CAPÍTULO 42
Viernes, 11 de junio de 2010
La periodista
Kate se sentó delante del escritorio de falso estilo Regencia y empujó la carpeta de imitación de piel a un lado. Su muy querido y maltratado ordenador portátil estaba sobre la cama, donde lo había dejado esa mañana después de pasar a limpio sus notas mientras tomaba la primera taza de café del día. El cable serpenteaba a lo largo de las sábanas blancas hasta el enchufe que había detrás de la mesilla de noche. Lo desenredó y lo volvió a enchufar, se quitó la chaqueta y encendió el ordenador. En su mente resonaba la voz de Jean Taylor y el artículo ya estaba tomando forma en su cabeza.
A la hora de escribir, no planeaba sus artículos. Del mismo modo que tampoco planificaba su día a día. Algunos de sus colegas se sentaban con sus cuadernos y marcaban citas con asteriscos y subrayaban puntos importantes. Algunos incluso numeraban párrafos, como si temieran que sus notas pudieran desaparecer o que, al comenzar a escribir, fuera a romperse una especie de hechizo.
Otros —los verdaderamente talentosos, admitió Kate para sí— lo escribían todo en sus cabezas mientras tomaban un café o una cerveza y luego vertían en la página un hermoso y fluido borrador. Ella hacía un poco de ambas cosas, dependiendo del jaleo que hubiera a su alrededor: escribía un poco en la cabeza al terminar la entrevista y, cuando se sentaba al ordenador, se sumergía a fondo en el artículo e iba editando y reorganizando sus partes a medida que avanzaba.
Era curioso: a pesar de que todos escribían con ordenador, los periodistas de su generación todavía hablaban como si garabatearan sus artículos en un trozo de papel y se los dictaran a insensibles transcriptores —«¿Falta mucho para terminar?»— desde cabinas telefónicas con olor a pis. Ella había comenzado a trabajar como periodista hacia el final de los años dorados de Fleet Street[8], pero le encantaban las formas poco pulidas del periodismo de la época. Por aquel entonces, la redacción aún bullía con el ruido de los periodistas. Ahora, su redacción era una planta sin paredes, silenciada y apaciguada por los diseñadores. Parecía más la oficina de una aseguradora que la de un periódico nacional y, expuestos por ese silencio, habían ido desapareciendo el mal comportamiento y los personajes extravagantes. Ahora era un mundo gris.
Tenía que llamar al redactor jefe, pero todavía no quería oír su opinión sobre la entrevista. Lo más probable era que quisiese meter baza y decirle cómo escribirla a pesar de que solo conocía un par de declaraciones. Luego iría al despacho del director y le diría que había conseguido la exclusiva. Era su recompensa —rara vez remunerada— por todo lo que tenía que soportar. Ella lo comprendía, pero quería saborear el momento: había obtenido una confesión de Jean sobre Glen y Bella. La cosa podría haber dado más de sí, pero al menos Jean le había dicho que pensaba que Glen había secuestrado a la niña. Era suficiente. Se trataba de las primeras palabras de la viuda. Kate comenzó a escribir.
De vez en cuando, levantaba la mirada para repensar una frase y veía el reflejo de su rostro en el enorme espejo que había encima del escritorio. Parecía otra persona: seria, concentrada en algo a lo lejos y, de algún modo, más joven. No parecía una madre o una esposa. Parecía una periodista.
Mientras terminaba la sección de citas impactantes, sonó su teléfono y lo cogió de inmediato.
—Hola, Terry. Acabo de terminar la entrevista. Tengo una frase genial de Jean.
Quince minutos después, volvió a llamarla. El periódico le había reservado tres páginas y había planeado asimismo dedicarle al tema un segundo día. Lo único que Kate tenía que hacer era terminar de escribir el artículo.
—Dos mil quinientas palabras para las páginas interiores, Kate. Dejemos la historia sobre su matrimonio y todo eso para el segundo día. Cúrrate un buen titular para la portada, ¿de acuerdo?
La mujer seria del espejo asintió.
Se preguntó qué estaría haciendo Jean Taylor en la habitación contigua mientras escribía sobre ella.
—Qué situación más extraña —se dijo a sí misma al tiempo que se disponía a realizar una intervención quirúrgica en el cuerpo del artículo para extraer todas las buenas declaraciones sobre el matrimonio de los Taylor y copiarlas en el artículo que se publicaría el segundo día.
A pesar de la opinión de mucha gente, los hombres y las mujeres a los que Kate había entrevistado después de haber sufrido una tragedia o drama se habían mostrado en su mayor parte agradecidos por la atención que les había dedicado y los artículos que había escrito. Las celebridades, la gente de mala fama y otros críticos decían que todo el mundo odiaba a la prensa solo porque ellos lo hacían, pero un buen número de entrevistados había permanecido en contacto con Kate durante años. Ella formaba parte de sus vidas, parte de un acontecimiento que, para la mayoría, lo había cambiado todo.
—El tiempo que pasamos juntos es realmente intenso e íntimo —le contó a Steve al principio de su relación—. Aunque sea solo por unas pocas horas. Es como cuando conoces a alguien en un tren de largo recorrido y se lo cuentas todo. Porque puedes, porque es un momento especial.
Steve se rio de su seriedad.
Se habían conocido a través de amigos comunes en una desastrosa fiesta de Cluedo en vivo celebrada en el norte de Londres y habían conectado cuando ambos se rieron en el momento equivocado, ofendiendo con ello a sus huéspedes.
Luego compartieron un taxi y él se sentó de lado en el asiento para poder mirarla. Animados por el alcohol que habían ingerido, se pusieron a hablar sobre sí mismos.
Steve estudiaba el último año de la carrera de medicina y trabajaba con pacientes de cáncer. A su parecer, el periodismo era superficial o incluso frívolo. Ella lo comprendía, era una idea errónea muy extendida e intentó explicarle por qué el periodismo era importante para ella. Luego esperó a ver si su relación iba a más y, cuando lo hizo, Steve comenzó a ver las cosas de otro modo.
Fue testigo de las llamadas a primera hora de gente en apuros, o de las noches que su esposa se pasaba leyendo documentos judiciales o conduciendo por la autopista para ir a localizar un testimonio importante para un artículo. Se trataba de algo serio, y la prueba eran los montones de tarjetas de Navidad que colgaban junto a las de los agradecidos pacientes del doctor Steve. Las de ella eran alegres felicitaciones de padres de víctimas de asesinatos o violaciones, supervivientes de accidentes aéreos, víctimas de secuestro rescatadas o ganadores de juicios. Todos ocupaban su lugar en las cintas que decoraban su casa desde principios de diciembre. Recordatorios de días felices.
Dos horas después, Kate ya estaba puliendo lo que había escrito: leyendo y releyendo en busca de adjetivos repetidos, cambiando una palabra aquí y allá, intentando mirar la introducción con ojos frescos. Contaba con apenas cinco minutos antes de que Terry comenzara a pedir una copia a gritos y debería apretar de una vez el botón de enviar, pero no quería desprenderse del artículo. Estaba postergando el envío cuando, de repente, se dio cuenta de que no le había comentado a Mick que habría un segundo día, así que lo llamó.
Cuando descolgó, su voz sonaba muy relajada; probablemente, estaba tumbado en la cama viendo una película para adultos en el canal de pago.
—Lo siento, Mick, pero en el periódico han decidido que dividirán el artículo en dos días. Quería saber si las fotografías que has hecho serán suficientes.
No lo eran.
—Hagamos otra sesión —sugirió él.
Kate llamó a la habitación de Jean mientras pensaba cómo decirle que tenían que hacer otra sesión de fotos y que solo sería un momento. No contestó nadie a pesar de que se podían oír los timbrazos a través de la pared que separaba ambas habitaciones.
—Vamos, Jean, contesta —masculló Kate. Luego se calzó y salió al pasillo para llamar directamente a la puerta—. ¡Jean! —exclamó con la boca prácticamente pegada a la superficie de la puerta.
Mick salió de su habitación con la cámara en la mano.
—No contesta. ¿Qué demonios estará haciendo? —dijo Kate, y volvió a llamar a la puerta.
—Tranquilízate. A lo mejor ha ido al spa. El masaje que le hicieron le encantó —dijo Mick.
Kate salió disparada hacia el ascensor, luego dio media vuelta y regresó corriendo a su habitación. Primero tenía que enviar el artículo.
—Eso mantendrá ocupados a los gerifaltes mientras nosotros la buscamos —le indicó a Mick.
La esteticista del spa con aroma a ylang-ylang no pudo ayudarlos. Mientras pasaba el dedo por la pantalla que tenía delante, ladeó su cabeza peinada con un apretado moño y repitió los nombres en voz baja. No había ninguna reserva.
Los periodistas se retiraron y se reagruparon. Mientras Mick buscaba a Jean por el hotel, Kate no dejó de llamarla al móvil. La sensación de pánico fue aumentando a medida que imaginaba posibles escenarios catastróficos. Temía que otro periódico la hubiera encontrado y la hubiera escondido delante de sus narices. ¿Qué les diría a sus jefes? ¿Cómo se lo contaría?
Veinte minutos después, la pareja de periodistas estaba en el vestíbulo, mirando por las puertas acristaladas y planeando desesperadamente el siguiente paso cuando la segunda recepcionista regresó de su descanso y, desde detrás del mostrador, les preguntó:
—¿Están buscando a su amiga?
—Sí —exclamó Kate—. ¿La ha visto?
—Se ha marchado hace un par de horas. En realidad, casi tres. He llamado a un taxi para que la llevara a la estación.
El móvil de Kate sonó.
—Es la redacción —le dijo a Mick.
Mick hizo una mueca y decidió salir a la calle a fumarse un cigarrillo.
—Hola, Terry —contestó con un tono de voz algo forzado para tratar de sobrecompensar su agitación—. No, todo va bien… Bueno, más o menos. Verás, tenemos un pequeño problema. Jean ha desaparecido. Por lo visto, se ha marchado mientras yo escribía el artículo. Estoy segura de que se ha ido a su casa, pero… Sí, ya lo sé… Ya lo sé… Lo siento. Te llamaré en cuanto sepa algo más… ¿Qué te parece el artículo?