CAPÍTULO 25
Jueves, 12 de julio de 2007
La viuda
Es obvio que la policía no se da por vencida. Están obsesionados con Glen y su furgoneta, su supuesta pornografía infantil y su «mala praxis» en el trabajo. No lo dejarán estar así como así. Según su abogado, como poco intentarán procesarlo por esas imágenes.
Las visitas y las llamadas del inspector Sparkes se han convertido en parte de nuestras vidas. La policía está construyendo su acusación y nosotros solo podemos contemplarlo desde la banda.
Le digo a Glen que debería decirle a la policía lo del «trabajillo privado» y dónde estaba aquel día, pero él insiste en que eso solo empeoraría las cosas.
—Dirían que les he mentido en todo, Jeanie.
Estoy aterrorizada y temo hacer o decir algo que empeore las cosas. Al final, sin embargo, es Glen quien lo hace, no yo.
La policía vino a verlo para interrogarlo otra vez. Se lo llevaron a Southampton. Al marcharse, Glen me dio un beso en la mejilla y me pidió que no me preocupara.
—Todo irá bien —me dijo, y yo asentí. Y luego me puse a esperarle.
La policía se llevó más cosas suyas. Toda la ropa y los zapatos que no se llevaron la primera vez. También cosas que se acababa de comprar. Intenté decírselo, pero ellos me contestaron que se lo iban a llevar todo. De hecho, cogieron incluso mi anorak por equivocación. Lo había colgado en su parte del armario porque la mía estaba llena.
Al día siguiente, Bob Sparkes vino a verme y me pidió que fuera con él a Southampton para hacerme unas preguntas. En el coche no me contó nada, solo que quería que ayudara con la investigación.
Cuando llegamos a la comisaría, sin embargo, me hizo sentar en una sala de interrogatorio y me leyó mis derechos. Luego me preguntó si había secuestrado a Bella o si había ayudado a Glen a hacerlo.
No podía creerme que estuviera preguntándome eso. Yo no dejaba de decirle: «No, claro que no. Y Glen tampoco lo hizo», pero él no me escuchaba. Ya estaba pensando en la siguiente pregunta que me iba a hacer.
Cual ilusionista, de repente sacó una bolsa de plástico. Al principio, yo no podía ver bien qué había dentro, pero luego vi que se trataba de un trozo de papel rojo.
—Encontramos esto en el bolsillo de su anorak, señora Taylor. Es de un paquete de Skittles. ¿Suele tomar Skittles?
Por un momento, no supe de qué estaba hablando, pero luego lo recordé. Seguramente era el trozo de papel que encontré debajo de la alfombrilla de la furgoneta.
Sparkes debió de percibir mi cambio de expresión y siguió insistiendo. No dejaba de pronunciar el nombre de Bella. Yo le contestaba que no recordaba nada, pero él se había dado cuenta de que lo había hecho.
Al final se lo dije para que me dejara en paz. Le dije que podía tratarse de un trozo de papel que había encontrado en la furgoneta. No era más que un poco de basura polvorienta y sucia. Me lo metí en el bolsillo para tirarlo más tarde, pero nunca llegué a hacerlo.
Dije que no era más que el envoltorio de un caramelo, pero el inspector me explicó que habían encontrado un pelo de gato pegado a él. De un gato gris. Como el del jardín de Bella. Yo le comenté que eso no demostraba nada. El pelo podía proceder de cualquier lado. Pero aun así me tomaron declaración.
Esperaba que no le dijeran nada a Glen antes de que yo tuviera oportunidad de hacerlo. Cuando ambos llegáramos a casa le explicaría que me habían obligado a decírselo. Que no importaba. Pero no tuve ocasión. Glen ya no vino a casa.
Al parecer, había vuelto a ver pornografía en internet. En el momento en que Tom Payne, el abogado de Glen, me lo explicó, me costó creerme que hubiera sido tan estúpido. Supuestamente, él era el listo de la familia.
Cuando registró la casa, la policía se llevó su ordenador, pero luego él se compró un portátil barato y un router wifi y lo montó en el cuarto de invitados. Dijo que era para trabajar, pero en realidad volvió a visitar los chats o comoquiera que se llamen.
La estratagema de la policía fue muy inteligente: hicieron que un agente se hiciera pasar por una chica en internet y se pusiera en contacto con él. Su seudónimo era RicitosdeOro. ¿Quién podría caer en algo así? Al parecer, Glen.
Y no solo charlaron. Tom quiso prepararme para lo que pudiera aparecer en los periódicos, de modo que me contó que al final RicitosdeOro tuvo cibersexo con Glen. Es sexo sin tocarse, me contó Glen cuando le visité por primera vez y él intentó darme una explicación.
—Son solo palabras, Jeanie. Palabras escritas. No hablamos ni nos tocamos. Fue como si sucediera en mi cabeza. Solo una fantasía. Lo entiendes, ¿verdad? Estoy bajo mucha presión con todas estas acusaciones. No puedo evitarlo.
Intento entenderlo. De verdad. No dejo de decirme a mí misma que se trata de una adicción. Que no es su culpa. Me concentro en los auténticos villanos de todo esto. Glen y yo estamos muy enfadados con lo que le ha hecho la policía.
Me costaba creer que eso pudiera formar parte del trabajo de alguien. Era como prostituirse. Glen también opinaba lo mismo. Lo de que RicitosdeOro era un hombre todavía le costó más aceptarlo. Pensaba que la policía solo lo decía para que pareciera homosexual o algo así. Yo no dije nada. Ya tenía suficiente con lo del cibersexo como para preocuparme por el sexo de la persona con la que lo había hecho. En cualquier caso, ese no era precisamente su mayor problema.
Al parecer, le había contado demasiadas cosas a RicitosdeOro. Para impresionarla, le había dicho que sabía algo sobre cierto caso policial. «Ella» casi lo había incitado a decírselo.
Esta vez, Bob Sparkes acusó de modo formal a Glen del secuestro de Bella. Dijeron que la había secuestrado y matado. Pero no lo acusaron de asesinato. Tom Payne me explicó que estaban esperando a encontrar el cadáver. No me gustó que hablara así de Bella, pero no dije nada.
Me fui a casa sola y los medios de comunicación volvieron a hacer acto de presencia.
No suelo leer los periódicos, la verdad. Prefiero las revistas. Me gustan los artículos basados en hechos reales: la mujer que apadrinó a cien bebés, la que renunció al tratamiento contra el cáncer para salvar a su bebé, la que tuvo el bebé de su hermana; cosas así. Los periódicos siempre han sido más cosa de Glen. A él le gusta el Mail: puede hacer el crucigrama de la última página y es el tipo de periódico que leía su antiguo jefe en el banco. «Nos hace tener algo en común, Jeanie», me dijo una vez.
Ahora, sin embargo, los periódicos y la tele —e incluso la radio— hablan sobre nosotros. Glen vuelve a ser noticia y vuelven a llamar a la puerta de casa. He descubierto que a eso lo llaman «montar guardia» y algunos de ellos llegan incluso a dormir en sus coches toda la noche para intentar verme y hablar conmigo.
Yo me siento en el dormitorio junto a la ventana y los miro por la abertura de la cortina. Todos hacen lo mismo. La verdad es que resulta bastante cómico. Primero pasan rápido con el coche para ver la casa y quién está delante. Luego aparcan y vienen caminando con un cuaderno en la mano. Los que ya estaban aquí salen de sus coches e intentan impedir que el nuevo llegue a la puerta. Huelen su aparición como si de una jauría de animales se tratara.
Al cabo de unos pocos días, ya se han hecho todos amigos y se turnan para ir a buscar cafés y sándwiches de beicon a la cafetería que hay al pie de la colina. «¿Azúcar? ¿Quién quiere salsa en su bocata?». La cafetería debe de estar haciendo una fortuna. Me he dado cuenta de que los reporteros forman un grupo y los fotógrafos otro. Me pregunto por qué no se mezclan. Pueden distinguirse porque los fotógrafos visten de forma distinta, más a la moda, con cazadoras gastadas y gorras de béisbol. La mayoría no parece haberse afeitado en días; me refiero a los que son hombres, claro está. Las mujeres fotógrafo también visten como hombres, con pantalones chinos y camisetas holgadas. Y todos hacen mucho ruido. Al principio, sentía que los vecinos tuvieran que soportar el alboroto que montaban. Pero luego vi que empezaban a llevarles bandejas con bebidas y se quedaban charlando con ellos o incluso les dejaban utilizar sus lavabos. Para los vecinos debe de ser como una fiesta callejera.
Los reporteros son más tranquilos. Se pasan la mayor parte del tiempo hablando con sus móviles o escuchando la radio en sus coches. La mayoría son jóvenes ataviados con sus primeros trajes.
Días después, tras comprobar que no hablo con ellos, los medios de comunicación envían la artillería pesada. Hombres con olor a cerveza, y mujeres de rostros afilados y con abrigos elegantes. Aparecen con sus coches caros y relucientes y descienden de ellos como si pertenecieran a la realeza. Hasta los fotógrafos dejan de hacer el tonto cuando llegan. Un hombre que parece salido del escaparate de una tienda se abre paso entre la muchedumbre y, tras recorrer el sendero, llama a la puerta y exclama:
—¿Qué se siente al tener a un abusador de niños de marido, señora Taylor?
Yo permanezco sentada en la cama, ardiendo de vergüenza. Es como si todo el mundo pudiera verme, aunque estoy sola. Me siento expuesta.
En cualquier caso, no es el primero que me pregunta algo así. Un periodista me lo gritó poco después de que volviesen a arrestar a Glen. Yo me dirigía a hacer la compra y apareció de repente. Debió de haberme seguido desde el grupo apostado en la puerta de casa. Intentó enfadarme para que le dijera algo, cualquier cosa, y conseguir así una «entrevista» con la esposa, pero yo no pensaba caer en eso. Glen y yo ya lo habíamos hablado.
—Tú no digas nada, Jeanie —me advirtió cuando me llamó desde la comisaría de policía—. No dejes que te afecte nada de lo que te digan. Muéstrate imperturbable. No tienes por qué hablar con ellos. Son escoria. No tienen nada sobre lo que escribir.
Pero aun así lo hicieron. Publicaron cosas espantosas.
Otras mujeres aseguraron haber mantenido cibersexo con Glen y ahora estaban haciendo cola para vender sus historias. Yo no podía creer que todo eso fuera cierto. Al parecer, en los chats él se hacía llamar OsoGrande y otros nombres ridículos. En mis visitas a la prisión, a veces me quedaba mirándolo e intentaba imaginarme a mí misma llamándolo OsoGrande. Me sentía asqueada.
Y todavía aparecieron más cosas sobre su afición: las fotografías que compró en internet. Según «fuentes informadas» de uno de los periódicos, para comprarlas había utilizado una tarjeta de crédito y cuando la policía realizó una gran redada para identificar a pedófilos mediante los datos de sus tarjetas de crédito, a él le entró el pánico. Supongo que esa era la razón por la que me había hecho denunciar que le habían robado la tarjeta de crédito. ¿Cómo consiguen los periódicos informaciones de ese tipo? He pensado en preguntárselo a uno de los periodistas que están delante de casa, pero no puedo hacerlo sin decir más cosas de las que debo.
Cuando en mi siguiente visita le pregunté a Glen al respecto, él lo negó todo.
—No hagas ningún caso, querida. La prensa se lo inventa todo. Ya lo sabes —me contestó, cogiéndome de la mano—. Te quiero —añadió.
Yo no dije nada.
Y tampoco le dije nada a la prensa. Solía ir a supermercados distintos para que no pudieran encontrarme y comencé a llevar sombreros que me tapaban un poco la cara para que la gente no pudiera reconocerme. «Como Madonna», habría dicho Lisa si todavía hubiera sido amiga mía. Pero no lo era. Ahora nadie quería conocernos. Solo querían saber cosas sobre nosotros.