CAPÍTULO 4

Miércoles, 9 de junio de 2010

La viuda

Todavía está aquí, una hora más tarde. Otro día le habría pedido que se marchara. Nunca me ha costado decirles a los periodistas que se pierdan cuando llaman a mi puerta. No resulta difícil cuando son tan maleducados. «Hola», dicen, y luego comienzan a hacer sus preguntas. Preguntas horribles e intrusivas. Kate Waters no me ha preguntado nada duro. Todavía.

Hemos hablado sobre toda clase de cosas: cuándo compramos Glen y yo la casa, el precio de las propiedades en esta zona, las reformas que hicimos, el precio de la pintura, el vecindario, el barrio en el que me crie y fui a la escuela…, todo eso. Ella hace comentarios sobre todo lo que digo. «Oh, yo fui a una escuela como esa. Odiaba a los profesores, ¿tú no?», por ejemplo. Me hace sentir igual que si estuviera charlando con una amiga. Como si fuéramos iguales. Es inteligente por su parte, pero posiblemente se comporta así cada vez que entrevista a alguien.

En realidad, no es tan mala. Creo que podría caerme bien. Es divertida y parece amable, aunque quizá solo esté representando un papel. Me ha hablado de su marido —su «maromo», lo llama— y me ha dicho que tiene que llamarle luego para avisarle de que quizá llegará tarde a casa. No estoy segura de por qué debería llegar tarde, todavía no es la hora de comer y vive solo a treinta minutos si coge la Ronda Sur, pero le digo que lo llame ahora para evitar que se preocupe. Glen se habría preocupado. Y luego me habría armado una buena si yo hubiera estado por ahí sin decirle nada. «No es justo para mí», habría dicho. Sin embargo, eso no se lo cuento a ella.

Kate se ríe y me comenta que a estas alturas su maromo ya está acostumbrado, pero que se quejará porque tendrá que encargarse de los niños. Son adolescentes, me cuenta, se llaman Jake y Freddie y carecen de modales y de respeto.

—Tendrá que hacer la cena —cuenta—, aunque me apuesto lo que sea a que pide una pizza. A los chicos les encantará.

Al parecer, los chicos la vuelven loca, y también a su marido, porque no ordenan sus habitaciones.

—Viven en una pocilga, Jean —me explica—. No te creerías cuántos boles de cereales encontré el otro día en la habitación de Jake. Prácticamente una vajilla completa. Y pierden calcetines cada semana. Nuestra casa es como el Triángulo de las Bermudas del calzado. —Y entonces se vuelve a reír porque los quiere a pesar de sus pocilgas.

Lo único que yo puedo pensar es: «Jake y Freddie, qué nombres más encantadores». Me los guardo para luego, para mi colección, y asiento como si comprendiera cómo se siente. Pero en realidad no lo hago. Me habría encantado tener sus problemas. Me habría encantado tener un adolescente al que fastidiar.

En cualquier caso, me sorprendo a mí misma diciendo en voz alta:

—Glen podía ser un poco difícil cuando la casa estaba algo desordenada. —Solo quería mostrarle que yo también había tenido mis propios problemas, que era como ella. Una estupidez, en realidad. ¿Cómo iba yo a ser como ella? ¿O como cualquiera? ¡Yo!

Glen siempre decía que yo era distinta. Cuando salíamos, presumía de mí y les iba con el rollo a sus amigos de que yo era especial. En realidad, yo no entendía bien a qué se refería. Trabajaba en una peluquería llamada Hair Today —una pequeña broma de Lesley, la dueña[1]— y me pasaba todo el día lavándoles el pelo y preparándoles tazas de café a mujeres menopáusicas. Había pensado que trabajar en una peluquería sería divertido, o incluso glamuroso. Pensaba que cortaría el pelo y crearía nuevos estilos, pero apenas tenía diecisiete años y me encontraba en lo más bajo del escalafón.

—Jean —decía Lesley—, ¿puedes lavarle el pelo a esta señora y luego barrer en torno a las sillas? —Ni «por favor» ni «gracias».

Las clientas no estaban mal. Les gustaba contarme sus noticias y problemas porque las escuchaba y no intentaba darles consejo como Lesley. Yo asentía, sonreía y me perdía en mis ensoñaciones mientras ellas cotorreaban sobre sus nietos esnifadores de pegamento o la vecina que les echaba los excrementos de su perro por encima de la verja. Pasaban días enteros sin que formulara una opinión más allá de «Qué bien» o haciendo planes de vacaciones para que la conversación siguiera fluyendo. Sin embargo, seguí trabajando ahí. Me apunté a cursos, aprendí a cortar y teñir y comencé a tener mis propias clientas. No ganaba mucho pero tampoco había ninguna otra cosa que se me diera especialmente bien. La escuela no era lo mío. Mi madre solía decirle a la gente que yo era disléxica, aunque la verdad era que no mostraba el menor interés.

Entonces apareció Glen y, de repente, yo pasé a ser «especial».

En el trabajo, las cosas no cambiaron demasiado. No socializaba con las otras tres chicas porque a Glen nunca le gustó que saliera por mi cuenta. Decía que mis compañeras eran solteras y que iban por ahí en busca de sexo y alcohol. A juzgar por las historias que contaban todos los lunes, probablemente tenía razón. Cuando me decían que quedara con ellas, me limitaba a ponerles excusas y al final dejaron de hacerlo.

Me gustaba mi trabajo porque podía abstraerme en mis cosas y no había estrés alguno. Me hacía sentir a salvo: el olor de los productos químicos y el pelo alisado, el ruido de las charlas y los grifos abiertos, los secadores encendidos y lo predecible que era todo. Mis días los regían las anotaciones hechas con un lápiz de punta roma en la agenda.

Todo estaba decidido, incluso el uniforme de pantalones negros y camisa blanca; salvo el sábado, cuando todas debíamos ponernos pantalones vaqueros. «Es algo insultante para una mujer de tu experiencia. Eres estilista, no una novata, Jeanie», diría Glen más adelante. En cualquier caso, eso suponía que no tuviera que decidir cómo vestirme —ni qué hacer— la mayor parte de los días. Me evitaba complicaciones.

A todo el mundo le gustaba Glen. Los sábados venía a recogerme y solía inclinarse sobre el mostrador para hablar con Lesley. Era un gran conversador, mi Glen. Lo sabía todo sobre el lado empresarial de las cosas. Y podía hacer reír a la gente incluso cuando estaba hablando sobre temas serios.

—Tu marido es muy listo —decía Lesley—. Y muy guapo. Eres una chica afortunada, Jean.

Siempre tuve la sensación de que no podía creerse que Glen me hubiera elegido a mí. A veces, yo tampoco podía. Cuando se lo contaba, él se reía y me atraía hacia sí.

—Tú lo eres todo para mí —me tranquilizaba entonces.

Me ayudó a ver las cosas tal y como eran. Supongo que me ayudó a crecer.

Cuando nos casamos, yo no tenía ni idea de administrar dinero ni llevar una casa, de modo que Glen me daba una asignación semanal para los gastos del hogar y un cuaderno para que yo apuntase todo lo que gastaba. Luego nos sentábamos y él cuadraba las cuentas. Aprendí mucho de él.

Kate está hablando otra vez, pero no he oído cómo empezaba. Es algo sobre un «acuerdo» y menciona dinero.

—Lo siento —le digo—. Me he quedado un momento absorta en mis pensamientos.

Ella sonríe con paciencia y vuelve a inclinarse hacia delante.

—Sé lo difícil que es esto, Jean. Tener la prensa en la puerta de tu casa noche y día. Aunque, honestamente, el único modo de librarse de los periodistas es hacer una entrevista. Créeme, así perderán interés y te dejarán en paz.

Asiento para demostrarle que estoy escuchándola, pero ella cree que estoy accediendo a realizar la entrevista y se entusiasma.

—Un segundo —digo un poco asustada—. No estoy diciendo ni que sí ni que no. Tengo que pensármelo.

—Estaríamos encantados de pagarte algo en compensación por tu tiempo y para ayudarte en estos momentos difíciles —se apresura a decir.

Es curioso cómo intentan disfrazar las cosas. ¡Compensación! Quiere decir que me pagará para que se lo cuente todo, pero no quiere arriesgarse a ofenderme.

Con el tiempo he tenido muchas ofertas con cantidades de esas que solo se ganan con la lotería. Deberías ver las cartas que han dejado en mi buzón los periodistas. Te sonrojarían de lo falsas que son. Aun así, supongo que es mejor que las cartas llenas de odio que también recibo.

A veces, la gente arranca un artículo del periódico sobre Glen y escribe encima MONSTRUO con letras mayúsculas y lo subraya varias veces. Algunos lo hacen con tanta fuerza que el bolígrafo rasga la página.

En cualquier caso, los periodistas hacen lo contrario. Pero resultan igual de nauseabundos.

«Querida señora Taylor —o, a veces, simplemente Jean—, espero que no le importe que le escriba en estos difíciles momentos, bla, bla, bla. Se han escrito muchas cosas sobre usted, si bien nos gustaría darle la oportunidad de que cuente su versión de la historia, bla, bla, bla».

Glen solía leerlas poniendo voces y nos reíamos y luego yo las guardaba en un cajón. Pero eso era cuando aún estaba vivo. Ahora no tengo nadie con quien compartir esta oferta.

Bajo la mirada a mi té. Se ha quedado frío y hay una pequeña capa en la superficie. Es esa leche entera que Glen insiste en que compre. Insistía. Ahora puedo comprar desnatada. Sonrío.

Kate, que está vendiéndome lo sensible y responsable que es su periódico y Dios sabe qué más, ve la sonrisa como otra señal positiva. Me ofrece llevarme un par de noches a un hotel.

—Para alejarte de los demás periodistas y de toda la presión —dice—. Para que tengas un respiro, Jean.

«Necesito un respiro», pienso yo.

Y justo en ese momento suena el timbre de la puerta. Kate echa un vistazo por las cortinas de encaje y suelta un silbido.

—Maldita sea, Jean, fuera hay un tipo del canal de televisión local. No contestes y se marchará.

Hago lo que se me dice. Como siempre. Kate está ocupando el lugar que le pertenecía a Glen. Me protege de la prensa. Salvo que, claro está, ella también es periodista. ¡Oh, Dios, estoy aquí con el enemigo!

Me vuelvo para decir algo, pero el timbre suena otra vez y levantan la tapa del buzón, con un ruido metálico.

—¿Señora Taylor? —Una voz resuena en el vestíbulo vacío—. ¿Señora Taylor? Soy Jim Wilson, de Capital TV. Solo quiero un minuto de su tiempo. Será rápido. ¿Está en casa?

Kate y yo nos quedamos en silencio mirándonos la una a la otra. Está muy tensa. Es extraño ver a otra persona experimentando lo que yo he estado sufriendo dos o tres veces al día. Quiero decirle que he aprendido a permanecer en silencio. A veces incluso aguanto la respiración para que no sepan que hay alguien en casa. Sin embargo, Kate no puede estarse quieta. De repente, coge su móvil.

—¿Vas a llamar a un amigo? —pregunto con la intención de romper la tensión, pero entonces el tipo de la tele me oye.

—Señora Taylor, sé que está ahí. Por favor, ábrame la puerta. Le prometo que de verdad será un momento. Solo necesito hablar con usted. Queremos ofrecerle una plataforma…

—¡Vete a la mierda! —exclama Kate de repente, y yo me la quedo mirando.

Glen nunca habría permitido que una mujer dijera eso en su casa. Ella se vuelve hacia mí, me pide perdón en voz baja y luego se lleva el dedo índice a los labios. El tipo de la tele efectivamente se larga.

—Bueno, está claro que eso funciona —admito.

—Lo siento, pero es el único lenguaje que comprenden —señala, y se echa a reír. Es una risa agradable, parece auténtica, y últimamente no he oído reír mucho—. Ahora resolvamos lo del hotel antes de que aparezca otro periodista.

Yo me limito a asentir. La última vez que fui a un hotel fue cuando Glen y yo pasamos un fin de semana en Whitstable, hace ya unos años. Fue en 2004. Para celebrar nuestro decimoquinto aniversario.

—Es un hito, Jeanie —dijo él—. Muchos robos armados reciben una condena menor. —Le gustaba bromear.

Whitstable solo estaba a una hora de casa, pero nos alojamos en un encantador hotel de la costa, comimos un buen fish and chips y dimos un paseo por la playa de piedras. Mientras caminábamos, yo iba cogiendo piedras planas para que Glen las hiciera rebotar en la superficie del mar y luego contábamos juntos los botes. El viento agitaba las velas en los mástiles de las pequeñas embarcaciones y echó a perder mi peinado, pero creo que fui verdaderamente feliz. Glen no habló mucho. Solo quería pasear y a mí me bastaba con tener su atención.

Y es que por aquel entonces Glen estaba desapareciendo de mi vida. Estaba allí pero en realidad era como si no estuviese, no sé si se entiende lo que quiero decir. Parecía que estaba más casado con el ordenador que conmigo. En todos los sentidos, como descubriría más adelante. Tenía una cámara de esas para que la gente pudiera verlo y él a ellos cuando hablaban. La luz de esas cosas hace que todo el mundo parezca muerto. Una especie de zombi. Yo lo dejaba hacer. Lo dejaba con sus tonterías.

—¿Qué haces ahí toda la tarde? —le preguntaba, y él se encogía de hombros y decía:

—Nada. Solo charlo con amigos. —Pero se pasaba horas haciendo Dios sabe qué. Horas.

A veces, me despertaba en mitad de la noche y él no estaba a mi lado en la cama. Podía oír el murmullo de su voz en el cuarto de invitados, pero sabía que no debía molestarlo. Mi compañía no era bienvenida cuando estaba en el ordenador. Si le llevaba una taza de café, tenía que llamar a la puerta antes de entrar. Él decía que si entraba directamente lo asustaba. Así pues, llamaba y entonces él apagaba la pantalla y se volvía hacia mí para coger su taza de café.

—Gracias —decía.

—¿Algo interesante en el ordenador? —le preguntaba yo.

—No —contestaba él—. Lo de siempre. —Fin de la conversación.

Yo nunca utilizaba el ordenador. Ese era su terreno.

Pero creo que siempre supe que ahí estaba sucediendo algo. Fue entonces cuando comencé a referirme a ello como sus «tonterías». Así podía mencionarlo en voz alta. A él no le gustaba que lo llamara así, pero en el fondo no podía decir nada. Era una palabra inocua. Tonterías. Algo y nada. Pero no era nada. Se trataba de obscenidades. Cosas que nadie debería ver, y menos todavía pagar por ver.

Cuando la policía encontró todo eso en su ordenador, Glen me dijo que no había sido cosa suya.

—Han encontrado cosas que yo no me he descargado, cosas horribles que se descargan de forma automática al disco duro cuando uno está mirando otras cosas —me dijo Glen.

Yo no sabía nada sobre internet o discos duros. Podría haber pasado, ¿no?

—A un montón de tíos los están acusando injustamente, Jeanie —me comentó—. Sale todas las semanas en los periódicos. Hay gente que roba tarjetas de crédito y las utiliza para comprar cosas de estas. Yo no he hecho nada y así se lo he explicado a la policía.

Y como no se me ocurrió nada, él prosiguió:

—No sabes lo que es que te acusen de algo así cuando no has hecho nada. Te hace polvo.

Yo extendí la mano y le acaricié el brazo. Él me cogió de la mano.

—Tomemos una taza de té, Jeanie —dijo. Y fuimos a la cocina y encendimos el hervidor de agua.

Al coger la leche del frigorífico, me quedé mirando las fotografías que había pegadas en la puerta: nosotros engalanados en Fin de Año, nosotros cubiertos de motas de color magnolia mientras pintábamos el techo del vestíbulo, nosotros de vacaciones, nosotros en la feria. Nosotros. Éramos un equipo.

«No te preocupes. Me tienes a mí, Jeanie —me decía cuando yo regresaba a casa después de un mal día o algo—. Somos un equipo». Y lo éramos. Había demasiado en juego para separarnos.

Y yo estaba demasiado involucrada para poder dejarlo. Había mentido por él.

Ya lo había hecho con anterioridad. Todo comenzó cuando llamé al banco para decir que estaba enfermo un día que no le apetecía ir. Luego volví a hacerlo cuando él me dijo que nos habíamos metido en problemas financieros y aseguré que habíamos perdido la tarjeta de crédito para que nos reembolsaran algunos de los reintegros realizados.

—No haces daño a nadie, Jeanie —me prometió—. Vamos, solo esta vez.

Por supuesto, no fue solo esa vez.

Supongo que esto es lo que Kate Waters quiere oír.

Oigo que pronuncia mi nombre en el pasillo y, cuando levanto la mirada, veo que está hablando con alguien por teléfono, diciéndole que venga a rescatarnos.

A veces, Glen me llamaba «su princesa», pero estoy segura de que hoy nadie va a venir a salvarme con un caballo blanco.

Decido volver a sentarme y esperar a ver qué sucede.