CAPÍTULO 35
Viernes, 18 de diciembre de 2009
La periodista
Había sido una semana más bien tranquila. Faltaba poco para Navidad y el periódico se había llenado de bobadas festivas y noticias reconfortantes sobre gente que había superado adversidades varias. Kate hojeó su cuaderno más por costumbre que esperanzada, pero no había nada. El periódico estaba lleno de textos sabatinos: artículos largos, columnistas chillones, páginas de suculentos platos navideños y dietas posvacacionales. Al menos, Terry parecía contento.
No como el encargado de sucesos. Al pasar junto al escritorio de Kate de camino al cuarto de baño, se detuvo un momento para desahogarse:
—Han descartado mi artículo sobre el aniversario de esta Navidad —dijo.
—Vaya. ¿De qué aniversario se trata? —preguntó Kate. El tipo de sucesos era conocido por reciclar artículos. «El cubo verde de noticias», llamaba él alegremente a su sección.
—El de Bella. Es la tercera Navidad de Dawn sin ella. ¿Te apetece tomar algo a la hora de almorzar?
—Bella. ¡Oh, Dios mío, me había olvidado de ti! —dijo volviéndose hacia la fotografía que tenía pegada en el archivador—. Lo siento mucho.
La campaña del Herald se había tranquilizado después de que la amenaza de demanda por difamación se convirtiera en una realidad, y ambos bandos se habían replegado detrás de sus líneas de combate.
Kate se había enterado de que el asesor jurídico del Herald había tenido una discusión con el director por la cobertura realizada, así que convenció a Tim, colega del Herald con el que mantenía una vieja amistad, para que se lo contara mientras tomaban una o dos copas de vino. Al principio, él tuvo cuidado de no desvelar los detalles, pero la historia era demasiado buena para no detallarla como era debido. Tim se apoyó en la barra de un pub que había al otro lado de la calle y le explicó a Kate que el abogado de la casa había acusado a Mark Perry de ignorar sus consejos y utilizar «comentarios sensacionalistas» y alegatos para vender.
—Supongo que se refería a cosas como «la mirada de asesino de Taylor» —dijo Kate entre risas—. A mí me pareció que os adentrabais en un terreno muy resbaladizo.
—Sí, esa era una de las expresiones preferidas de Perry. La cuestión es que el abogado lo avisó de que, cada vez que publicábamos algo así, estaba provocando un aumento de las demandas potenciales por daños y perjuicios.
—Y Taylor tiene dinero para emprender acciones legales. Toda esa compensación de la policía —dijo Kate.
—Al final, el director se mostró de acuerdo en evitar las acusaciones directas y el hostigamiento. Mientras la cuestión de la difamación siga pendiente, seremos menos duros.
—Pero no piensa abandonar la campaña, ¿verdad? —preguntó Kate—. Si lo hiciera, tendría que pagar. Lo cual equivaldría a admitir que estaba equivocado.
Tim sonrió con el vaso de Merlot en la mano.
—No está contento. Le dio un puñetazo al monitor de su ordenador y luego irrumpió en la redacción para decirnos a todos que éramos unos «putos aficionados». Le gusta compartir el dolor. Lo considera un acto de inclusión.
Kate le dio unas palmaditas de lástima en el brazo y se fue a casa.
Tal y como Tim le había adelantado, el Herald se tranquilizó y las amenazas de denuncia por difamación parecieron aplacarse en ambos bandos.
Pero Kate estaba dispuesta a realizar otro intento. Tenía que encontrar el cuaderno del año pasado. Ahí, en la portada, había anotado la dirección en Peckham de un tal Mike Doonan.
—Salgo a comprobar un soplo —le dijo a Terry—. Si me necesitas, puedes localizarme en el móvil.
Tardó siglos en cruzar el puente de Westminster y recorrer Old Kent Road, pero al final aparcó a la sombra de una deprimente reliquia de la arquitectura vanguardista de la década de los sesenta. Una caja de hormigón gris salpicada de ventanas sucias y antenas parabólicas.
Kate se acercó a la puerta y llamó al timbre. Sabía lo que iba a decir (en el taxi había tenido mucho tiempo para pensarlo), pero no contestó nadie. En el interior del apartamento se oyó el eco del timbre, nada más.
—Ha salido —dijo una voz procedente de la puerta contigua. Era una voz de mujer.
—Vaya. Esperaba encontrarlo. ¿No estaba confinado en casa?
La puerta se entreabrió y asomó una cabeza. Era una mujer mayor, con una cuidada permanente y ataviada con un delantal.
—Ha ido a la casa de apuestas. No sale mucho por lo de la espalda, pobre Mike. Aun así, intenta hacerlo al menos una vez al día. ¿Habían quedado?
Kate sonrió a la vecina.
—En realidad, no. He venido por si acaso. Estoy escribiendo un artículo sobre un hombre con el que el señor Doonan solía trabajar cuando era conductor. Glen Taylor. El caso de Bella.
La vecina abrió un poco más la puerta.
—¿El caso de Bella? ¿Mike trabajó con ese tipo? Nunca me lo ha dicho. ¿Quiere entrar y esperarlo en casa?
En apenas cinco minutos, la señora Meaden ya le había hablado a Kate acerca del problema médico de Doonan («Artrosis degenerativa, cada vez va a peor»), su afición por las apuestas, sus exesposas, sus hijos e incluso su dieta («Tostada con judías prácticamente cada noche. No puede ser bueno»).
—Cada semana le hago un poco de compra y los niños de la finca le hacen recados.
—Qué amable de su parte. El señor Doonan es afortunado de tener una vecina como usted.
La señora Meaden se mostró agradecida.
—Es lo que haría cualquier cristiana —dijo—. ¿Quiere una taza de té?
Kate dejó la taza y el platillo decorados con flores en equilibrio sobre el brazo de su sillón y sacó de su envase el pastel de carne picada comprado en el supermercado.
—Es extraño que Mike nunca mencionara que conocía a Glen Taylor, ¿no? —dijo la señora Meaden al tiempo que se sacudía las migas del regazo.
—Trabajaron juntos. En Qwik Delivery —explicó Kate.
—Mike trabajó como conductor muchos años. Dice que es lo que terminó de estropearle la espalda. No tiene amigos, o al menos no lo que yo llamaría amigos, gente que venga a verlo. Solía ir a un lugar con ordenadores que hay aquí cerca, decía que era una especie de club. Antes de jubilarse, acostumbraba a ir regularmente. A mí siempre me pareció algo extraño para un hombre de su edad. Aunque claro, vive solo, así que debe de aburrirse.
—No sabía que había un club informático por aquí. ¿Sabe cómo se llama?
—Está en la calle Princess, creo. Es un lugar de aspecto sórdido con las ventanas tintadas de negro. ¡Oh, aquí llega Mike!
De repente, se oyó el ruido de unos pasos arrastrándose y el golpeteo de un bastón en el pasillo de cemento.
—Hola, Mike —dijo la señora Meaden tras abrir la puerta—. Hay aquí una periodista que pregunta por usted.
Doonan hizo una mueca cuando apareció Kate.
—Lo siento, querida. La espalda me está matando. ¿Podría venir en otro momento?
Kate se acercó a él y lo cogió del brazo.
—Déjeme al menos ayudarlo a entrar en casa —dijo ella, y así lo hizo.
El apartamento de Doonan no olía a col y desinfectante Dettol como el de su vecina. Lo hacía a hombre. Sudor, cerveza rancia, cigarrillos, pies.
—¿De qué quiere hablar conmigo? Ya le conté a la policía todo lo que sabía —se justificó Doonan mientras Kate se sentaba frente a él en una silla.
—Glen Taylor —dijo ella simplemente.
—Ah, él.
—Trabajaban juntos.
Doonan asintió.
—Estoy escribiendo un artículo sobre él para tener así una imagen más clara de cómo es en realidad.
—Entonces ha acudido a la persona equivocada. No éramos amigos. Ya se lo conté a la policía. Si quiere saberlo, me parecía un capullo estirado.
«Sí, quiero saberlo», pensó ella.
—Creía que era mejor que nosotros y que trabajando como repartidor estaba rebajándose a la espera de que le surgiese algo mejor.
Kate había encontrado su punto débil e insistió.
—He oído decir que era un poco arrogante.
—¿Arrogante? Eso es quedarse corto. En la cantina, no dejaba de darse aires con sus historias de la época en la que dirigía un banco. Y luego me la jugó y le dijo al jefe que exageraba la gravedad de mi lesión de espalda. Que estaba fingiendo.
—Eso debió de causarle problemas.
Doonan sonrió con amargura.
—Lo irónico es que yo lo había ayudado a conseguir el trabajo en Qwik Delivery.
Kate inquirió más al respecto.
—¿De verdad? O sea, que ya se conocían de antes. ¿Dónde lo conoció?
—En internet. En un foro o algo así. —Doonan sonaba menos seguro de sí mismo.
—¿Y en el club de la calle Princess?
Una fugaz mueca se dibujó en el rostro de Doonan.
—¿Qué club? —dijo—. Mire, necesito tomarme mis pastillas. Tendrá que marcharse.
Ella le dejó su tarjeta profesional y le estrechó la mano.
—Gracias por hablar conmigo, Mike. Se lo agradezco de veras. No hace falta que me acompañe a la puerta.
Kate se dirigió directamente a la calle Princess.
El letrero de Internet Inc. era pequeño y algo chapucero. El escaparate estaba pintado de negro por dentro y encima de la puerta había una cámara de vigilancia. «Parece un sex shop», pensó Kate.
La puerta estaba cerrada y no se veía ningún cartel con el horario. Kate desanduvo sus pasos hasta la verdulería que había en lo alto de la calle y esperó a que un asistente ataviado con un sombrero de Papá Noel saliera al puesto de la acera para atenderle.
—Hola, quería utilizar internet, pero el lugar que hay al final de la calle está cerrado. ¿Sabe a qué hora abre? —preguntó.
El joven se rio.
—No te aconsejo entrar ahí, encanto. Es un sitio para tíos.
—¿Qué quiere decir?
—Me refiero a que se dedican al porno. No dejan entrar a cualquiera. Es una especie de club para viejos verdes.
—¿Ah, sí? ¿Y quién es el dueño?
—La verdad es que no lo sé. El encargado es un tipo llamado Lenny, pero el local suele abrir por las noches, así que no solemos verlo.
—Gracias. Póngame cuatro de esas manzanas.
Volvería más tarde.
De noche, Internet Inc. parecía un lugar todavía menos apetecible. Kate se había pasado dos horas y media en un sórdido pub tomando un zumo de fruta caliente tras otro y escuchando la magia de Perry Como cantando Frosty the Snowman. No estaba de humor para que pasaran de ella.
Intentó abrir la puerta, pero estaba cerrada. Golpeó entonces el cristal ennegrecido con los nudillos y se oyó una voz procedente del interior.
—Hola. ¿Quién es?
—Necesito hablar con Lenny —dijo Kate mirando directamente a la cámara con su sonrisa más cautivadora.
Silencio.
Por fin, la puerta se abrió y apareció un tipo alto y musculado vestido con un chaleco de entrenamiento y pantalones vaqueros.
—¿Te conozco? —preguntó.
—Hola, tú debes de ser Lenny. Yo soy Kate. Me preguntaba si podía hablar contigo un momento.
—¿Sobre qué?
—Un artículo que estoy escribiendo.
—¿Eres periodista? —Lenny comenzó a retroceder para volver a meterse en el establecimiento—. Tenemos licencia. Es todo legal. Aquí no hay nada sobre lo que escribir ningún artículo.
—No, no es sobre el local. Se trata de Bella Elliott.
El nombre era como un talismán mágico. Fascinaba a las personas. Caían hechizadas.
—¿Bella Elliott? ¿La pequeña Bella? —dijo—. Mejor pasa a mi despacho.
Kate entró en una estrecha y oscura sala iluminada únicamente por el resplandor de una docena de pantallas de ordenador. Cada uno estaba en una cabina con una silla. No había más muebles aunque, a modo de guiño estacional, de la lámpara central colgaba un trozo de espumillón.
—Todavía no hay ningún cliente. Suelen llegar un poco más tarde —le explicó Lenny mientras la conducía al armario que llamaba despacho. Las pilas de DVD y revistas iban del suelo al techo—. Ignore eso —le aconsejó cuando reparó en que ella miraba los títulos.
—De acuerdo —dijo ella, y se sentó.
—Ha venido aquí por Glen Taylor, ¿verdad?
Kate perdió el habla por un instante. Él había ido al grano antes siquiera de que ella hubiese tenido la oportunidad de hacerle la primera pregunta.
—Sí.
—Me preguntaba cuándo vendría alguien. Pensaba que sería la policía. Pero ha sido usted.
—¿Ha venido alguna vez aquí? ¿Glen Taylor era miembro de su club?
Lenny consideró las preguntas.
—Mire, nunca hablo de los miembros. Nadie vendría si lo hiciera. Pero tengo hijos…
Kate asintió.
—Lo comprendo. Pero no estoy interesada en nadie más. Solo él. ¿Me ayudará? Por favor.
Durante unos segundos, el encargado se debatió en silencio entre la omertà de su sex shop y hacer lo correcto mientras Kate observaba cómo se comía las uñas.
Finalmente, levantó la mirada y dijo:
—Sí, venía aquí de cuando en cuando. Comenzó a hacerlo hace dos o tres años. En cuanto vi su cara en los periódicos consulté su tarjeta de socio. Aquí no utilizamos nombres reales, los miembros lo prefieren así. Pero conocía su rostro. Empezó a venir en 2006. Lo trajo otro miembro.
—¿Mike Doonan?
—Ha dicho que no me preguntaría por nadie más. En cualquier caso, como le he dicho aquí no utilizamos nombres reales, pero creo que trabajaban juntos.
Kate sonrió.
—Todo esto es de gran ayuda, gracias. ¿Puede recordar la última vez que vino? ¿Hay algún registro?
—Un momento —dijo Lenny y abrió un antiguo archivador—. Se registró como 007. Qué estiloso. No hay visitas entre el 6 de septiembre de 2006 y agosto de este año.
—¿Este año? ¿Ha vuelto?
—Sí, unas pocas sesiones de vez en cuando.
—¿Y qué hacía? ¿Lo sabe usted, Lenny?
—Creo que ya ha hecho suficientes preguntas. Es confidencial. Pero no hace falta ser un genio para averiguarlo. No mantenemos ningún control sobre las páginas web que visitan los miembros. Decidimos que era mejor no hacerlo. Básicamente, vienen aquí a ver páginas web para adultos.
—Lamento ser tan directa, pero ¿se refiere a pornografía?
Él asintió.
—¿No se sintió tentado a mirar qué páginas había visitado el señor Taylor cuando descubrió de quién se trataba?
—Me di cuenta de que era él meses después de que hubiera dejado de venir, y había utilizado distintos ordenadores. Habría exigido una gran cantidad de tiempo y tenemos mucho trabajo.
—¿Por qué no llamó a la policía?
Lenny apartó la mirada un momento.
—Pensé en hacerlo, pero ¿invitaría usted a la policía a venir aquí? La gente acude a un lugar como este porque es privado. Habría tenido que cerrar el negocio. En cualquier caso, al final lo arrestaron, así que no hizo falta que yo hiciera nada.
Una llamada a la puerta del establecimiento puso fin a la conversación.
—Un cliente. Tiene que marcharse.
—De acuerdo. Gracias por contarme todo esto. Aquí tiene mi tarjeta por si recuerda algo más. ¿Puedo utilizar un segundo el cuarto de baño antes de marcharme?
Lenny señaló una puerta que había en un rincón de la sala.
—Está bastante sucio, pero usted misma.
En cuanto él fue a abrirle la puerta al cliente, ella cogió su móvil y fotografió la tarjeta de socio que todavía descansaba sobre el escritorio. Luego abrió la puerta del cuarto de baño y, tapándose la nariz, tiró de la cadena.
Lenny estaba esperándola. Cuando llegó a su lado, el encargado abrió la puerta y permaneció en el umbral para proteger al cliente de la mirada inquisitiva de la mujer.
Una vez en la calle, llamó a Bob Sparkes.
—Bob, soy Kate. Creo que nuestro hombre ha vuelto a las andadas.