CAPÍTULO 41

Viernes, 11 de junio de 2010

La viuda

Tom Payne me llama al hotel y me dice que el contrato parece estar bien pero que le preocupa lo que puedan escribir. Es difícil hablar con Kate en la habitación, de modo que voy al cuarto de baño para tener algo de privacidad.

—Los medios de comunicación no son amigos tuyos, Jean —me dice Tom—. Publicarán lo que quieran escribir. En el contrato no se indica que tengas control del contenido, así que no podrás hacer nada si malinterpretan las cosas. Me preocupa que estés haciendo esto sola. ¿No quieres que vaya al hotel?

No quiero a Tom aquí. Querrá que cambie de opinión, pero sé lo que estoy haciendo. Estoy preparada.

—No hace falta, Tom, gracias. Ya te diré qué tal va la cosa.

Cuando salgo, Kate está esperándome con el contrato en las manos.

—Vamos, Jean —dice—. Firmemos esto y hagamos la entrevista.

Ella está decidida y yo quiero irme a casa, así que cojo los papeles y firmo mi nombre en la línea de puntos. Kate sonríe, sus hombros se relajan y se sienta en uno de los sillones.

—Ahora las formalidades ya no se interponen, Jean —afirma, y coge una maltrecha grabadora del fondo de su bolso—. No te importa que grabe la entrevista, ¿verdad? —pregunta, colocando el aparato delante de mí—. Por si no entiendo alguna de las notas —añade, sonriendo.

Yo asiento en silencio y pienso en cómo diantre empezar, aunque no hace falta que me preocupe de nada. Kate está al cargo.

—¿Cuándo te enteraste de que Bella Elliott había desaparecido, Jean?

Esta me la sé. Mi mente se retrotrae al día de octubre de 2006 en el que oí la noticia en la radio mientras estaba en la cocina.

—Por la mañana estuve trabajando —le digo a Kate—. Pero tenía la tarde libre por haber trabajado el turno de mañana del domingo anterior. Estuve holgazaneando un poco, recogiendo la casa, pelando patatas para la cena. Glen pasó por casa para tomar una taza de té rápida cuando yo me preparaba para ir a una clase en el centro deportivo. Al poco de regresar, cuando estaba encendiendo el horno, emitieron la noticia en la radio. Dijeron que habían desplegado un gran contingente policial para buscar a una niña que se había perdido en Southampton. Una niña pequeña que había desaparecido en su jardín. Sentí frío y me estremecí. Una niña tan pequeña, prácticamente un bebé. Me resultaba inconcebible.

Vuelvo a sentir frío. Supuso un auténtico shock verse confrontada con ese pequeño rostro, la tirita y los rizos… Kate parece inquietarse, de modo que prosigo.

—Al día siguiente, la noticia estaba en todos los periódicos. Había muchas fotografías y algunas citas de su abuela sobre lo dulce que era la niña. Desgarrador, la verdad. En la peluquería no se hablaba de otra cosa. Todo el mundo estaba contrariado y, al mismo tiempo, sentía curiosidad; ya sabes cómo es la gente…

—¿Y Glen? —pregunta Kate—. ¿Cuál fue su reacción?

—Se sintió conmocionado. Ese día había hecho un reparto en Hampshire (bueno, eso ya lo sabes…), y le costaba aceptarlo. A ambos nos gustaban mucho los niños. Nos sentimos muy contrariados.

La verdad es que no hablamos mucho al respecto. Solo comentamos la coincidencia de que él hubiera estado ese día en Hampshire. Vimos las noticias en la tele con una taza de té en el regazo y luego él subió al primer piso para sentarse delante de su ordenador. Recuerdo que dije: «Espero que encuentren a esa niña, Bella». Y no recuerdo que él dijera mucho más. En aquel momento no me pareció nada raro; solo era Glen siendo Glen.

—Y entonces vino la policía —dice Kate, inclinándose hacia delante sobre su cuaderno y mirándome atentamente—. Eso debió de ser terrible.

Le cuento lo de que me quedé en un estado de shock tal que fui incapaz de hablar y que, una hora después de que la policía se hubiera marchado, todavía seguía de pie en el vestíbulo como una estatua.

—¿Tuviste alguna duda sobre su implicación, Jean? —me interroga.

Le doy otro trago al café y niego con la cabeza. He estado esperando que me hiciera esta pregunta. Es lo que la policía me ha estado preguntando una y otra vez, y tengo la respuesta preparada.

—¿Cómo iba yo a creer que él podía estar implicado en algo tan terrible? —digo—. Le encantan los niños. A ambos nos encantan.

Aunque al parecer no del mismo modo.

Kate está mirándome fijamente y me doy cuenta de que debo de haberme quedado callada otra vez.

—¿En qué estás pensando, Jean?

Quiero decirle que estoy pensando en el momento en el que Glen me dijo que había visto a Bella, pero no puedo hacerlo. Supondría revelarle demasiado.

—Solo cosas —le respondo, y luego añado—: Sobre Glen y si realmente lo conocía.

—¿Qué quieres decir, Jean? —me pregunta, y yo le hablo del rostro de Glen cuando lo arrestaron.

—Su rostro se volvió inexpresivo —digo—. Durante unos segundos no lo reconocí. Me asustó.

Ella lo anota todo mirándome a los ojos y asintiendo. Deja que me explaye sobre lo del porno mientras escribe rápidamente en el cuaderno sin apartar la vista de mí, mostrándome su compasión y su comprensión y alentándome para que prosiga. Durante años, he cargado con la culpa por lo que Glen hizo diciéndome a mí misma que había sido mi enfermiza obsesión por tener un niño lo que lo había llevado a hacer esas cosas terribles, pero hoy él no está aquí para censurarme con la mirada. Puedo estar enfadada y herida por lo que hacía en nuestro cuarto de invitados. Mientras yo yacía en nuestra cama, él les abrió las puertas de casa a esas obscenidades.

—¿Qué tipo de hombre mira fotografías como esas, Kate? —le pregunto.

Ella se encoge de hombros con impotencia. Su maromo no mira fotografías de niños sufriendo abusos. Qué suerte la suya.

—Me dijo que no era real. Que solo eran mujeres vestidas como niñas, pero no era así. O no siempre. La policía dijo que eran fotografías auténticas. Glen me explicó que se trataba de una adicción. Y que no podía evitarlo. Todo había comenzado con «porno normal», me dijo. No estoy segura de qué quería decir con lo de normal. ¿Tú sí?

Ella vuelve a negar con la cabeza.

—No, Jean, tampoco estoy segura. Mujeres desnudas, supongo.

Yo asiento; eso es lo que pensaba. Lo que puede encontrarse en las revistas porno del quiosco o en películas para mayores de dieciocho años.

—Pero esto no era normal. Me dijo que no podía evitarlo, que estaba buscando cosas nuevas sin cesar y que algunas las había encontrado accidentalmente; pero eso no es posible, ¿verdad?

Ella se encoge de hombros y luego niega con la cabeza.

—Tienes que pagar —le digo—. Tienes que escribir el número de tu tarjeta de crédito, tu nombre y tu dirección. Todo. No llegas por casualidad a una de esas páginas. Es un acto deliberado que exige tiempo y concentración. Eso es lo que el testigo de la policía declaró en el juicio. Y que mi Glen lo había hecho noche tras noche, buscando cada vez cosas peores. Nuevas fotografías y vídeos; centenares, según la policía. ¡Centenares! Cuesta pensar que uno pueda descargarse tantas. Él me dijo que odiaba ver todo eso pero que algo en su interior le hacía buscar más. Explicó que era una enfermedad. Que no podía evitarlo. ¡Y me culpó a mí!

Kate se me queda mirando fijamente a la espera de que prosiga, y yo ahora ya no puedo parar.

—Me dijo que había sido yo quien lo había empujado a ello. Pero él me traicionó a mí. Fingía que era un hombre normal, que iba a trabajar y a tomar cervezas con sus amigos, o que me ayudaba con la colada, pero en realidad cada noche se comportaba como un monstruo en nuestro cuarto de invitados. Ya no era Glen. Era él quien estaba enfermo, no yo. Si podía hacer eso, creo que era capaz de hacer cualquier cosa.

Me detengo, sorprendida por el sonido de mi propia voz, y Kate levanta la mirada hacia mí. Cuando deja de escribir, se inclina hacia delante y coloca una mano sobre la mía. Está caliente y seca y yo doy la vuelta a mi mano para cogérsela.

—Sé lo duro que debe de ser esto, Jean —dice y parece hacerlo en serio. Yo quiero parar, pero ella me aprieta la mano con fuerza.

—Es un alivio poder decir estas cosas —señalo finalmente y comienzo a llorar. Ella me ofrece un pañuelo y yo me sueno la nariz. Luego sigo hablando entre sollozos—. No sabía que hacía esas cosas. De verdad. De haberlo sabido lo habría dejado. Nunca me habría quedado con un monstruo así.

—Pero cuando lo descubriste seguiste con él, Jean.

—Tuve que hacerlo. Me lo explicó todo de tal modo que al final yo ya no sabía qué estaba bien. Hizo que me sintiera culpable por pensar que había hecho esas cosas. Según él, todo era una artimaña de la policía, o del banco, o de las compañías de internet. Y luego también me culpaba a mí. Hacía que pareciera que era culpa mía. Era muy convincente. Consiguió que le creyera —digo, y es así. Pero ahora ya no está aquí para hacerlo.

—¿Y Bella? —me pregunta Kate, tal como esperaba que hiciera—. ¿Qué hay de Bella? ¿La secuestró, Jean?

He ido demasiado lejos para detenerme ahora.

—Sí —afirmo—. Creo que lo hizo.

En la habitación se hace el silencio y yo cierro los ojos.

—¿Te dijo él que la había secuestrado? ¿Qué crees que hizo con ella, Jean? —me pregunta Kate—. ¿Dónde la escondió?

Sus preguntas se suceden con rapidez, aturdiéndome. No puedo pensar. No debo decir nada más o lo perderé todo.

—No lo sé, Kate —digo.

El esfuerzo que hago para no contar nada más hace que sienta frío y me ponga a temblar, de modo que envuelvo mi cuerpo con los brazos. Kate se levanta, se sienta en el reposabrazos de mi sillón y me abraza. Resulta agradable que la abracen a una y me siento como cuando mi madre lo hacía siempre que yo estaba contrariada. «No llores, pollito», me decía y me abrazaba para que me sintiera a salvo. Nada podía hacerme daño. Por supuesto, ahora la cosa es distinta. Kate Waters no puede protegerme de lo que vaya a suceder, pero aun así permanezco un momento ahí sentada con la cabeza apoyada en su cuerpo.

Al poco, ella vuelve a la carga:

—Antes de ser atropellado, ¿te dijo Glen algo sobre Bella, Jean?

—No —susurro.

Entonces llaman a la puerta. La señal secreta. Debe de ser Mick. Ella masculla algo entre dientes y noto que está debatiéndose entre exclamar «¡Vete a la mierda!» o dejarlo entrar. Finalmente, me suelta, enarca las cejas como queriendo decir «malditos fotógrafos» y va a abrir la puerta. Ambos conversan entre susurros. Consigo distinguir las palabras «Ahora no», pero Mick no se marcha. Dice que tiene que hacerme algunas fotos porque el director de arte está «volviéndolo loco». Antes de que entre en la habitación, yo me pongo de pie y voy al cuarto de baño para recobrar la compostura.

Veo mi rostro en el espejo. Está enrojecido y tengo los ojos hinchados.

—¿Qué más da el aspecto que tenga? —observo en voz alta.

Es algo que digo a menudo; últimamente, casi cada vez que me miro al espejo. Tengo un aspecto terrible y no puedo hacer nada al respecto, de modo que decido darme un baño. No puedo oír lo que está sucediendo en la habitación hasta que cierro los grifos. Kate está gritando, Mick está gritando.

—¡¿Dónde está?! —exclama él.

—¡En el cuarto de baño, so idiota, ¿dónde diantre va a estar?! Has tenido que aparecer justo cuando estábamos entrando en materia.

Me tumbo en las burbujas del hotel provocando que el agua de la bañera se agite de un lado a otro y me pongo a pensar. Al final, decido que ya he dicho todo lo que tenía que decir. Me sentaré y dejaré que me hagan fotografías porque prometí hacerlo, pero luego me iré directamente a casa. Hala, una decisión propia. Toma, Glen. ¡Jódete! Luego sonrío.

Quince minutos después, salgo del cuarto de baño. Tengo la piel rosada del calor del baño y el pelo encrespado por el vapor. Kate y Mick están sentados sin mirarse ni hablar entre sí.

—Jean —dice Kate, levantándose rápidamente—. ¿Estás bien? Estaba preocupada. ¿No has oído cómo te llamaba a través de la puerta?

Me siento mal por ella, la verdad. Debo de estar volviéndola loca, pero he de pensar en mí misma.

Mick finge una amigable sonrisa.

—Tienes buen aspecto, Jean —miente—. ¿Te importa que te haga algunas fotografías ahora que la luz es buena?

Yo asiento y busco mi cepillo de pelo. Kate se acerca a mí para ayudarme y me susurra:

—Lo siento, pero tiene que hacerse. Te prometo que no dolerá. —Y me da un apretón en el brazo.

Tenemos que salir afuera porque Mick dice que se verá más natural. «¿Más natural que qué?», quiero preguntarle, pero no lo hago. Terminemos de una vez con esto y así podré irme a casa.

Mick me hace caminar por el jardín del hotel: arriba y abajo, acercándome a él y alejándome de él.

—Mira a lo lejos, Jean —me pide, y yo lo hago—. ¿Puedes ponerte otra cosa? Voy a necesitar algún cambio de vestuario.

Yo obedezco en silencio y regreso a la habitación para ponerme mi nuevo jersey azul y tomo prestado un collar de Kate. Luego vuelvo a bajar. La recepcionista debe de pensar que soy famosa o algo así. Y supongo que estoy a punto de serlo. Famosa.

Cuando hasta Mick está aburrido de fotografiarme inclinada en un árbol, sentada en un banco, apoyada en una cerca o recorriendo un sendero —«¡No sonrías, Jean!»—, regresamos al interior del hotel.

Kate dice que tiene que comenzar a escribir, y Mick debe descargar las fotos al ordenador. En el pasillo, Kate me propone que me relaje un par de horas y que cargue lo que quiera a la habitación. Cuando me deja sola, sin embargo, yo voy a hacerme la maleta. No estoy segura de si puedo quedarme la ropa que me ha comprado el periódico, pero ahora mismo llevo puesta la mayoría de las cosas y no tengo ganas de cambiarme. Me siento de nuevo. Por un momento, no tengo claro si puedo marcharme. Esto es ridículo. Soy una mujer de cuarenta años. Puedo hacer lo que quiera. Cojo mis cosas y bajo la escalera. La recepcionista me sonríe. Supongo que todavía piensa que soy una celebridad. Le pido que llame a un taxi para que me lleve a la estación más cercana y lo espero sentada en uno de los sillones. Delante de mí hay un bol de manzanas. Cojo una y le doy un mordisco.