23

—Te administraré los óleos —susurró Guillermo.

Besó la preciosa estola morada por la que había arriesgado la vida y se la puso alrededor del cuello. Comenzó a murmurar las palabras del último sacramento llevándole los dedos a los labios, los ojos, los oídos y la frente, mientras repetía la familiar bendición en latín.

In nomine patris et fili et spiritus sancti

Estaban en la morada solitaria de un pastor tayiko. Fuera soplaba el viento, el gemido del mismo diablo que buscaba una entrada para reclamar su presa.

—Ahora te confesarás —susurró Guillermo—, para que seas recibido enseguida en el cielo.

Josseran parpadeó pero le resultó difícil enfocar la vista. El reflejo del fuego dejaba en las sombras la cara del fraile, que parecía bailotear en un reflejo trémulo.

—No voy… a… morir.

—Confiésate, templario. Si mueres sin perdón tendrás que hacer frente a Satán.

Josseran trató de sentarse, pero el dolor parecía perforarle el cerebro como si fuera un cuchillo y lo obligó a lanzar un grito.

—Te lo facilitaré. Haré tu confesión en tu nombre. Repite mis palabras: «Perdóname, Padre, porque soy un pecador. He pecado en mi corazón porque he tenido pensamientos poco santos acerca de la bruja Jutelún. Por la noche he abusado de mí mientras pensaba en ella y he derramado mi semilla mientras lo hacía». Dilo.

—¡Maldito seas, sacerdote! —gruñó Josseran.

—Te has dejado llevar por la lujuria hacia ella. Es un pecado mortal, porque es mahometana y bruja. ¡Debes recibir la absolución!

Josseran cerró los ojos. Le dolía la cabeza como si le estuvieran clavando agujas en el cerebro.

—¡Dilo! «He hablado contra su santidad el Papa y contra Guillermo, su vicario. He blasfemado».

—No… voy… a morir… y no necesito tu… absolución.

—¡Abre los ojos, templario!

Josseran parpadeó. Guillermo se inclinó hacia él y Josseran sintió el aliento caliente y fétido del sacerdote en su cara. Más allá de la cabeza de Guillermo vio una única estrella por el agujero del techo. El ojo de Dios que lo vigilaba.

—¡Antes de que termine esta noche comparecerás ante nuestro Padre en el cielo!

Josseran apartó la cabeza. ¿Mi padre?, se preguntó, ¿o Dios Padre? Ignoraba qué encuentro temía más.

—Serás juzgado y arrojado al infierno. —Guillermo levantó la mano derecha y la mantuvo ante los ojos de Josseran—. A menos que yo te absuelva con esta mano. ¡Con esta mano!

«Hazlo —pensó Josseran—. ¿Por qué esta resistencia a la confesión?, ¿es porque desprecias a este fraile tiránico o porque te sientes más allá del dominio de Dios?».

Había esperado hasta que llamaron a su padre para que participara en un parlamento en Carcasona. Era vasallo del conde de Tolosa y el rey Luis lo llamaba a otra peregrinación armada a Tierra Santa para liberar Jerusalén de los sarracenos. Como caballero, su padre estaba obligado a contestar a aquella llamada a las armas.

Aquella misma noche Josseran fue a verla a su cámara. «Y que Dios me perdone», pensó. Aquella noche la poseyó cuatro veces, en celo como un perro, la oyó jadear debajo de él, el sudor de ambos y su semilla derramándose sobre la cama de su padre. Cada vez que la penetraba oía al demonio riéndose mientras lo arrastraba al infierno.

¿En qué pudo haber estado pensando? ¿No pensó en su padre?

A la noche siguiente volvió a ir. Cuanto más profundamente caía en el pecado, menos le importaba. Porque cuando se está perdido, el único consuelo es perderse más. En aquel momento creía que ésa era la manera en que los hombres malvados se convertían en verdaderamente malvados. Una vez que se ha cometido un pecado imperdonable, ¿qué importancia tiene uno más? A veces, la única manera de aliviar el dolor de la culpa es volviendo a pecar.

Allí estaba ella, en la cama, desnuda, y él ahogó su conciencia en aquella carne caliente y húmeda. «¿Habría también un rasgo de orgullo en tomar lo que pertenecía a mi padre?», se preguntó, ¿un orgullo juvenil que lo persuadía de que entonces era un gran hombre?

—Esta noche verás a Cristo o verás a Satán —bramó Guillermo—. ¿Qué dices?

—No he… pecado con ella —graznó Josseran.

—Esa mujer es una salvaje y una pagana. Has pecado con ella en tu corazón. ¡Es lo mismo!

Josseran volvió a hacer una mueca: cada palabra, cada ruido era un tormento.

—Estoy seguro de que Dios permanece despierto en el cielo, preocupado por mi desesperado y solitario placer en la oscuridad. ¡Tu Dios es peor que cualquier suegra!

Oyó el zumbido de la respiración de Guillermo al oír aquella última blasfemia.

—¡Debes confesarte! —repitió el fraile.

«Sí, confesarme —pensó Josseran—. Que se salga con la suya. ¿Qué más da?».

Tenía el rostro colorado, pero la piel de sus hombros y de sus brazos era como marfil lustrado. El fraile le había quitado la ropa. Le vio el pecho y el estómago cubiertos por una fina mata de pelo que brillaba como bronce a la luz del fuego. Sus músculos eran duros como cuerdas.

Al ver lo extraño que era, tuvo que contener el aliento. Así desnudo parecía terrible y, sin embargo, de alguna extraña manera, la excitaba.

De repente sintió la boca seca.

Le preocupaba que pudiera morir. No sabía por qué la muerte de un bárbaro podía afectarla tanto. No sólo estaba preocupada por el enfado de su padre ni por su desilusión si fracasaba al entregar a los extranjeros sanos y salvos en Karakoram, como le ordenaron. Lo que la aterraba era la herida que la muerte de aquel hombre causaría a su corazón.

Sabía que no podía permitir que muriera.

Guillermo oyó un ruido a sus espaldas y volvió la cabeza.

—¡Tú! —jadeó.

Lo primero que vio fue la capucha morada, porque ella entró caminando hacia atrás, lo mismo que hizo en el ordu de Qaidu. En voz baja entonaba una canción rítmica en el lenguaje infernal que hablaban aquellos tártaros. Tres soldados de rostros sombríos entraron tras ella en la choza. Jutelún se puso en el centro de la tienda y se arrodilló junto al fuego, cogiendo el mayal de tela y un tamboril, los recursos del demonio.

Tenía los ojos en blanco. Estaba drogada, lo sabía, la mujer estaba poseída por el demonio. Jadeó y trató de cubrir el cuerpo desnudo de Josseran.

—¡Sal de aquí! —gritó cogiéndola por los hombros para echarla. Inmediatamente los escoltas tártaros lo cogieron por los brazos y lo sacaron fuera. Le ataron las muñecas, riéndose de su inútil resistencia. Después lo arrojaron al suelo frío para que gritara sus protestas a la noche solitaria.

Guillermo sollozó de frustración. Había maldad en aquella montaña y el demonio acababa de arrastrar el alma de otro cristiano al infierno.

La ruta de la seda
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