Epílogo

Tolosa, Francia

En el año de Nuestro Señor de 1293

Los ojos del monje se volvieron hacia el abad.

—Ahora sabes lo más terrible que he hecho. La tomé mientras estaba cerca de la muerte, convencido de que sólo el demonio y yo sabríamos lo que acababa de hacer. Estaba equivocado. —Siguió con la mirada las sombras de la vela situada en un rincón de la habitación—. Las tiras de cuero que le ataron alrededor de los muslos y del vientre impidieron que la criatura naciera. Es un castigo único entre los nómadas de esas estepas. Finalmente, el niño se vio forzado a alejarse del paso natural y dirigirse hacia el interior de su madre. Así muere la madre y, con su muerte, también el niño. Nadie sabe cuánto tardó Miao-yen en morir. Y nadie sabrá jamás el indescriptible sufrimiento que tiene que haber soportado.

Hizo una pausa y el aire resonó en sus pulmones.

—El templario tenía razón, naturalmente. Cuando volví a Acre, la historia ya había sobrepasado la misión. Poco después de nuestra partida hacia el gran viaje de Oriente, las hordas tártaras del norte atacaron Polonia. Lublin y Cracovia fueron saqueadas y, cuando se enteró de la noticia, el Papa proclamó una cruzada contra los mongoles. El Santo Padre también declaró que aquellos cristianos que hubieran estado del lado de los tártaros en Palestina quedaban excomulgados. El consejo de barones contuvo su mano cuando los mamelucos se encontraron con los tártaros en Ain Yalut y los vencieron, haciendo huir a Hulagu de Siria. Ahora, por supuesto, los sarracenos tienen Tierra Santa y hemos perdido nuestra única posibilidad de vencerlos.

—¿Y el templario y la bruja tártara?

—Nadie pudo haber sobrevivido a una caída así. A pesar de que el agua era profunda había grandes rocas bajo la superficie. Aunque no hubieran muerto por el impacto contra las rocas, el torrente era tan veloz que debieron de ahogarse, y, sin embargo… —El abad se inclinó hacia él—. Sin embargo, aquella tarde, Sartaq me dijo que creía haber visto dos cabezas flotando en el agua río abajo. ¿Estaban vivos o muertos? Él no lo sabía con seguridad. Y yo tampoco puedo estar completamente seguro. Diez años después, cuando visité Acre por última vez, oí la historia que contaba un mercader mahometano que aseguraba haber conocido a un franco pelirrojo que vivía con los tártaros en algún lugar del Techo del Mundo. Tal vez fuera él, tal vez fuera alguna de las leyendas que corren por las estepas, sin más fundamento que los demonios del polvo y las nubes.

Sonrió, enseñando sus dientes podridos; su aliento ya tenía el olor de la muerte. El abad retrocedió, alejándose de la cama, pero el monje lo retuvo cogiendo el borde de la sotana con los dedos.

—Muchas veces pienso en él. ¿No es extraño? Si hubiera vuelto a Acre conmigo lo habría denunciado a los inquisidores del Papa por hereje y blasfemo. Sin embargo, ahora, retrospectivamente, pienso en él como el mejor de mis amigos. Hasta sonrío cuando pienso en él viviendo allí, más allá de toda redención, más allá de la fe, en los brazos de su bruja bárbara, padre de sus hijos paganos. —Cerró los ojos—. Oye mi confesión en el año 1293 de la Encarnación de Nuestro Salvador. He dormido con mis pecados durante estos treinta y tres años. Pronto la vela se acabará, se apagará y me dejará aquí en la oscuridad. Muchas veces he mirado hacia el este por esta ventana y mis pensamientos han viajado hacia los lugares que conocí en aquellos tiempos. Esta noche hay nieve en el alféizar; también habrá nieve en el Techo del Mundo, en los valles donde los tártaros llevan una vez más sus rebaños a pasar el invierno. Entonces los recuerdo, a mis compañeros de los días de mi gloria y de mi pecado. Os ruego que recéis por mí ahora, porque me encamino a encontrarme con mi juez.

El abad se apresuró a salir de la celda. La confesión del monje le había helado hasta los huesos; todas aquellas conversaciones sobre idólatras, tierras extrañas y mujeres endemoniadas a caballo. ¡Los desvaríos de una mente pecaminosa y débil! No creía nada de aquello. Dudaba que aquel anciano hubiera viajado más allá de Venecia. Sin embargo, mientras se apresuraba por el oscuro claustro sintió un frío repentino en el rostro, como un viento surgido de ninguna parte, e imaginó que acababa de pasar junto al mismísimo diablo.

Aun cuando se sentó ante los leños crepitantes de la cocina, mirando las llamas, le resultó imposible volver a entrar en calor y los pelos de la nuca parecían ponérsele de punta como los de un perro. Se dirigió a la capilla y permaneció arrodillado ante el altar casi hasta la mañana, orando por la limpieza de su alma mortal.

La ruta de la seda
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