CAPÍTULO 1
Miércoles, 9 de junio de 2010
La viuda
Puedo oír el ruido que hace la mujer al recorrer el sendero. Sus pasos son pesados y lleva zapatos de tacón. Ya casi ha llegado a la puerta, y vacila y se aparta el pelo de la cara. Va bien vestida. Chaqueta de botones grandes, un respetable vestido debajo y las gafas sobre la cabeza. No es un testigo de Jehová ni un miembro del Partido Laborista. Debe de ser periodista, pero no parece la típica reportera. Hoy ya se han presentado dos (cuatro esta semana, y solo estamos a miércoles). Apuesto a que me dice: «Lamento molestarla en unos momentos tan difíciles…». Todos lo hacen y ponen esa estúpida cara. Como si les importara.
Esperaré a ver si llama al timbre dos veces. El hombre de esta mañana no lo ha hecho. A algunos les aburre mortalmente intentarlo. En cuanto despegan el dedo del timbre, recorren de vuelta el sendero tan rápido como pueden, se meten en el coche y se marchan. Ya pueden decirles a sus jefes que han llamado a la puerta pero que ella no estaba en casa. Patético.
La mujer llama dos veces. Luego golpea la puerta con fuerza en plan pom-pom-pom-pom-pom-pom. Como un policía. Me ve mirando por el hueco lateral de los visillos y sonríe de oreja a oreja. Una sonrisa muy hollywoodiense, como solía decir mi madre. Luego vuelve a llamar.
Cuando abro, la mujer me da la botella de leche que me habían dejado en el peldaño de la puerta y dice:
—Será mejor que no la deje fuera o se pondrá mala. ¿Puedo entrar? ¿Está hirviendo agua?
No puedo respirar y menos todavía hablar. Ella vuelve a sonreír con la cabeza ladeada.
—Soy Kate —anuncia—. Kate Waters, periodista del Daily Post.
—Yo soy… —comienzo a decir, y de repente me doy cuenta de que no me lo ha preguntado.
—Ya sé quién es usted, señora Taylor —explica ella. Se sobreentienden las palabras «usted es la noticia»—. No nos quedemos aquí. —Y, mientras habla, de algún modo se las arregla para entrar en casa.
Me siento demasiado aturdida por el desarrollo de los acontecimientos y ella toma mi silencio como permiso para ir a la cocina con la botella de leche y prepararme una taza de té. Yo la sigo. No es una cocina muy grande y no dejamos de estorbarnos mientras ella va de un lado para otro, llenando de agua el hervidor y abriendo todos los armarios en busca de tazas y azúcar. Permanezco ahí de pie, sin hacer nada.
Ella elogia los muebles de la cocina.
—Qué cocina más encantadora. Ojalá la mía tuviera este aspecto. ¿Los puso usted?
Me siento como si estuviera hablando con una amiga. Hablar con un periodista no es como pensaba. Creía que se parecería a cuando te inquiere la policía. Que sería una experiencia terrible, un interrogatorio. Eso es lo que dijo mi marido, Glen. Por alguna razón, sin embargo, no lo es.
—Sí, nos decidimos por puertas blancas y tiradores rojos porque se veía muy limpio —digo. Estoy en mi casa hablando sobre muebles de cocina con una periodista. A Glen le habría dado un ataque.
—Es por aquí, ¿no? —pregunta, y yo abro la puerta que da al salón.
No estoy segura de si quiero que esté aquí o no; no estoy segura de cómo me siento. En cualquier caso, no me parece adecuado protestar ahora que ya está sentada con una taza de té en la mano. Es divertido, en cierto modo estoy disfrutando de la atención. Me siento algo sola en casa ahora que Glen ya no está.
Y ella parece estar al mando de la situación. Lo cierto es que resulta agradable volver a tener a alguien que se encargue de mí. Estaba comenzando a temer que tendría que arreglármelas con todo yo sola, pero Kate Waters me comenta que ella se ocupará de todo.
Lo único que he de hacer es hablarle de mi vida, me dice.
¿Mi vida? En realidad, ella no quiere saber nada sobre mí. No ha recorrido el sendero de mi casa para oír hablar acerca de Jean Taylor. Lo que quiere es saber la verdad sobre él. Sobre Glen. Mi marido.
Y es que mi marido murió hace tres semanas. Atropellado por un autobús delante de un supermercado Sainsbury’s. Un minuto estaba ahí, sermoneándome sobre el tipo de cereal que debería haber comprado, y, al siguiente, yacía muerto en la calle. Traumatismo craneal, dijeron. Sea como sea, había muerto. Yo me quedé inmóvil, mirándolo, ahí tirado. La gente corría de un lado para otro en busca de mantas y había un poco de sangre en la acera. Pero tampoco mucha. A él le habría complacido. Le desagradaba cualquier forma de suciedad.
Todo el mundo fue muy amable e intentó que no viera el cadáver. No podía decirles que en realidad me alegraba de que hubiera fallecido. Se habían acabado sus tonterías.