CAPÍTULO 16
Jueves, 10 de junio de 2010
La viuda
Antes me encantaban las comidas de los domingos. Siempre comíamos pollo asado con guarnición. Era algo así como una tradición familiar y, cuando todavía éramos recién casados, nuestros padres la compartían con nosotros. Sentados a la mesa en la cocina, leían los periódicos dominicales y escuchaban el final de Desert Island Discs[5] sin prestar demasiada atención mientras yo ponía las patatas en el horno para asarlas y les servía tazas de té.
Era maravilloso haber entrado a formar parte de este mundo adulto en el que podíamos invitar a comer a nuestros padres. Algunas personas dicen que tuvieron esa sensación al comenzar a trabajar, o cuando se mudaron a su primera casa, pero en mi caso fueron esos domingos cuando me sentí por primera vez como una adulta.
Nos encantaba nuestra casa. Pintamos el salón de color magnolia —Glen dijo que era «elegante»— y compramos a crédito un sofá verde de tres piezas. Al final, debió de salirnos por un ojo de la cara, pero era perfecto y Glen no podía no tenerlo. Tardamos más tiempo en ahorrar para los muebles de la cocina, aunque al final lo conseguimos y escogimos unos con puertas blancas. Nos pasamos siglos dando vueltas por la tienda cogidos de la mano como las demás parejas. A mí me gustaban los de color pino, solo que Glen quería algo más «limpio», así que finalmente escogimos los de color blanco. Para ser honesta, al principio la cocina parecía un quirófano, pero compramos velas rojas, tarros vistosos y demás cosas para darle algo de vida. A mí me encantaba mi cocina, o «mi terreno», tal y como decía Glen. Él nunca cocinaba. «Sería un desastre», afirmaba, y nos reíamos. Así pues, la cocinera era yo.
Glen era quien ponía la mesa. Al hacerlo, solía forcejear en broma con mi padre para que apartara los codos. También le tomaba el pelo a su madre por leer el horóscopo.
—¿Algún desconocido alto y moreno esta semana, mamá?
Su padre, George, no hablaba mucho, pero aun así venía. El fútbol era el único interés que compartían, pero ni siquiera en eso podían ponerse de acuerdo. A Glen le gustaba verlo en la tele. Su padre iba al campo. A Glen no le atraía la idea de estar entre todos esos cuerpos apretujados, sudando y lanzando improperios.
—Soy un purista, Jean. A mí me gusta el deporte, no la vida social.
Su padre decía que era un «sarasa». George no comprendía para nada a su hijo y pensábamos que probablemente se sentía amenazado por su formación. A Glen se le había dado muy bien la escuela —siempre había sido de los primeros de la clase— y se había esforzado mucho para no terminar siendo taxista como su padre. Resulta paradójico que acabaran ejerciendo la misma profesión. Una vez se lo dije a modo de broma, pero Glen me respondió que había una gran diferencia entre ser taxista y mensajero.
Yo no sabía qué quería ser. Tal vez una de las chicas guapas que no tenían que esforzarse para conseguir nada. Nunca me esforcé, en todo caso, y Glen siempre decía que era guapa, así que en cierto modo lo conseguí. Me arreglaba un poco para él, pero no me maquillaba demasiado. A él no le gustaba. «Es de golfas, Jeanie».
En nuestras reuniones dominicales, Mary solía traer crujiente de manzana y mi madre un ramo de flores. No cocinaba. Prefería las verduras enlatadas a las frescas. Es curioso, pero mi padre decía que así había sido criada y que él se había acostumbrado a ello.
Cuando en la escuela di clases de economía doméstica, solía traer a casa los platos que preparaba. No eran malos, pero si se trataba de algo «extranjero» como lasaña o chili con carne, mi madre solía limitarse a marear la comida en el plato.
El pollo asado le gustaba a todo el mundo y siempre preparaba guisantes de lata para ella.
Recuerdo que nos reíamos mucho. Por tonterías, en realidad. Cosas divertidas que habían pasado en la peluquería o el banco, cotilleos sobre los vecinos o la serie de televisión EastEnders. La cocina se empañaba completamente cuando escurría las zanahorias y la col, y Glen dibujaba cosas en las ventanas con el dedo. A veces hacía corazones y Mary me sonreía. Estaba desesperada por tener nietos y, cuando lavábamos los platos, solía preguntarme en voz baja si había alguna novedad. Al principio yo le contestaba que nos acabábamos de casar y que todavía teníamos mucho tiempo para tener hijos. Más adelante, comencé a fingir que no la oía mientras metía los platos en el lavavajillas y, finalmente, ella dejó de preguntármelo. Creo que sospechaba que era problema de Glen. Por aquel entonces, yo estaba más unida a ella que a mi madre y, si hubiera sido cosa mía, ella sabía que yo se lo habría dicho. Nunca le dije la razón, pero supongo que se la imaginaba y Glen me culpaba a mí de ello. «Nuestros asuntos solo nos incumben a nosotros, Jeanie».
Las comidas de los domingos comenzaron a espaciarse porque Glen y su padre no soportaban estar en la misma habitación.
Su padre descubrió nuestro problema de fertilidad e hizo una broma al respecto la Navidad posterior a que el especialista nos lo confirmara.
—Mira esto —señaló cogiendo una mandarina satsuma del cuenco de fruta—. Es como tú, Glen. Sin semilla.
George era un hombre desagradable, pero incluso él sabía cuándo había ido demasiado lejos. Nadie dijo nada. El silencio fue terrible. Nadie supo qué decir, de modo que nos limitamos a ver la televisión y a pasarnos la caja de bombones Quality Street. Fingimos que no había pasado. Glen se quedó lívido. Permaneció ahí sentado sin hablar y yo fui incapaz de hacerle una caricia siquiera. Sin semilla.
En el coche de vuelta a casa, Glen aseguró que nunca perdonaría a su padre. Y no lo hizo. No volvimos a mencionar el tema.
Yo me moría de ganas de tener un bebé, pero él no quería hablar sobre «nuestro problema» (así era como tenía que llamarlo) ni sobre la posibilidad de adoptar. Se encerró en sí mismo y yo no dije nada. Durante un tiempo, fuimos como dos desconocidos.
Glen dejó de dibujar cosas en la ventana empañada durante esos almuerzos. Ahora abría la puerta trasera para que se ventilara la cocina. Y todo el mundo comenzó a marcharse cada vez más temprano y, más adelante, a poner excusas: «Esta semana estamos muy ocupados, Mary. ¿Te importaría dejarlo para el domingo que viene?». De ahí pasaríamos a «el mes que viene» y, poco a poco, los almuerzos familiares terminaron por celebrarse únicamente en los cumpleaños y en Navidad.
Si hubiéramos tenido hijos, nuestros padres habrían sido abuelas y abuelos y las cosas habrían sido distintas. Sin embargo, la presión de nuestros padres se volvió insoportable. No había distracciones. Solo nosotros. Y el escrutinio bajo el que se encontraban nuestras vidas se volvió demasiado intenso para Glen.
—Quieren interferir en todo —dijo un día después de comer a raíz de que Mary y mi madre decidieran dónde sería mejor que comprara una nueva cocina.
—Solo quieren ayudar, cielo —contesté en tono jovial, pero ya podía advertir las nubes oscuras sobre su cabeza. Se quedaría callado y ensimismado durante el resto del día.
No siempre fue así. De repente, comenzó a sentirse ofendido por cualquier cosa. La menor nimiedad le molestaba durante días —algo que hubiera dicho el quiosquero sobre la derrota del Arsenal, o que un niño lo hubiera estado mirando en el autobús—. Yo intentaba quitarle importancia, pero me cansé de esa dinámica y al final dejé que se las apañara él solo.
Empecé a preguntarme entonces si Glen no estaría buscando razones para sentirse molesto. La gente del banco con la que siempre le había gustado trabajar comenzó a exasperarle y llegaba a casa quejándose de ellos. Sabía que estaba calentándose para algo —probablemente una discusión— e intentaba calmarlo. Hubo una época en la que podría haberlo conseguido —cuando éramos más jóvenes—, pero las cosas estaban cambiando.
Una de mis clientas de la peluquería dijo que todos los matrimonios «se estabilizan después de la fase de amor “verdadero, alocado y profundo”». ¿Era esto estabilizarse? ¿Qué era esto?
Supongo que fue entonces cuando comenzó a subir con más frecuencia al primer piso para encerrarse con el ordenador. Alejándose de mí. Prefiriendo sus tonterías a mí.