CAPÍTULO 44

Lunes, 1 de febrero de 2010

El inspector

Mientras Fry y su equipo analizaban los datos, Sparkes volvió a dedicar la atención a la furgoneta. Taylor realizaba rutas a la costa sur con regularidad, y Sparkes comenzó a cotejar otras fechas y horas de los registros de la empresa con declaraciones de Taylor, informes de tráfico y cámaras de autopistas. Era la segunda vez que lo hacía y debería haber sido una tarea tediosa, pero se sentía impulsado por una renovada energía.

Había elevado peticiones oficiales a las policías de Londres, Sussex y Kent, que controlaban las autopistas y carreteras que el sospechoso podría haber utilizado, y le habían prometido volver a buscar las apariciones del número de matrícula de la furgoneta de Taylor en los días que rodeaban el secuestro. Ahora solo tenía que esperar.

La primera llamada que recibió, sin embargo, no estaba relacionada con Taylor.

La hizo un coche patrulla de su propia unidad.

—¿Inspector Sparkes? Lamento molestarlo, pero hemos detenido a un tal Michael Doonan y a un tal Lee Chambers en una estación de servicio Fleet Services. Ambos nombres aparecen en la base de datos vinculados al caso de Bella Elliott. ¿Los conoce?

Sparkes tragó saliva.

—Sí. Los conozco a ambos. Maldita sea, sabía que volvería a cruzarme algún día con Chambers, pero no con Mike Doonan. ¿Está seguro de que es él? Creía que estaba incapacitado y que no podía salir de su apartamento.

—Bueno, al parecer ha conseguido llegar a la estación de servicio para comprar unas fotografías repulsivas, señor. Hemos arrestado a cinco hombres por negociar con imágenes pornográficas ilegales.

—¿Adónde los llevan?

—A su comisaría. Llegaremos en unos treinta minutos.

Sparkes permaneció sentado a su escritorio, intentando procesar la información que acababa de recibir y sus implicaciones. ¿Doonan, no Taylor? Consternado ante la enfermiza posibilidad de que hubiera estado persiguiendo al hombre equivocado durante más de tres años, Sparkes rememoró el interrogatorio que habían realizado a Doonan en su apartamento, revaluando cada palabra que había dicho el conductor. ¿Qué se le había pasado por alto?

¿Se le había pasado por alto Bella?

Dividido entre el temor a descubrir y la ardiente necesidad de saber, el inspector permaneció unos minutos abstraído hasta que una voz procedente del pasillo lo sacó de la parálisis. En cuanto volvió en sí, se puso en pie de un salto y bajó a toda velocidad la escalera en dirección al laboratorio forense.

—¡Salmond! ¡Fry! Mike Doonan ha sido arrestado con cargos de pornografía extrema. Lo han pillado comprando pornografía a Lee Chambers en una estación de servicio.

Los dos policías se lo quedaron mirando con los ojos abiertos como platos.

—¿Cómo? ¿El conductor incapacitado por una lesión en la espalda? —preguntó Salmond.

—Al parecer, no está tan inmovilizado como decía. Busquemos las imágenes de las cámaras de seguridad de la estación de servicio el día que Bella desapareció.

En los rostros de todo el mundo podía percibirse la gravedad de la situación mientras los técnicos llevaban a cabo la búsqueda en internet, y la tensión creciente siguió a Sparkes al pasillo. Estaba buscando el número de teléfono de Ian Matthews cuando Salmond asomó la cabeza por la puerta.

—Será mejor que venga a ver esto, señor.

Sparkes se sentó delante de la granulosa imagen de la pantalla.

—Es él. Está junto al maletero del coche de Chambers, hojeando las revistas. Inclinado. Está claro que ese día no tenía problemas de espalda —dijo Salmond.

—¿De qué fecha son las imágenes? ¿Son del día que secuestraron a Bella?

Zara Salmond se quedó un momento callada y luego respondió:

—Sí, son del día que desapareció. —Sparkes casi se levanta de un salto de la silla, pero su sargento alzó la mano—. Esto, sin embargo, lo descarta como posible sospechoso.

—¿Qué quieres decir? Las imágenes demuestran que Doonan nos mintió sobre el alcance de su incapacidad y lo ubican en la zona del secuestro comprando pornografía extrema de camino a casa.

—Sí, pero, según estas imágenes, Doonan estaba con Chambers a la misma hora en la que secuestraron a Bella: las 15.02. No pudo ser él quien lo hiciera.

Sparkes cerró los ojos y confió en que el alivio que sentía no se reflejara en su rostro.

—De acuerdo. Buen trabajo. Sigamos adelante —dijo sin levantar los párpados.

Una vez de vuelta en la privacidad de su despacho, descargó el puño sobre el escritorio y luego fue a dar un paseo para aclararse las ideas.

Cuando regresó, su mente se retrotrajo al Día 1 y a las sensaciones que tuvo entonces sobre el caso. Ellos —él— siempre habían tratado el secuestro de Bella como un crimen oportunista. El secuestrador había visto a la niña y la había cogido. Ninguna otra cosa tenía sentido. No habían encontrado ningún vínculo entre Dawn y Taylor y, tras descartar al tipo de pelo largo que se había inventado Stan Spencer, no habían tenido noticia de nadie que deambulara por esa calle o actuara de forma sospechosa en la zona antes de la desaparición de Bella. No había denuncias de ningún exhibicionista ni ningún crimen sexual.

Y no había ningún verdadero patrón de comportamiento que el depredador hubiera podido seguir. La cría iba y venía de la guardería con Dawn, pero no todos los días, y solo jugaba fuera de vez en cuando. Si alguien hubiera planeado el secuestro, seguramente este habría tenido lugar de noche, cuando pudiera estar seguro de dónde estaba la niña. Nadie se habría sentado de día en una calle residencial a la espera del improbable caso de que saliera a jugar. Lo habrían visto.

La línea de investigación de la policía consistía en que la pequeña había sido secuestrada en una fortuita ventana de oportunidad de veinticinco minutos. En su momento, pues, y basándose en las pruebas con las que contaban, habían actuado correctamente al descartar un secuestro planificado.

Pero, bajo la fría luz del día, tres años y medio después, Sparkes pensó que quizá se habían apresurado demasiado en descartarlo y quiso reconsiderar esa posibilidad.

—Bajo un momento a la sala de control a pedir un favor —le dijo a Salmond.

Russell Lynes, el mejor amigo que tenía en el cuerpo —se habían unido al mismo tiempo—, estaba de servicio.

—Hola, Russ, ¿te apetece un café?

Sentados en la cantina, ambos revolvían con la cucharilla el líquido marrón que tenían delante sin demasiadas intenciones de bebérselo.

—¿Cómo lo llevas, Bob?

—Muy bien. Volver a realizar auténtico trabajo policial supone una gran diferencia. Y tengo una nueva pista en la que concentrarme.

—La última vez caíste enfermo, Bob. Ten cuidado.

—Lo tendré, Russ. Pero no estaba enfermo, solo cansado. Verás, quiero echarle un vistazo a una cosa que quizá se me pasó por alto la primera vez.

—Tú eres el jefe. ¿Cómo es que andas pidiendo favores? Haz que lo mire alguien del equipo.

—Ya tienen suficientes cosas entre manos y podrían pasar semanas hasta que tuvieran tiempo para ponerse a ello. Si tú pudieras echarme un cable, podría saber en un par de días si debo descartarlo o no.

—De acuerdo, ¿qué quieres que haga? —preguntó Russell Lynes, empujando sin querer el café a un lado y vertiendo un poco sobre la mesa.

—Gracias, camarada. Sabía que podía contar contigo.

Los dos hombres se sentaron en el despacho de Sparkes delante de la hoja de cálculo con las entregas de Taylor y desentrañaron las visitas que había realizado a Southampton y las ciudades vecinas.

—Hemos mirado cada fotograma de las imágenes de las cámaras de vigilancia de la zona que rodea la casa de Dawn Elliott el día del secuestro —dijo Sparkes—. Sin embargo, la única vez que hemos visto la furgoneta de Taylor fue en una dirección de entrega de Winchester, y en la intersección de la M3 y la M25. Me he quemado las pestañas mirando las imágenes, pero no he conseguido ubicar su furgoneta en la escena del crimen.

Podía recordar vívidamente las expectativas que sentía cada vez que cargaban una nueva tanda de imágenes y la amarga decepción cuando terminaban el visionado sin haber divisado ninguna furgoneta azul.

—Quiero mirar otras fechas —dijo—. Aquellas en las que Taylor realizó otras entregas en Hampshire. Recuérdame dónde están las cámaras de vigilancia en la zona de Manor Road.

Lynes marcó las localizaciones en los mapas con un rotulador de color verde fluorescente: había una en el patio delantero de una gasolinera, a un par de calles de la casa de Bella; otra en las farolas de la gran intersección para atrapar a los que se saltan el semáforo en rojo; y algunas tiendas —entre las cuales se hallaba el quiosco— habían instalado pequeñas versiones baratas para disuadir a los ladrones.

—Y delante de la guardería de Bella hay otra más, sin embargo aquel día ella no fue a la escuela. Hemos mirado las imágenes de todas estas cámaras, pero no hay nada de interés.

—Bueno, volvamos a mirar. Algo se nos tiene que haber pasado por alto.

Cuatro días después, el teléfono de Sparkes sonó y, en cuanto el inspector oyó la voz de Lynes, supo que este había encontrado algo.

—Voy ahora mismo —dijo.

—Ahí está —le dijo Lynes señalando el vehículo que cruzaba el fotograma.

Sparkes aguzó la mirada para reajustarla a la granulosa resolución de las imágenes.

Estuvo ahí. La furgoneta estuvo ahí. Los dos hombres se miraron triunfalmente y luego se volvieron de nuevo hacia la pantalla para disfrutar otra vez del momento.

—¿Estamos seguros de que es él? —preguntó Sparkes.

—Concuerda con la fecha y la hora de una entrega a Fareham que aparece en su hoja de ruta y el número parcial de matrícula que ha obtenido el equipo informático forense incluye tres letras que se corresponden con las del vehículo de Taylor.

Lynes volvió a reproducir las imágenes.

—Y ahora observa.

La furgoneta se detenía justo en la zona que cubría la cámara, de espaldas a la guardería. Justo en ese momento, Dawn y Bella aparecían detrás de la muchedumbre de niños y padres que había en la puerta de la escuela. La madre iba peleándose con la cremallera del abrigo de su hija y esta avanzaba aferrada a una enorme hoja de papel. Ambas pasaban entonces junto a la furgoneta y luego torcían la esquina, con la tranquilidad que confiere la rutina diaria. Al cabo de unos segundos, la furgoneta partía en la misma dirección.

Sparkes sabía que estaba contemplando el momento en el que Glen Taylor había tomado su decisión y los ojos se le humedecieron. Dijo entre dientes que iba a buscar un cuaderno y se fue a su despacho para estar un instante a solas. «Estamos muy cerca. Ahora no metamos la pata. No nos apresuremos. Vayamos paso a paso», se dijo a sí mismo.

El inspector miró la imagen de un Taylor sonriente que colgaba en la pared y le devolvió la sonrisa.

—Espero que no hayas planeado unas vacaciones, Glen.

De vuelta en el laboratorio, Lynes estaba escribiendo algo en una pizarra.

—Estas imágenes fueron grabadas el jueves 28 de septiembre, cuatro días antes del secuestro de Bella —dijo.

Sparkes cerró los ojos antes de decidirse a hablar.

—Lo planeó, Russ. No fue un secuestro fortuito. La estuvo observando. ¿Aparece la furgoneta en las imágenes de alguna otra cámara?

—En una gasolinera de Hook, llenando el depósito de camino a casa. Las horas encajan.

—Démosles a las imágenes la máxima cantidad de detalle posible. Luego iré a ver a Glen Taylor —dijo Sparkes.

Los dos hombres se volvieron a sentar delante del monitor mientras el técnico reproducía hacia delante y hacia atrás las imágenes de la furgoneta y ampliaba la zona del parabrisas.

—Está muy borroso, pero estamos bastante seguros de que se trata de un hombre blanco de pelo oscuro, sin gafas ni vello facial —dijo el técnico.

El rostro del parabrisas se inclinó y quedó a la vista. Un óvalo blanco con dos zonas oscuras por ojos.