuestro tiempo —lo tranquilizó Sparkes mientras cruzaba los dedos—. Le agradecemos que se haya molestado en llamarnos. Hábleme de la furgoneta, el conductor y el trayecto que realizó.
—El conductor se llamaba Mike Doonan, uno de nuestros habituales. Bueno, ahora ya no trabaja aquí, todavía le faltaban algunos años para jubilarse, pero sufría un grave problema de espalda. Apenas podía andar y menos todavía conducir y cargar paquetes. Sea como sea, la cosa es que el 2 de octubre Mike tenía unas entregas en Portsmouth y Winchester. Repuestos para una cadena de garajes.
Sparkes sostenía el teléfono con el hombro mientras lo anotaba todo con la mano derecha y, con la izquierda, introducía el nombre y los detalles en su ordenador. El conductor realizó sus entregas en un radio de cuarenta kilómetros de Manor Road y, en principio, habría tenido tiempo de desplazarse a casa de Bella.
—Mike dejó la furgoneta en la central justo antes de la hora de comer. Si la M25 no está congestionada, es un trayecto de una hora y media o dos horas —dijo el señor Johnstone.
—¿A qué hora entregó los paquetes? —preguntó Sparkes.
—Tendré que mirarlo. Si le parece, volveré a llamarlo con esa información delante.
En cuanto colgó, Sparkes exclamó:
—¡Matthews, ven aquí ahora mismo!
El teléfono volvió a sonar mientras le enseñaba a su sargento la búsqueda que había realizado en el ordenador.
—Hizo la primera entrega a las 14.05 —dijo Johnstone—. Está todo firmado. Por alguna razón, sin embargo, la hora de la segunda entrega no figura en su hoja de ruta. No estoy seguro del motivo. En cualquier caso, nadie lo vio regresar. El personal de la oficina sale a las cinco y, según esto, Mike Doonan dejó la furgoneta en el patio delantero, limpia y lista para el siguiente día.
—Genial. Tendremos que hablar con él, por si acaso. Podría haber visto algo que nos fuera de ayuda. ¿Dónde vive este conductor? —preguntó Sparkes, esforzándose por contener la excitación que sentía, y anotó en su cuaderno una dirección del sudeste de Londres—. Ha sido usted de gran ayuda, señor Johnstone. Muchas gracias por llamar. —Y colgó.
Una hora después, él y Matthews ya estaban de camino por la M3.
A primera vista, el perfil del conductor en el ordenador policial no contenía nada que les acelerara el pulso. Mike Doonan rondaba los sesenta años, vivía solo, había sido conductor durante muchos años y le costaba pagar sus multas de aparcamiento. Posteriormente, sin embargo, Matthews inspeccionó la base de datos de la policía y Doonan figuraba como alguien «de interés» para los muchachos del equipo de la Operación Oro. «De interés» quería decir que había un posible vínculo con páginas web de abuso de menores. El equipo de la Operación Oro se dedicaba a cotejar listas de cientos de hombres del Reino Unido cuyas tarjetas de crédito se habían empleado para visitar determinadas páginas. Se concentraban sobre todo en aquellos que tenían acceso a niños —profesores, trabajadores sociales, personas que trabajaban en cuidados infantiles, encargados de grupos de boy scouts— y luego examinaban el resto. Todavía no habían llegado a Doonan (Fecha de nacimiento: 04/05/52; profesión: conductor; estado: divorciado, tres hijos, inquilino de una vivienda de protección oficial) y, al ritmo al que avanzaba la investigación, todavía tardarían otro año en llamar a su puerta.
—Tengo un buen presentimiento acerca de todo esto —le dijo Sparkes a su sargento.
Todo estaba en su lugar: agentes de la policía metropolitana de Londres habían sido discretamente apostados para vigilar la casa de Doonan, pero nadie iba a hacer nada hasta que llegaran los agentes de Hampshire.
El móvil del inspector vibró en su mano.
—En marcha, Matthews. Doonan está en casa —añadió cuando colgó.
Mike Doonan estaba tomando notas en el programa de las carreras de caballos del Daily Star cuando sonó el timbre de la puerta.
Al inclinarse hacia delante para levantarse del sillón, una punzada de dolor le atravesó la pierna izquierda y dejó escapar un gemido. Tuvo que permanecer un momento inmóvil para recuperar el aliento.
—¡Ahora voy, un segundo! —exclamó.
Cuando abrió la puerta, descubrió que no se trataba del buen samaritano de su vecino con la cerveza y el pan cortado que solía llevarle los sábados, sino de dos hombres trajeados.
—Si son ustedes mormones, ya he tenido suficientes exesposas —dijo, y se dispuso a cerrar la puerta.
—¿Señor Michael Doonan? —comenzó Sparkes—. Somos agentes de policía y nos gustaría hablar con usted un minuto.
—Maldita sea, no será por una multa de aparcamiento, ¿verdad? Pensaba que ya estaba todo arreglado. Entren.
En el diminuto salón de su apartamento de protección oficial, Doonan volvió a sentarse lentamente en su sillón.
—Tengo la espalda hecha polvo —se quejó, dejando escapar un grito ahogado.
En cuanto los policías mencionaron a Bella Elliott, dejó de hacer gestos de dolor.
—Pobrecilla. Aquel día, yo estaba en Portsmouth realizando una entrega. ¿Por eso han venido a verme? Cuando los periódicos mencionaron lo de la furgoneta azul le dije al jefe que debería llamarlos, pero él me contestó que no quería que la policía husmeara en su negocio. No estoy seguro de la razón, tendrán que preguntárselo a él. De todos modos, yo en ningún momento estuve cerca de la casa de esa pequeña. Hice la entrega y regresé.
En un tono exageradamente servicial, Doonan les hizo saber su opinión sobre el caso y lo que debería pasarle al «desgraciado que se la llevó».
—Haría lo que fuera por ponerle las manos encima. Aunque claro, en el estado en el que me encuentro tampoco podría hacerle nada.
—¿Desde cuándo se encuentra así, señor Doonan? —preguntó el sargento Matthews.
—Años. Pronto estaré en una silla de ruedas.
Los agentes le escucharon con paciencia y luego le inquirieron acerca de su supuesto interés en pornografía infantil. Él se rio cuando le hablaron de la Operación Oro.
—Ni siquiera tengo ordenador. No es lo mío. La verdad es que soy algo tecnófobo. En cualquier caso, todas estas investigaciones son meras chorradas, ¿no? Según los periódicos, hay tipos en Rusia que se dedican a robar números de tarjetas de crédito y a vendérselas a los pedófilos. Pero no tienen por qué fiarse de mi palabra. Si quieren, pueden ustedes echar un vistazo a mi casa, agentes.
Sparkes y Matthews aceptaron su oferta y rebuscaron entre la ropa apretujada en el armario y levantaron el colchón de la cama de Doonan por si debajo había bolsas de almacenaje.
—Tiene usted mucha ropa de mujer, señor Doonan —observó Matthews.
—Sí, de vez en cuando me gusta ponérmela —dijo Doonan en tono burlón; demasiado burlón, pensó Sparkes—. No, hombre, esa ropa pertenecía a mi última exesposa. Nunca encuentro el momento de tirarla.
No había ninguna señal de nada relacionado con niños.
—¿Tiene usted hijos, señor Doonan?
—Ya son adultos. No los veo mucho. Se pusieron de parte de sus madres.
—Ajá. Echaremos un vistazo rápido en el baño.
Sparkes contempló cómo su sargento rebuscaba en el cesto de la ropa sucia mientras procuraba contener la respiración.
—Bueno, Bella no está aquí, pero este tipo no me gusta —dijo Matthews entre dientes—. Es exageradamente amable. Resulta inquietante.
—Tenemos que volver a hablar con los muchachos de la Operación Oro —propuso Sparkes mientras cerraba la puerta del armario del cuarto de baño—. Y hacer que el equipo científico forense revise la furgoneta.
Cuando se sentaron de nuevo en el salón, Doonan sonrió.
—¿Han terminado? Lamento lo de la ropa sucia. Imagino que ahora irán a ver a Glen Taylor.
—¿A quién? —preguntó Sparkes.
—Taylor. Uno de los otros conductores. Hizo una entrega en la zona ese mismo día. ¿No lo sabían?
Sparkes, que ya estaba poniéndose la americana, se detuvo de golpe y se acercó a Doonan.
—No, el señor Johnstone no mencionó a ningún segundo conductor en su llamada. ¿Está usted seguro?
—Sí, yo iba a hacer dos entregas pero tenía hora con el médico a las cuatro y media y debía estar de vuelta para entonces. Glen se ofreció a realizar la segunda entrega por mí. Puede que no lo dejara registrado en su hoja de ruta. Deberían hablar con él.
—Lo haremos, señor Doonan.
Sparkes le indicó a Matthews que fuera a llamar a Johnstone para confirmar lo que les acababan de decir.
Mientras el sargento cerraba la puerta a su espalda, Sparkes levantó la mirada hacia Doonan.
—¿Este otro conductor es amigo suyo?
Doonan sorbió por la nariz.
—En realidad, no. La verdad es que era un tipo algo misterioso. Listo, pero también diría que intenso.
Sparkes tomó nota de todo.
—¿Intenso en qué sentido?
—Era cordial, aunque nunca sabías en qué estaba pensando. Cuando estábamos charlando en la cantina, él solía permanecer ahí en silencio. Un tipo reservado, supongo.
De repente, Matthews llamó a la ventana con los nudillos sobresaltándolos a ambos. Sparkes guardó entonces su cuaderno y se despidió de Doonan sin estrecharle la mano.
—Nos volveremos a ver, señor Doonan.
El conductor se disculpó por no levantarse para acompañarlo a la puerta.
—¡Cierre al salir y regrese cuando quiera! —exclamó a su espalda.
Los policías entraron en el maloliente ascensor y, en cuanto se cerraron las puertas, se miraron entre sí.
—El señor Johnstone dice que en la hoja de ruta no hay ninguna mención de que Glen Taylor realizara una entrega esa tarde —dijo Matthews—. Está buscando el recibo para ver a quién pertenece la firma que hay en él. Ya tengo la dirección de Taylor.
—Vayamos a verlo —propuso Sparkes mientras cogía las llaves del coche—. Y, mientras tanto, comprobemos si Doonan acudió a la cita con su médico.
Doonan esperó una hora antes de dirigirse con paso tambaleante hasta los percheros del vestíbulo para coger la llave que guardaba en el bolsillo de su chaqueta. Luego sacó dos de sus analgésicos especiales de un bote de plástico blanco y se los tomó con un trago de café frío. Aguardó un momento a que le hicieran efecto y fue a buscar las fotografías y revistas que escondía en una taquilla del garaje de un vecino.
—Puta policía —dijo con un gruñido mientras se apoyaba en la pared del ascensor.
Luego quemaría las fotos. Había sido una estupidez guardarlas, pero era todo lo que le quedaba de su pequeño hobby. Meses atrás, la columna vertebral había comenzado a fallarle y se había visto obligado a dejar de visitar su cibercafé especial, así que ya no podía realizar búsquedas en internet.
—Excesivamente incapacitado para el porno —dijo para sí, y se rio; se sentía algo narcotizado y mareado a causa de los analgésicos—. Menuda tragedia.
Abrió la puerta de la taquilla metálica gris y cogió la maltrecha carpeta azul del estante superior. Las esquinas de las fotocopias estaban gastadas con el uso y los colores habían comenzado a desvaírse. Se las había comprado a otro conductor, un taxista de la costa que llevaba el material en el maletero de su coche. Doonan ya se sabía las fotografías de memoria. Las caras, las poses, la domesticidad de los escenarios; salones, dormitorios, cuartos de baño.
Esperaba que los policías registraran de arriba abajo la casa de Glen Taylor. Ese pequeño cabrón engreído se lo merecía.
El policía de mayor edad se había mostrado interesado cuando había dicho que Taylor era «intenso». Doonan sonrió.