CAPÍTULO 3

Miércoles, 9 de junio de 2010

La periodista

Kate Waters cambió de postura en el sillón. No debería haber tomado antes esa taza de café; entre eso y el té de ahora, su vejiga estaba a punto de reventar y tendría que dejar a Jean Taylor sola con sus pensamientos. No era una buena idea a esas alturas del partido, sobre todo teniendo en cuenta que Jean se había quedado algo callada, y permanecía inmóvil sorbiendo su té con la mirada perdida. Kate no quería romper el vínculo que estaba creando con ella. Se encontraban en un punto muy delicado. Si perdía contacto visual con ella, el ambiente que había propiciado podía cambiar.

Su marido Steve comparó una vez su trabajo con el acoso a un animal. Había tomado más de una copa de Rioja y estaba fanfarroneando en una cena con amigos.

—Se acerca cada vez más a la presa, alimentándola con pequeñas muestras de amabilidad y humor, una mención al dinero futuro, la posibilidad de ofrecer su versión de la historia, hasta que la tiene comiendo en la palma de su mano. Es un verdadero arte —les dijo a los invitados congregados a su mesa.

Eran sus colegas del departamento de oncología y Kate se limitó a fingir una sonrisa profesional y a murmurar: «Vamos, querido, me conoces mejor que eso», mientras los invitados reían nerviosamente y le daban un trago a su vino. Luego, cuando ella y su marido recogían, le mostró su enfado arrojando las cazuelas al fregadero y salpicando el suelo con agua enjabonada, pero Steve la rodeó con los brazos y comenzó a besarla hasta que se reconciliaron.

—Ya sabes lo mucho que te admiro, Kate —le dijo—. Eres brillante en lo que haces.

Ella le devolvió el beso, pero él tenía razón. A veces, entablar una conexión instantánea con un desconocido receloso o incluso hostil se parecía a un juego o a un baile de seducción. A ella le encantaba. Adoraba el subidón de adrenalina que sentía al dejar atrás a sus competidores, ser la primera que pisaba el peldaño de una puerta y llamar al timbre mientras oía los ruidos de la vida cotidiana en el interior de la casa. Podía ver entonces cómo cambiaba la luz a través de la escarcha de la ventana cuando la persona se acercaba y, en cuanto se abría la puerta, se metía de lleno en el papel.

Los periodistas tienen distintas técnicas para entrar en una casa. Un amigo con el que había estudiado llamaba «último cachorro del cesto» a la expresión que ponía para obtener la simpatía de la persona que le abría la puerta; otra siempre le echaba las culpas a su redactor jefe por obligarla a llamar de nuevo a una puerta; y había una que incluso había llegado a meterse una almohada debajo del suéter para fingir que estaba embarazada y pedir así permiso para utilizar el servicio y entrar en la casa.

Ese no era el estilo de Kate. Ella tenía sus propias reglas: sonreír siempre, no acercarse nunca demasiado a la puerta, no comenzar con una disculpa, e intentar que no se le notara el hecho de que iba detrás de la noticia. Ya había utilizado lo de la botella de leche antes, pero los lecheros cada vez escaseaban más. Se sintió muy satisfecha de sí misma por haber conseguido cruzar la puerta de Jean Taylor con semejante facilidad.

A decir verdad, no había querido ir allí. Tenía que pasarse por la oficina para rellenar los formularios de gastos antes de que le cobraran el recibo de la tarjeta de crédito y su cuenta bancaria se vaciara. Pero a su redactor jefe le había dado igual.

—Ve y llama a casa de la viuda, te pilla de camino —exclamó Terry Deacon por teléfono mientras de fondo se oían a todo volumen los titulares de la radio—. Nunca se sabe. Puede que hoy sea tu día de suerte.

Kate suspiró. Supo de inmediato a quién se refería Terry. Solo había una viuda a la que todo el mundo quería entrevistar esa semana, aunque también sabía que se trataba de un sendero muy trillado. Tres colegas del Post ya lo habían intentado, y estaba segura de que ella debía de ser la última periodista del país en llamar a esa puerta en concreto.

Casi.

En cuanto llegó a la altura de la calle de Jean Taylor, buscó automáticamente a otros periodistas y divisó al instante al hombre del The Times de pie junto a un coche. Corbata aburrida, parches en los codos y raya al lado. Clásico. Ella siguió adelante mientras el tráfico de la calle principal avanzaba a ritmo lento, pero sin dejar de observar al enemigo. Tendría que dar una vuelta a la manzana y esperar que, cuando volviera a pasar, el tipo ya se hubiera marchado.

—¡Maldita sea! —masculló al tiempo que ponía el intermitente para girar a la izquierda y se metía en una calle lateral para aparcar.

Quince minutos y un vistazo a los periódicos después, Kate se volvió a poner el cinturón de seguridad y arrancó de nuevo el coche. Su teléfono móvil sonó y ella rebuscó en el bolso con la mano hasta encontrarlo. Al sacarlo, vio el nombre de Bob Sparkes en la pantalla y respondió la llamada.

—Hola, Bob, ¿cómo estás? ¿Qué sucede?

El inspector Bob Sparkes quería algo, eso estaba claro. No era una de esas personas que llaman para charlar y estaba segura de que la conversación duraría menos de sesenta segundos.

—Hola, Kate. Bien, gracias. Algo ocupado, ya sabes cómo es la cosa. Tengo un par de casos en marcha, pero nada interesante. Verás, Kate, me preguntaba si todavía estabas trabajando en el caso de Glen Taylor.

—Por Dios santo, Bob, ¿es que acaso me espías con cámaras? Estoy a punto de llamar a la puerta de Jean Taylor.

Sparkes se rio.

—No te preocupes, que yo sepa no estás bajo vigilancia.

—¿Hay algo que deba saber antes de que la vea? —preguntó Kate—. ¿Alguna novedad desde la muerte de Glen Taylor?

—No, en realidad no. —Percibió el tono de decepción en la voz del inspector—. Más bien me preguntaba si tú te habías enterado de algo nuevo. Bueno, si consigues que Jean te cuente algo, te agradecería que me avisaras.

—Luego te llamo —dijo ella—, pero probablemente me cerrará la puerta en las narices. Eso es lo que ha hecho a todos los demás periodistas.

—De acuerdo, luego hablamos.

Llamada finalizada. Kate miró la pantalla del móvil y sonrió. Cuarenta y un segundos. Un nuevo récord. La próxima vez que lo viera tenía que hacer algún comentario al respecto.

Cinco minutos después, la calle de Jean Taylor ya estaba libre de periodistas y recorrió el sendero en dirección a la casa.

Ahora necesitaba la historia.

«¿Cómo diantre puedo concentrarme?», pensó mientras se clavaba las uñas en las manos para distraerse. No, así no.

—Lo siento, Jean, ¿te importaría que utilizara tu cuarto de baño? —dijo disculpándose con una sonrisa—. El té no perdona, ¿verdad? Si te parece, puedo preparar otra taza para ambas.

Jean asintió y se levantó de su asiento para mostrarle el camino.

—Es por aquí —le indicó haciéndose a un lado para que Kate pudiera dirigirse al cuidado rinconcito que era el aseo de la planta baja.

Mientras se lavaba las manos con el perfumado jabón para invitados, Kate levantó la mirada y se vio en el espejo. Pensó que parecía algo cansada, así que se arregló el cabello alborotado y se dio unos golpecitos en las bolsas de los ojos con las puntas de los dedos tal y como le había enseñado la chica que le hacía sus ocasionales tratamientos faciales.

Luego, sola en la cocina, aprovechó para leer las notas y los imanes del frigorífico mientras esperaba que el agua hirviera. Listas de la compra y recuerdos vacacionales; allí no había nada para ella. Una fotografía de los Taylor tomada en un restaurante de playa mostraba a la pareja sonriendo y levantando sus vasos en dirección a la cámara. Glen Taylor aparecía con el pelo oscuro enmarañado y una sonrisa de vacaciones en el rostro. En cuanto a Jean, llevaba el pelo rubio oscuro teñido para la ocasión y colocado cuidadosamente detrás de las orejas, tenía el maquillaje un tanto corrido por el calor y miraba de reojo a su esposo.

¿Era una mirada de adoración o de temor?, se preguntó Kate.

Estaba claro que los últimos dos años se habían cobrado un peaje en la mujer de la fotografía. La Jean que la esperaba en el salón iba ataviada con unos pantalones anchos, una camiseta grande y un jersey y llevaba el pelo recogido en una corta coleta de la que se le habían escapado algunos mechones. Steve solía bromear con el hecho de que Kate siempre se fijara en los pequeños detalles, pero eso formaba parte del trabajo. «Soy una observadora cualificada», se burlaba ella y luego se recreaba señalando algunos pequeños detalles reveladores. En esta ocasión, había reparado inmediatamente en las ásperas y agrietadas manos de Jean —manos de peluquera, pensó Kate— y en la piel que rodeaba sus uñas, irregular a causa de los mordisqueos nerviosos.

Las arrugas alrededor de los ojos de la viuda contaban su propia historia.

Kate cogió su móvil y fotografió la instantánea de vacaciones. Advirtió que la cocina estaba inmaculada; nada que ver con la suya, en la que, sin duda, sus hijos adolescentes habrían dejado el rastro de los restos de su desayuno: tazas de café manchadas, leche agria, tostadas a medio comer y un tarro de mermelada abierto con un cuchillo dentro. Además de la obligatoria equipación de fútbol sucia descomponiéndose en el suelo.

El hervidor de agua se apagó —y con él los pensamientos sobre su casa—, Kate preparó el té y llevó las tazas al salón con una bandeja.

Jean tenía la mirada perdida y se mordisqueaba el pulgar.

—Esto ya me gusta más —dijo Kate—. Lamento la interrupción. ¿Por dónde íbamos?

Debía admitir que comenzaba a preocuparse. Llevaba casi una hora con Jean Taylor y tenía el cuaderno lleno de anotaciones sobre su infancia y primeros años de casada. Pero eso era todo. Cada vez que se acercaba al tema en cuestión, Jean cambiaba de tercio y pasaba a algo seguro. En un momento dado, habían comentado los desafíos de criar niños y luego había habido un breve interludio en el que Kate había aceptado una de las insistentes llamadas de la oficina.

Terry no cupo en sí de gozo cuando se enteró de dónde estaba Kate.

—¡Genial! —exclamó al teléfono—. Bien hecho. ¿Qué te ha contado? ¿Cuándo puedes entregarnos algo?

Bajo la atenta mirada de Jean Taylor, Kate murmuró:

—Espera un minuto, Terry. Aquí la cobertura no es muy buena —y, fingiendo fastidio de cara a Jean con una teatral negación de cabeza, salió al jardín trasero—. Por el amor de Dios, Terry, estaba sentada a su lado. Ahora no puedo hablar —susurró—. Para ser honesta, la cosa va algo lenta, pero creo que está comenzando a confiar en mí. Deja que siga con ello.

—¿Ha firmado ya? —preguntó Terry—. Consigue que firme un contrato y luego ya podremos tomarnos nuestro tiempo para lo demás.

—No quiero asustarla con estas cosas, Terry. Haré lo que pueda. Hablamos luego.

Kate presionó el botón para colgar y consideró su próxima jugada. Tal vez debía mencionar el dinero directamente. Ya había preparado el té y mostrado compasión, ahora tenía que dejar de marear la perdiz.

Después de todo, Jean podía encontrarse en una situación apurada ahora que su marido había muerto.

Ya no estaba allí para mantenerla. Ni impedir que hablara.