CAPÍTULO 17
Domingo, 8 de abril de 2007
El inspector
El equipo científico forense de Southampton desmontó y examinó centímetro a centímetro la furgoneta de entrega de Taylor. También analizó el uniforme y los zapatos que se habían llevado de su casa, así como sus huellas dactilares y muestras de su saliva, de restos que había debajo de sus uñas, de sus genitales y de su pelo.
Por su parte, un equipo de expertos informáticos estaban inspeccionando los rincones oscuros de su ordenador.
Ahora que ya estaban encima de él, Sparkes quería probar suerte con la esposa.
El domingo de Pascua por la mañana, después de desayunar en el Premier Inn del sur de Londres, Sparkes y Matthews se presentaron en su puerta a las ocho de la mañana.
Jean Taylor abrió con el abrigo medio puesto.
—¡Oh, Dios! —exclamó cuando vio a Sparkes—. ¿Le ha pasado algo a Glen? Su abogado me dijo que hoy se solucionaría todo y podría volver a casa.
—Todavía no —le aclaró Sparkes—. Necesito hablar con usted, señora Taylor. Si prefiere, podemos hacerlo aquí en vez de ir a la comisaría.
La mención a la comisaría hizo que Jean Taylor abriera los ojos como platos. Rápidamente, retrocedió para dejar pasar a los policías antes de que los vecinos los vieran y comenzó a quitarse el abrigo que acababa de ponerse.
—Será mejor que pasen —dijo y los condujo al salón.
Jean se sentó en el brazo del sofá. No parecía haber dormido mucho. Iba algo despeinada y cuando les pidió que se sentaran advirtieron cierta ronquera en su voz.
—Ayer ya contesté todas las preguntas de los agentes. Todo esto es una equivocación.
Estaba muy agitada. En un momento dado, se puso de pie y se volvió a sentar, como si estuviera perdida en su propio salón.
—Miren, he de ir a casa de mis padres. Todos los domingos voy a peinar a mi madre. No puedo dejarla plantada —explicó—. No les he dicho que Glen…
—Tal vez podría llamarlos y decirles que se encuentra mal, señora Taylor —le sugirió Sparkes—. Necesitamos hablar con usted sobre algunas cosas.
Jean cerró los ojos como si estuviera a punto de llorar y luego se dirigió hacia el teléfono para contar su mentira.
—No es más que un dolor de cabeza, papá, pero creo que me quedaré en la cama. Dile a mamá que luego la llamaré.
—Bueno, señora Taylor —dijo Sparkes—. Hábleme de usted y de Glen.
—¿Qué quiere decir?
—¿Cuánto hace que están casados? ¿Son los dos de por aquí?
Jeanie le contó la historia de la parada de autobús, y Sparkes escuchó atentamente el relato de su noviazgo, su boda de cuento de hadas y su vida de casados plena de felicidad.
—Antes trabajaba en un banco, ¿no? —preguntó Sparkes—. Debía de ser un buen trabajo, con muchas perspectivas de futuro…
—Sí, lo era —dijo Jeanie—. Estaba muy orgulloso de su trabajo. Pero lo dejó para montar un negocio propio. Glen tiene muchas ideas y planes. Le gusta pensar a lo grande. Y, además, no se llevaba bien con su jefe. Creemos que estaba celoso de Glen.
Sparkes se quedó un momento callado.
—También hubo un problema con un ordenador, ¿no es así, señora Taylor?
Jean volvió a abrir los ojos como platos y se lo quedó mirando fijamente.
—¿A qué se refiere? —preguntó—. ¿Qué ordenador?
«Maldita sea, no sabe lo del porno —pensó Sparkes—. En fin, ¡qué le vamos a hacer!».
—Me refiero a las imágenes indecentes que encontraron en el ordenador de su despacho, señora Taylor.
La palabra indecente se quedó flotando en el aire mientras Jean se sonrojaba y Sparkes insistía.
—Las imágenes que encontraron en el ordenador de su despacho. Y en el que nos llevamos ayer. ¿Usa usted alguna vez el ordenador?
Ella negó con la cabeza.
—Había imágenes pornográficas con niños, señora Taylor. En ambos equipos.
Ella extendió las manos para que se callara.
—No sé nada de ninguna imagen pornográfica ni de ordenadores —dijo ella, y su sonrojo se extendió hacia el cuello—. Y estoy segura de que Glen tampoco. No es ese tipo de hombre.
—¿Y qué tipo de hombre es, señora Taylor? ¿Cómo lo describiría?
—Por el amor de Dios, ¿qué tipo de pregunta es esa? Supongo que es alguien normal. Normal. Un marido bueno y trabajador…
—¿En qué sentido es un marido bueno? —preguntó Sparkes inclinándose hacia delante—. ¿Diría usted que son felices como pareja?
—Sí, muy felices. Apenas discutimos o nos enfadamos.
—¿Han tenido algún problema? ¿De dinero, quizá? ¿O en su vida íntima? —Él no sabía por qué había evitado utilizar la expresión «vida sexual», pero la incomodidad de la mujer ante las preguntas era palpable.
—¿A qué se refiere con lo de nuestra vida íntima? —preguntó entonces Jean.
—En el dormitorio, señora Taylor —le aclaró él con delicadeza.
Ella reaccionó como si le hubieran escupido.
—No, ningún problema —consiguió decir antes de comenzar a llorar.
Matthews le alcanzó una caja de pañuelos que descansaba sobre unas mesas nido que tenía al lado.
—Aquí tiene —dijo—. Iré a buscarle un vaso de agua.
—No estoy intentando molestarla, señora Taylor —dijo Sparkes—. Son preguntas que debo hacerle, estoy investigando un asunto muy serio. ¿Lo comprende?
Ella negó con la cabeza. No lo comprendía.
—¿Y qué hay de los hijos, señora Taylor? —El inspector pasó al siguiente tema incendiario.
—No tenemos —contestó ella.
—¿Decidieron no tenerlos?
—No, ambos queríamos niños, pero no pudimos.
Sparkes esperó un momento.
—El médico nos dijo que había un problema físico con Glen —contó con voz vacilante—. Nos encantan los niños. Por eso sé que Glen no puede haber tenido nada que ver con la desaparición de Bella.
El nombre de la niña había sido mencionado y Sparkes aprovechó para formular la pregunta que había estado esperando hacerle a Jean Taylor.
—¿Dónde estaba Glen a las cuatro de la tarde el día que desapareció Bella, señora Taylor?
—Aquí, inspector Sparkes —contestó Jean en el acto—. Aquí conmigo. Quería verme.
—¿Por qué quería verla? —preguntó Sparkes.
—Para decirme hola, en realidad —indicó ella—. Nada especial. Se tomó una taza de té rápida y fue a la central a recoger su coche.
—¿Cuánto rato estuvo en casa?
—Unos… ¿cuarenta y cinco minutos? —dijo algo despacio.
«¿Está calculando mentalmente?», se preguntó Sparkes.
—¿Solía pasar por casa antes de devolver la furgoneta? —inquirió.
—A veces.
—¿Cuándo fue la última vez que hizo algo así?
—No estoy segura. No lo recuerdo… —dijo, y las irregulares manchas de rubor comenzaron a extenderse hacia su pecho.
«Espero que no juegue al póquer —diría luego Matthews—. Hacía tiempo que no veía a alguien a quien se le notara tanto cuando mentía».
—¿Cómo sabe que eran las cuatro, señora Taylor? —preguntó Sparkes.
—Tenía la tarde libre porque había trabajado el domingo por la mañana y estaba en casa escuchando las noticias de las cuatro en la radio.
—Quizá eran las de las cinco. Hay un boletín cada hora. ¿Cómo sabe que era el de las cuatro?
—Recuerdo que lo dijeron. Ya sabe: «Son las cuatro, esto son las noticias de la BBC…».
Ella se calló un momento para tomar un trago de agua.
Sparkes le preguntó por la reacción de Glen ante la noticia de la desaparición de Bella, y Jean le dijo que cuando lo oyeron en las noticias él se mostró tan escandalizado y disgustado como ella.
—¿Qué dijo? —preguntó Sparkes.
—«Pobrecilla. Espero que la encuentren» —dijo ella mientras dejaba cuidadosamente el vaso de agua en la mesa que tenía al lado—. También que era probable que se la hubiera llevado una pareja cuyo hijo hubiera muerto y que debían de haberse marchado al extranjero.
Sparkes esperó que Matthews lo hubiera anotado todo en su cuaderno y luego se volvió otra vez hacia Jean Taylor.
—¿Ha ido alguna vez en la furgoneta de Glen?
—Una vez. Prefiere conducir solo para concentrarse, pero lo acompañé en un trayecto las pasadas Navidades. A Canterbury.
—Señora Taylor, en estos momentos estamos analizando la furgoneta. ¿Le importaría venir a comisaría para que le tomemos las huellas dactilares y así poder descartarlas?
Ella se secó otra lágrima.
—Glen mantiene impoluta su furgoneta. Le gusta que todo esté limpio.
»Encontrarán a la niña, ¿verdad? —añadió mientras Matthews la ayudaba a ponerse el abrigo y abrían la puerta de casa.