CAPÍTULO 10

Jueves, 12 de octubre de 2006

El inspector

El inspector Bob Sparkes se encontraba en el centro de coordinación examinando los tableros en busca de patrones y vínculos recurrentes. Se quitó las gafas y entrecerró los ojos como si un cambio de enfoque fuera a revelar algo.

Había un remolino de actividad alrededor del jardín de los Elliott pero, en su epicentro, Bella seguía siendo la pieza que faltaba en el rompecabezas.

«Toda esta información y ninguna señal de ella —pensó—. Está en algún lugar. Algo se nos está pasando por alto».

El equipo científico forense había inspeccionado y recogido muestras de cada centímetro del muro de ladrillo del jardín y de la verja de metal pintado. Avanzando religiosamente de rodillas, un destacamento de agentes de policía había buscado asimismo huellas en el jardín y, como si se tratara de reliquias sagradas, habían guardado en bolsas de plástico fibras de la ropa de la niña, pelos rubios de su cabeza, partes de juguetes desmembrados y envoltorios arrugados de caramelos. Pero del secuestrador, no habían encontrado nada.

—Creo que ese cabrón debió de asomarse por encima del muro y levantarla a pulso —dijo Sparkes—. Apenas debió de tardar unos segundos. Ella estaba ahí y un momento después ya no.

El equipo había encontrado un caramelo rojo medio chupado en el lado de Bella del muro.

—Puede que se le cayera cuando el tipo la cogió —supuso Sparkes—. ¿Es un Smartie?

—La verdad es que no soy un experto en golosinas, jefe, pero haré que lo examinen —se ofreció el sargento Matthews.

Las pruebas forenses determinaron que se trataba de un Skittle. En el caramelo había restos de saliva de Bella mezclados con los del chupete que utilizaba por las noches.

—Nunca tomaba Skittles —dijo Dawn.

«Le dio uno a la niña para que no llorara», pensó Sparkes. Qué anticuado. Recordó que, de pequeño, su madre solía decirle «Nunca aceptes caramelos de desconocidos». Eso y algo sobre los hombres con cachorros.

Estaba revisando el listado de pruebas y su ánimo se fue hundiendo. No tenía buena pinta. En esa calle no había cámaras de vigilancia y solo contaban con el testimonio del viejo señor Spencer. En las imágenes de las cámaras más cercanas no había ningún hombre desaliñado.

—Puede que tuviera suerte —dijo Sparkes.

—La suerte del diablo, entonces.

—Coge el teléfono y averigua cuándo podemos aparecer en Crimewatch[4], Matthews. Diles que es urgente.

Aunque apenas pasaron ocho días, los preparativos de la reconstrucción televisiva parecieron llevarles siglos. Tuvieron que acudir a una guardería de otro pueblo a buscar a una niña parecida a Bella porque ningún padre que viviera cerca de Westland quería dejar que su hija interviniese en el programa.

—No podemos culparlos, la verdad —le dijo Sparkes al exasperado director del programa—. No quieren ver a sus hijas como víctimas de un secuestro. Aunque sea falso.

Estaban en un extremo de Manor Road esperando a que el equipo de rodaje terminara de prepararlo todo y discutiendo sobre qué diría Sparkes en su solicitud de información.

—La emitiremos en directo desde el estudio, Bob, de modo que asegúrate de que tienes bien claro lo que vas a decir —le dijo el director—. Sabrás con anterioridad qué preguntas se te van a hacer.

Sparkes estaba demasiado distraído para prestarle atención. La actriz que interpretaría a Dawn Elliott había llegado justo cuando él acompañaba a la verdadera a un coche de policía para que la llevaran a casa de su madre.

—Se parece a mí —le susurró a Sparkes.

A la niña que interpretaría a Bella no había sido capaz de mirarla. Previamente, sin embargo, le había dejado en el sofá una selección de la ropa de su hija, así como una pequeña cinta para la cabeza y sus gafas de repuesto. Mientras lo hacía, iba acariciando cada prenda y susurrando el nombre de su niña. Por último, se había puesto en pie con ayuda de Sparkes y, sosteniendo la mano del inspector, se había dirigido hacia el coche sin llorar. Se había sentado junto a Sue Blackman y había evitado echar la vista atrás.

La calle estaba ahora tranquila y desierta, tal y como debió de estar aquel día. Sparkes contemplaba con detalle la reconstrucción mientras el director le indicaba a «Bella» que siguiera hasta el jardín a un gato gris que habían tomado prestado. La madre de la niña que interpretaba el papel permanecía fuera de plano, con unas galletitas de chocolate preparadas por si necesitaban sobornar a la pequeña, y sonriendo a su hija mientras procuraba contener las lágrimas.

La señora Emerson se había ofrecido voluntaria para interpretarse a sí misma. Recorrió con andares rígidos el sendero de su jardín haciendo ver que buscaba a su vecinita y luego respondió a los gritos de ayuda de Dawn. Al otro lado de la calle, el señor Spencer observaba cómo un actor disfrazado con una larga peluca pasaba por delante de su casa mientras un cámara que se encontraba sobre las damasquinas de la señora Spencer filmaba su fingido desconcierto.

El «secuestro» apenas duraba unos pocos minutos, pero pasaron tres horas hasta que el director quedó satisfecho. Todo el mundo se apelotonó entonces en el monitor del camión para ver qué tal había salido y observó en silencio cómo «Bella» jugaba en el jardín. Solo el señor Spencer se quedó comentando los acontecimientos con el equipo de filmación.

Después, uno de los agentes de policía más veteranos llevó a un lado a Sparkes.

—¿Se ha dado cuenta de que el señor Spencer siempre está codeándose con el equipo de investigación y ofreciendo entrevistas a los periodistas? No deja de decirle a todo el mundo que vio al hombre que secuestró a la niña. En mi opinión, anda en busca de atención.

Sparkes sonrió comprensivamente.

—Siempre hay uno de estos, ¿no? Lo más probable es que esté solo y aburrido. Le diré a Matthews que no le quite ojo.

La emisión del programa tuvo lugar veintitrés días después de la desaparición de Bella y, como cabía esperar, provocó cientos de llamadas al estudio y al centro de coordinación. La filmación encendió los ánimos del público y este inundó la página web del programa con múltiples variaciones de mensajes del tipo «Lo siento en el alma» y «Oh, Dios mío, ¿por qué?».

Recibieron alrededor de una docena de llamadas de personas que decían haber visto a Bella. Muchas aseguraban haberla vislumbrado en una cafetería, un autobús o un parque infantil. Cada llamada se verificó de inmediato, pero el optimismo de Sparkes comenzó a apagarse cuando llegó su turno de contestar llamadas en la parte posterior del estudio.

A la semana siguiente, Sparkes oyó desde el pasillo una repentina algarabía de voces procedente del centro de coordinación.

—Hemos detenido a un exhibicionista en un parque infantil, señor —le comunicó un agente—. A unos veinticinco minutos de la casa de Dawn Elliott.

—¿De quién se trata? ¿Lo tenemos fichado?

Lee Chambers era un taxista de mediana edad, divorciado y al que habían interrogado seis meses atrás por exhibirse ante dos pasajeras. Él aseguró que solo estaba haciendo pis y que le habían pillado cuando estaba subiéndose la cremallera. Había sido algo absolutamente accidental. Las mujeres prefirieron evitar la atención mediática y no quisieron llevar el asunto más lejos, de modo que la policía dejó en libertad al tipo.

Ahora lo habían pillado en unos arbustos de Royal Park mientras los niños jugaban en los columpios y toboganes.

—Solo estaba echando una meadita —le dijo al agente de policía al que había llamado una madre horrorizada.

—¿Suele tener erecciones mientras orina, señor? Debe de ser un inconveniente —le contestó el policía mientras lo conducía al coche patrulla.

En cuanto Chambers llegó a la comisaría central de Southampton lo llevaron a una sala de interrogatorio.

Sparkes echó un vistazo por el panel de cristal templado de la puerta y vio a un hombre flaco con el pelo recogido en una grasienta coleta y ataviado con unos pantalones de chándal y una camiseta del club de fútbol de Southampton.

—Desaliñado y pelo largo —dijo Matthews.

«¿Te llevaste a Bella? —pensó Sparkes de forma automática—. ¿La tienes encerrada en algún sitio?».

El sospechoso levantó la mirada expectante cuando Sparkes y Matthews entraron en la sala.

—Esto es una equivocación —dijo.

—Si me dieran una libra cada vez que… —masculló Matthews entre dientes—. ¿Por qué no nos cuentas qué ha pasado, entonces? —Y los policías arrastraron sus sillas para acercarse más a la mesa.

Chambers les contó sus mentiras y ellos le escucharon. Solo estaba haciendo pis. No escogió adrede el parque infantil. No vio a los niños. No habló con ellos. Había sido una equivocación del todo inocente.

—Dígame, señor Chambers, ¿dónde estaba usted el lunes 2 de octubre? —preguntó Sparkes.

—¡Uf! No lo sé. Trabajando, probablemente. El lunes es uno de mis días laborables. La encargada del taxi lo sabrá con seguridad. ¿Por qué?

La pregunta permaneció en el aire un momento hasta que, de repente, Chambers abrió los ojos como platos. Sparkes casi esperó que se produjera un audible ding.

—Ese fue el día en el que desapareció esa niña, ¿verdad? ¿No pensarán que yo tengo algo que ver con eso? Oh, Dios, no pueden pensar eso.

Lo dejaron a solas para que la inquietud lo fuera carcomiendo y se unieron a los policías que ya estaban registrando su domicilio, un cuarto de alquiler en una casa victoriana situada en un destartalado barrio de mala muerte cercano a los muelles.

Matthews exhaló un suspiro mientras ojeaba las revistas de pornografía extrema que había junto a la cama de Chambers.

—Todo esto va de sexo violento con mujeres, no con niños. ¿Usted qué tiene?

Sparkes permanecía en silencio. En una carpeta de plástico transparente guardada en el suelo del armario había encontrado fotografías de Dawn y Bella recortadas de los periódicos.

La encargada de la empresa de taxis era una aburrida mujer de unos cincuenta y tantos años que se protegía del frío de su oficina sin calefacción con un jersey de punto de color verde y mitones.

—¿Lee Chambers? ¿Qué ha hecho? ¿Se ha vuelto a exhibir accidentalmente? —Se rio y le dio un trago a una lata de Red Bull—. Es un sucio tiparraco —dijo al tiempo que hojeaba los registros—. Todo el mundo lo piensa, pero conoce a un amigo del jefe.

La interrumpió una repentina crepitación de la estática de la radio y una voz que sonaba robótica en los diminutos altavoces. Ella contestó dándole unas incomprensibles instrucciones.

—¿Dónde estábamos? ¡Ah, sí! Lunes 2 de octubre. Aquí está. Lee fue a Fareham a primera hora. Llevó a un cliente habitual al hospital. Estuvo parado hasta la comida y luego recogió a una pareja en el aeropuerto de Eastleigh para llevarla a Portsmouth. Llegó sobre las 14.00. Ese fue su último trabajo del día.

La mujer les imprimió los detalles y se volvió hacia el micrófono, de modo que ellos se marcharon sin despedirse.

—En las discotecas llaman a esta empresa Taxis de Violadores —dijo el sargento Matthews—. Les he dicho a mis hijas que no la utilicen nunca.

El equipo se puso a investigar inmediatamente la vida de Chambers. La exesposa de este ya estaba esperando a Sparkes y a Matthews en la comisaría, y tanto los colegas como el casero del tipo estaban siendo interrogados.

Donna Chambers, una mujer de expresión severa y con mechas caseras en el pelo, odiaba a su antiguo marido, pero no creía que fuera capaz de hacerle daño a una niña.

—Solo es un capullo incapaz de mantener quieta la herramienta —dijo.

Ninguno de los dos policías se atrevió a mirar la cara del otro.

—¿Así que está hecho un donjuán?

La lista era larga —casi impresionante— e incluía a amigas, a colegas e incluso a la peluquera de ella.

—Siempre decía que no volvería a suceder —declaró la esposa engañada— y le echaba las culpas a su excesivo apetito sexual. Cuando por fin lo dejé no se lo tomó bien y amenazó con ir a por cualquier tío a quien yo empezase a ver, pero al final no hizo nada. Se le va la fuerza por la boca. Es un mentiroso compulsivo. No puede decir la verdad.

—¿Qué hay del exhibicionismo? ¿Es algo nuevo?

La señora Chambers se encogió de hombros.

—Cuando estábamos casados no lo hacía. Puede que sus trucos para ligar dejaran de ser efectivos. Parece algo desesperado, ¿no? Y horrible, aunque claro, él es horrible.

El casero sabía poco de él. Chambers pagaba su alquiler a tiempo, no hacía ruido y sacaba la basura. Un inquilino perfecto. Los otros conductores, en cambio, sí tenían cosas que contar. Uno de ellos les habló de las revistas que Chambers vendía e intercambiaba.

—Solía llevarlas en el maletero y montaba su puestecito en áreas de servicio para camioneros y demás tipos a los que les iban ese tipo de cosas. Ya saben, fotografías de sexo violento, violaciones y secuestros. Ese tipo de cosas. Él decía que así se sacaba algo de dinero extra.

Todo el mundo estaba de acuerdo en que era un tipo horrible, pero eso no lo convertía en un secuestrador de niños, le dijo tristemente Sparkes a su sargento.

En el segundo interrogatorio con Chambers, este les contó que había guardado los recortes en la carpeta porque le gustaba Dawn Elliott.

—Suelo recortar fotografías de mujeres que me resultan atractivas. Es más barato que comprar revistas —dijo—. Tengo un apetito sexual muy grande.

—¿Adónde fue cuando dejó a sus pasajeros en Portsmouth, señor Chambers?

—A casa —contestó enfáticamente.

—¿Le vio alguien allí?

—No, todo el mundo estaba trabajando y vivo solo. Cuando estoy fuera de servicio suelo ver la tele y espero la siguiente llamada.

—Alguien dice que vio a un hombre con el pelo largo recorriendo la calle en la que Bella Elliott jugaba.

—No fui yo. Estaba en casa —señaló Chambers mientras toqueteaba con aire nervioso su coleta.

Sparkes se sentía sucio cuando salió de la sala de interrogatorio para un pequeño descanso.

—Merece que lo encierren solo por respirar —declaró Matthews cuando se unió a su jefe en el pasillo.

—Hemos hablado con los pasajeros y dicen que los ayudó con la maleta y que le ofrecieron tomar algo, pero que él se marchó de inmediato. Después de eso ya no hay ningún testimonio de su paradero.

Mientras hablaban en el pasillo, Chambers pasó a su lado con un agente.

—¿Adónde va? —exclamó Sparkes.

—A mear. ¿Cuándo podré irme a casa?

—Cierre el pico y vuelva a la sala de interrogatorio.

Los dos hombres se quedaron un momento en el pasillo antes de volver a entrar.

—A ver si podemos conseguir alguna imagen suya en alguna cámara de vigilancia. También necesitamos encontrar a la gente a la que le vendía las revistas en las áreas de servicio. Se trata de pervertidos que recorren las autopistas de la zona. ¿Quiénes son, Matthews? Puede que lo vieran el 2 de octubre. Ponte en contacto con el departamento de tráfico, a ver si tienen nombres de posibles sospechosos.

De vuelta en la sala de interrogatorio, Chambers se quedó mirándolos con los ojos entrecerrados y les dijo:

—Nunca me dan sus nombres. Es todo muy discreto.

Sparkes estaba seguro de que en algún momento él les diría que estaba haciendo un servicio público al mantener a los pervertidos fuera de las calles, y Chambers no lo decepcionó.

—¿Podría reconocer a sus clientes? —le preguntó.

—No lo creo, fijarse en las caras no es algo bueno para el negocio.

Los policías comenzaron a desanimarse y, en la siguiente pausa, Sparkes decidió dar por terminado el interrogatorio.

—De momento, tendremos que esperar y ver cómo se desarrollan los acontecimientos. Lo que sí haremos es detenerlo por exhibicionismo. Y, Matthews, avisa a la prensa local cuando se celebre el juicio. Merece un poco de publicidad.

Chambers dejó escapar una sonrisa de suficiencia cuando le dijeron que el interrogatorio había terminado, pero tan solo fue un triunfo fugaz antes de descubrir que lo conducían al calabozo.

—Un mero exhibicionista. Esto es todo lo que hemos conseguido de momento en esta investigación —dijo Sparkes.

—Todavía es pronto, jefe —murmuró Matthews.