CAPÍTULO 7
Jueves, 5 de octubre de 2006
El inspector
Bob Sparkes bostezó ruidosamente al tiempo que extendía los brazos por encima de la cabeza y arqueaba su dolorida espalda en su silla de la oficina. Intentó no mirar el reloj que había sobre el escritorio, pero el parpadeo de los números le llamó la atención y no pudo evitar fijarse en él. Eran las dos de la madrugada. Llevaban tres días buscando a Bella y aún no tenían ninguna pista.
Docenas de llamadas sobre hombres de pelo largo y apariencia descuidada y otras pistas estaban siendo analizadas en un círculo creciente que los alejaba cada vez más de la zona en cuestión, pero era una tarea meticulosa y lenta.
Intentó no pensar en lo que debía de estar pasándole a Bella Elliott; o, si era honesto consigo mismo, lo que probablemente ya debía de haberle pasado. Tenía que encontrarla.
—¿Dónde estás, Bella? —le preguntó a la foto que descansaba sobre su escritorio.
Allá donde mirara veía su rostro: en el centro de coordinación había una docena de fotografías de la niña desde las que sonreía a los agentes que trabajaban en sus escritorios como si se tratara de un pequeño icono religioso bendiciendo su trabajo. Los periódicos también estaban llenos de fotografías de la «Pequeña Bella».
Sparkes se pasó la mano por la cabeza y reparó una vez más en la creciente calva de la coronilla. «¡Vamos, piensa!», se dijo a sí mismo al tiempo que se inclinaba hacia la pantalla del ordenador. Leyó de nuevo las declaraciones y los informes de los interrogatorios a los delincuentes sexuales locales, en busca de algún desliz en sus coartadas, pero no parecía haber la menor pista.
Repasó por enésima vez sus perfiles: en su mayor parte se trataba de criaturas patéticas. Tipos solitarios con olor corporal y pésima dentadura que vivían en su fantasioso universo de internet y que ocasionalmente incursionaban en el mundo real para tentar su suerte.
Luego estaban los reincidentes. Sus agentes habían ido a casa de Paul Silver. Este había abusado de sus hijos durante muchos años y había estado encarcelado por ello, pero su esposa («¿La tercera? —se preguntó el inspector—, ¿o todavía es Diane?») confirmó con aire cansino que continuaba en prisión, cumpliendo una condena de cinco años por entrar a robar en una casa. «Al parecer está diversificándose», le comentó Bob Sparkes a su sargento.
Naturalmente, en las primeras cuarenta y ocho horas se habían producido avistamientos de Bella por todo el país. Los agentes se habían apresurado a comprobar las llamadas y algunas habían llegado a acelerarle el pulso.
Una mujer que vivía en las afueras de Newark había llamado para decirles que una nueva vecina había estado jugando en el jardín con una niña.
—Una niña rubia. Nunca había visto a una niña en su jardín. Pensaba que no tenía hijos —dijo.
Sparkes envió una patrulla local y se quedó en su despacho esperando que lo llamaran.
—Es la sobrina de la vecina, que ha venido a verla desde Escocia —le comunicó el inspector local, tan decepcionado como él—. Lo siento. Quizá la próxima vez.
Quizá. El problema era que la mayoría de las llamadas eran de oportunistas y buscadores de atención, desesperados por formar parte del drama.
En resumidas cuentas, la última vez que alguien había visto a Bella, aparte de Dawn, había sido en la tienda de periódicos que había al final de la calle. La mujer que la regentaba, una abuela bocazas, recordaba que madre e hija habían entrado en su establecimiento sobre las once y media. Eran clientas habituales. Dawn solía ir casi a diario para comprar tabaco y esta visita, la última de Bella, estaba registrada en las granulosas imágenes entrecortadas de la barata cámara de seguridad de la tienda.
Primero, la pequeña Bella de la mano de su madre junto al mostrador; corte a Bella, con una bolsa de papel en la mano y el rostro borroso y poco definido como si ya estuviera desapareciendo; corte a la puerta cerrándose a su espalda.
De acuerdo con la declaración que hizo a la policía, la madre de Dawn llamó a casa de su hija después de comer —a las 14.17 según el registro de llamadas—, y oyó de fondo a su nieta coreando la sintonía de «Bob el constructor». Pidió hablar con ella y Dawn la llamó, pero al parecer la niña se fue a buscar un juguete.
Para establecer la cronología de los siguientes sesenta y ocho minutos, la policía solo contaba con la declaración de Dawn. Era imprecisa y estaba salpicada por las tareas hogareñas que había estado realizando. Los inspectores habían hecho que las repitiera (cocinar, lavar y sacar de la secadora y doblar la ropa de Bella) para que tuviera una sensación más precisa sobre los minutos transcurridos desde que vio salir a su hija a jugar al jardín, poco después de las tres.
Margaret Emerson, que vivía en la casa contigua, fue a buscar algo a su coche a las 15.25 y estaba segura de que para entonces el patio estaba vacío.
—Cuando me veía, ella siempre me gritaba «Peepo»[2]. Era como un juego para ella, pobrecita. Le encantaba que le prestaran atención. Su madre no siempre estaba interesada en lo que estuviera haciendo —dijo con cuidado la señora Emerson—. Bella solía jugar sola, llevando a su muñeca de un lado a otro en un carrito y persiguiendo a Timmy, el gato. Ya sabe cómo son los niños pequeños.
—¿Lloraba mucho Bella? —le preguntó Sparkes.
La señora Emerson se pensó bien la respuesta, pero al final negó con la cabeza y dijo enérgicamente:
—No, era una niñita feliz.
El médico de la familia y el asistente sanitario se mostraron de acuerdo.
—Una niña encantadora… Un tesoro —declararon al unísono.
—La madre tenía dificultades para criarla sola, pero ya sabemos que eso no resulta fácil, ¿verdad? —señaló el médico y Sparkes asintió como si efectivamente lo entendiera. Todo esto formaba parte de las ahora abultadas carpetas con pruebas y declaraciones, ejemplo del esfuerzo que sus agentes estaban realizando, pero él sabía que no significaba nada. No habían efectuado ningún progreso.
El tipo del pelo largo era la clave, concluyó, y, tras apagar el ordenador y apilar las carpetas en su escritorio, se dirigió hacia la puerta para ir a dormir al menos cinco horas.
—Puede que mañana la encontremos —le susurró a su esposa dormida cuando llegó a casa.
Una semana después, todavía no había noticias y Kate Waters lo llamó por teléfono:
—Hola, Bob. Llamo para informarte de que el director del periódico ha decidido ofrecer una recompensa por cualquier información que conduzca al paradero de Bella. Veinte mil libras. No está mal.
Sparkes gruñó de inmediato. «Malditas recompensas —se quejaría luego a Matthews—. Los periódicos obtienen toda la publicidad y nosotros nos quedamos con las llamadas de los chiflados y los estafadores del país».
—Eso es muy generoso, Kate —dijo—. Pero ¿crees que es el momento adecuado? Estamos trabajando en un número de…
—Mañana saldrá en portada, Bob —lo interrumpió ella—. Mira, sé que normalmente la policía odia la idea de las recompensas, pero la gente que ve u oye cosas y que teme a llamar a la policía ve lo de los veinte mil y descuelga el teléfono.
Sparkes suspiró.
—Se lo diré a Dawn —dijo—. Necesito prepararla.
—Está bien —respondió Kate—. Una pregunta, Bob: ¿cuáles son las posibilidades de entrevistar a Dawn? La pobre mujer apenas pronunció una palabra en la rueda de prensa. Esta sería una buena oportunidad para que hablara sobre Bella. Tendré mucho tacto. ¿Qué te parece?
Él pensó que desearía no haber contestado la llamada. Kate le caía bien, y no había muchos periodistas sobre los que pudiera decir eso, aunque sabía que era como un terrier con un hueso cuando estaba detrás de algo. Sabía que no descansaría hasta obtener lo que quería, y no estaba seguro de que él y Dawn estuvieran listos para este tipo de interrogatorio.
Dawn seguía siendo en su mayor parte una desconocida. Estaba emocionalmente deshecha y tenía que tomar pastillas para lidiar con los ataques de pánico. Era incapaz de concentrarse en nada durante más de treinta segundos. Bob Sparkes había pasado horas con ella y tenía la sensación de que solo había rascado la superficie. ¿Estaba seguro de que podía dejar a Kate Waters a solas con ella?
—Hablar con alguien que no sea policía podría resultar beneficioso, Bob. Podría ayudarla a recordar algo…
—Se lo preguntaré, Kate, pero no te garantizo que esté en condiciones. Está tomando tranquilizantes y somníferos, y le resulta difícil concentrarse en nada.
—Genial. Gracias, Bob.
Él pudo percibir la sonrisa en la voz de la periodista.
—No tan rápido. Todavía no es seguro. Deja que hable con ella esta mañana y te diré algo.
Cuando el inspector llegó a casa de Dawn, la encontró en la misma posición en la que estaba la primera vez que la vio, derrumbada en el sofá que se había convertido en su arca, rodeada por juguetes de Bella, cajetillas de cigarrillos aplastadas, páginas arrancadas de los periódicos y tarjetas de gente que le deseaba lo mejor y cartas en papel rayado de otros furiosos y enfadados.
—¿Has ido a la cama, cielo? —preguntó él.
Sue Blackman, la joven agente uniformada que actuaba como enlace, negó con la cabeza en silencio y enarcó las cejas.
—No puedo dormir —dijo Dawn—. Necesito estar despierta para cuando mi niña llegue a casa.
Sparkes llevó a la agente Blackman al recibidor.
—Necesita descansar o terminará en un hospital —susurró.
—Lo sé, señor. Durante el día dormita en el sofá, pero odia que se haga de noche. Dice que a Bella le da miedo la oscuridad.