CAPÍTULO 8
Miércoles, 11 de octubre de 2006
La periodista
Kate Waters llegó a la casa de Dawn a la hora de la comida junto con un fotógrafo y un ramo de ostentosos lirios de supermercado. Había aparcado calle abajo, lejos del tumulto, para poder salir del coche sin llamar la atención. Luego telefoneó a Bob Sparkes para hacerle saber que había llegado y pasó entre los periodistas que estaban sentados en sus vehículos con una Big Mac en las manos. Para cuando estos salieron de los coches, ella ya había entrado en la casa. Oyó que un par de ellos maldecían en voz alta y se avisaban mutuamente de que acababan de pasarles la mano por la cara, e intentó contener una sonrisa.
Mientras Bob Sparkes la guiaba al salón, Kate se fijó en el desorden y el aletargamiento causados por el dolor: en el vestíbulo, el anorak azul de Bella con una capucha forrada de piel y una mochila con forma de oso colgaban del pasamano de la escalera; sus pequeñas y relucientes botas de agua rojas estaban junto a la puerta.
—Haz una foto a eso, Mick —le susurró al fotógrafo que iba detrás de ella mientras se dirigían hacia el salón.
Por todas partes había juguetes y fotografías de la niña; la escena retrotrajo a Kate a sus primeros días de maternidad, cuando apenas podía hacer frente al caos. El día que llevó a Jake del hospital a casa se sentó y se puso a llorar presa de un arrebato hormonal posparto y una repentina sensación de responsabilidad. Recordaba que, a la mañana siguiente de dar a luz, le había preguntado a la enfermera si podía cogerlo, como si el niño perteneciera al hospital.
Dawn levantó la mirada. Su joven rostro estaba arrugado y envejecido de tanto llorar, y Kate sonrió y la cogió de la mano. Iba a estrechársela, pero en vez de eso se limitó a apretársela suavemente.
—Hola, Dawn —dijo—. Muchas gracias por haber accedido a hablar conmigo. Sé lo difícil que debe de ser para ti, pero esperamos que pueda ayudar a la policía a encontrar a Bella.
Dawn asintió como a cámara lenta.
«Dios mío, Bob no bromeaba», pensó Kate.
Cogió un muñeco de Teletubbie rojo que había en el sofá.
—¿Es Po? Mis hijos prefieren los Power Rangers —dijo.
Dawn se la quedó mirando con expresión de interés.
—A Bella le encanta Po —matizó—. Le encanta hacer burbujas. Las persigue, intentando atraparlas.
Kate había reparado en una fotografía sobre la mesa en la que la niña estaba haciendo exactamente eso y se levantó para llevársela a Dawn.
—Aquí está —dijo, y Dawn se la quitó de las manos—. Es una monada —añadió Kate—. Y seguro que también muy traviesa.
Dawn sonrió con gratitud. Las dos mujeres habían encontrado un terreno común —la maternidad— y ella comenzó a hablar de su hija.
«Por primera vez es capaz de referirse a Bella como una niña y no solo como víctima de un crimen», pensó Bob Sparkes.
«Kate es buena. Hay que reconocérselo. Puede meterse en la cabeza de alguien con más rapidez que la mayor parte de mis policías», le contó más tarde a su esposa. Eileen se encogió de hombros y regresó al crucigrama del The Telegraph. En lo que a ella respectaba, el trabajo policial tenía lugar en otro planeta.
Kate cogió más fotografías y juguetes y mantuvo viva la conversación, dejando que Dawn contara la historia de cada objeto sin que apenas fuese necesario hacerle ninguna pregunta. Para registrar todas sus palabras, la periodista utilizaba una grabadora muy discreta que había dejado en el cojín que había entre ambas. Los cuadernos no eran una buena idea en una situación como esa: se parecería demasiado a un interrogatorio policial. Ella solo quería que Dawn hablara. Que se explayara sobre los placeres cotidianos y las dificultades diarias de ser madre. Que le describiera cómo preparaba a Bella para ir a dormir, a qué jugaban durante el baño, o la ilusión de la pequeña al escoger sus nuevas botas de agua.
—Le encantan los animales. Una vez, fuimos al zoo y quería quedarse mirando los monos. No dejaba de reírse —le contó Dawn, refugiándose temporalmente en los recuerdos de una vida anterior.
Kate sabía que estas inmersiones en la vida de Bella y Dawn le proporcionarían al público una idea clara de la pesadilla que estaba sufriendo la joven madre, y ya estaba escribiendo para sí la introducción del artículo.
«Un par de pequeñas botas de agua rojas descansan en el pasillo de la casa de Dawn Elliott. Su hija Bella las escogió dos semanas atrás y todavía no las ha estrenado…».
Esto era lo que sus lectoras querían leer para estremecerse en sus batas mientras tomaban té y tostadas y les decían a sus esposos: «Podría habernos pasado a nosotros».
Y al director del periódico le encantaría. «Un estremeceúteros perfecto», diría y dejaría libre la portada y una doble página en el interior del periódico para la historia de Bella.
Al cabo de veinte minutos, Dawn comenzó a cansarse. Las medicinas estaban dejando de hacerle efecto y el pánico volvió a hacer acto de presencia en la estancia. Kate se volvió hacia Mick y este se puso en pie con su cámara y dijo con suavidad:
—Si no te importa, Dawn, voy a hacerte unas fotografías con esa encantadora instantánea de Bella haciendo burbujas.
Accedió como si ella misma fuera una niña.
—Nunca me lo perdonaré —susurró mientras sonaba el obturador de la cámara de Mick—. No debería haberla dejado salir al patio. Yo solo estaba intentando prepararle el té. Apenas la perdí de vista un minuto. Haría lo que fuera para volver hacia atrás en el tiempo.
Y entonces se puso a llorar: unos sollozos secos sacudieron su cuerpo mientras Kate sostenía su mano con fuerza y el resto del mundo volvía a hacerse presente alrededor del sofá.
Kate siempre se maravillaba ante el poder de las entrevistas. «Cuando una habla con gente real, gente sin ego o algo que vender, puede surgir un profundo vínculo, una intensa intimidad que excluye a todos y a todo», le había dicho una vez Kate a alguien. ¿A quién? Debió de ser una persona a la que estaba intentando impresionar, pero recordaba cada línea de cada entrevista que le había conmovido de este modo.
—Has sido muy valiente, Dawn —dijo la periodista al tiempo que volvía a apretarle la mano—. Muchas gracias por hablar conmigo y concederme tanto tiempo. Me pondré en contacto con el inspector Sparkes para avisarte de cuándo se publicará el artículo. Y te dejaré mi tarjeta para que puedas llamarme siempre que quieras.
Kate recogió sus cosas rápidamente, guardó la grabadora en su bolso y cedió el asiento junto a Dawn a la agente de enlace.
Sparkes condujo a Kate y a Mick a la puerta.
—Ha sido fantástico. Gracias, Bob —le susurró al oído—. Te llamaré más tarde, cuando haya escrito el artículo.
Él asintió mientras ella pasaba a su lado y salía de la casa para hacer frente a la furia de sus colegas.
Una vez en el coche, permaneció un momento sentada repasando las citas en su cabeza e intentando organizar el artículo. La intensidad del encuentro la había dejado exhausta y, para ser honesta, un poco aturdida. Deseó no haber dejado de fumar pero, en vez de encenderse un cigarrillo, llamó a Steve. Le saltó el contestador —debía de estar atendiendo a algún paciente—, de modo que dejó un mensaje.
—Ha ido muy bien —le dijo—. Pobre chica. Nunca se recuperará. He sacado una lasaña del congelador para esta noche. Hablamos luego.
Fue consciente del trémulo tono de voz de su mensaje.
«Por el amor de Dios, serénate, Kate, no es más que trabajo —se dijo a sí misma y, tras arrancar el coche, partió en busca de un aparcamiento tranquilo en el que comenzar a escribir el artículo—. Debo de estar ablandándome con la edad».
Dawn Elliott comenzó a llamar a Kate Waters al día siguiente, cuando se publicó la entrevista. Lo hizo desde su móvil y encerrada en el cuarto de baño para evitar a la atenta Sue Blackman. No estaba segura de la razón de tanto secretismo, pero necesitaba algo que fuera únicamente suyo. La policía estaba desbaratando toda su vida y quería algo normal. Mantener una simple charla.
Kate se sintió emocionada: tener línea directa con la madre era un premio con el que se había permitido soñar, pero había procurado no darlo por hecho y lo había cultivado con esmero. No debía realizarle preguntas directas sobre la investigación. Tampoco fisgonear ni presionarla. Tenía que evitar que se asustara. En vez de eso, habló con Dawn como si fuera una amiga y compartió detalles de su propia vida: sus hijos, los atascos, ropa nueva y cotilleos de celebridades. Dawn respondió tal y como Kate sabía que lo haría al final: confiándole sus miedos y las últimas pistas de la policía.
—Han recibido una llamada del extranjero. De un lugar cerca de Málaga, creo. Alguien que está pasando ahí las vacaciones ha visto a una niña en un parque que podría ser Bella —le contó a Kate—. ¿Crees que puede estar allí?
Kate murmuró un comentario consolador mientras lo anotaba todo y, luego, le escribía un mensaje al corresponsal de la sección de sucesos, un gacetillero dado a la bebida que últimamente había protagonizado un par de cagadas. Este se alegró de verse incluido en los exclusivos soplos de Kate, y llamó de inmediato a un contacto que tenía en el centro de coordinación y le pidió al redactor jefe que reservara un billete de avión para España.
No era Bella. Pero el periódico obtuvo una emotiva entrevista con algunos turistas y, con ello, la excusa perfecta para otra doble página de fotografías.
—Ha merecido la pena de todos modos —dijo el redactor jefe al equipo y, al pasar por delante del escritorio de Kate, añadió—: Bien hecho, Kate. Estás haciendo un buen trabajo con esto.
Tenía acceso a Dawn, pero debía andarse con cuidado. Si Bob Sparkes descubría lo de las llamadas secretas, podía enfadarse.
Sparkes le caía bien. Se habían ayudado mutuamente en un par de casos: él le había proporcionado algunos detalles extra para que su artículo destacara por encima de los textos de los demás periodistas, y ella le había dado el soplo cuando había descubierto algo nuevo que podía ser de su interés. Era una especie de amistad útil para ambos, pensaba ella. Y se llevaban bien. Pero no había nada más. Ella casi se sonrojaba al recordar que había sentido una atracción más propia de una adolescente cuando se conocieron allá por la década de los noventa. Le atrajeron su tranquilidad y sus ojos marrones y le había halagado que él le hubiera propuesto ir a tomar una copa en un par de ocasiones.
El encargado de la sección de sucesos del anterior periódico en el que había trabajado Kate solía bromear con ella por su estrecha relación con Sparkes, pero ambos sabían que el inspector no era un mujeriego como algunos de sus colegas. Era célebre por no conocérsele ningún lío de faldas, y Kate carecía de tiempo para aventuras extramatrimoniales.
—Es un policía íntegro de la cabeza a los pies —le dijo su colega—. Uno de los últimos.
Kate sabía que se arriesgaba a estropear el vínculo que tenía con Sparkes si seguía tratando con Dawn a sus espaldas, pero lo cierto era que tener acceso directo a ella hacía que mereciese la pena. Esto podía llegar a ser la primicia de su vida.
Repasó mentalmente sus argumentos mientras conducía rumbo al trabajo: «Este es un país libre y Dawn puede hablar con quien quiera, Bob… No puedo evitar que me llame… No soy yo quien la llama… No le he hecho ninguna pregunta sobre la investigación. Es ella quien me cuenta cosas». Sabía que nada de esto convencería a Sparkes. Había sido él quien la había colocado en esa situación.
—En fin, qué se le va a hacer… —se dijo a sí misma malhumorada, y se prometió que le contaría a Bob cualquier cosa que pudiera ayudar a la policía. Aunque lo hizo con los dedos cruzados.
La llamada de Sparkes no tardó mucho en llegar.
Cuando sonó su móvil, ella descolgó y se dirigió a la privacidad del pasillo.
—Hola, Bob, ¿cómo estás?
El inspector estaba estresado y así se lo dijo. La agente de enlace había oído la última conversación telefónica que Dawn había mantenido con su periodista favorita en el cuarto de baño, y Sparkes estaba decepcionado con Kate. Por alguna razón, eso era peor que si hubiera estado furioso.
—Un momento, Bob. Dawn Elliott es una mujer adulta, puede hablar con quien quiera. Es ella quien me llama.
—Estoy seguro, Kate, pero este no era el trato. Yo te conseguí la entrevista y tú luego has hablado con ella a mis espaldas. ¿No te das cuenta de que esto puede afectar a la investigación?
—Mira, Bob, ella me llama para charlar sobre cosas que no tienen nada que ver con la investigación. Necesita evadirse durante un rato, aunque solo sean un par de minutos.
—Y tú necesitas información. No te hagas la asistente social conmigo, Kate. Te conozco demasiado bien.
Se sintió avergonzada. Efectivamente, la conocía demasiado bien.
—Lamento que estés molesto, Bob. ¿Por qué no me acerco y quedamos para tomar algo y lo hablamos con calma?
—Estoy demasiado ocupado, quizá la semana que viene. Y Kate…
—Sí, sí. Ya imagino que le habrás dicho que no me llame, pero no voy a ignorarla si lo hace.
—Entiendo. Haz lo que tengas que hacer, Kate. Espero que Dawn entre en razón, pues. Alguien tiene que actuar como un adulto responsable.
—Bob, yo estoy haciendo mi trabajo, y tú estás haciendo el tuyo. No estoy perjudicando la investigación, la estoy manteniendo viva en el periódico.
—Espero que tengas razón, Kate. He de colgar…
Kate se apoyó en la pared. En su cabeza, la discusión que había mantenido con Bob Sparkes seguía un curso completamente distinto. En esta versión, era Kate quien terminaba teniendo razón y Bob quedaba humillado.
Ya entraría en razón cuando se calmara, se dijo a sí misma, y le escribió a Dawn un mensaje de texto para pedirle perdón por cualquier problema que le hubiera causado.
Recibió de inmediato una contestación que terminaba diciendo: «Luego hablamos». Su acuerdo seguía activo. Kate sonrió con la mirada puesta en la pantalla y decidió celebrarlo con un expreso doble y una magdalena.
—Por los pequeños triunfos de la vida —dijo al tiempo que alzaba la taza de cartón en la cantina. Al día siguiente, iría a Southampton y se encontraría con Dawn en el centro comercial para tomar un sándwich.