7
Valle de Fergana
Las estepas aparecían espolvoreadas de nieve y el aire se había levantado bajo un cielo de un azul infinito. Dos figuras envueltas en pieles se recortaban contra el sol de la mañana, los caballos de ancho pecho marchaban al paso. Ellos y sus jinetes no eran más que oscuras manchas en el horizonte invernal, ante los imponentes muros del glaciar que rodeaba el valle.
—¡Tenías que ganar! —dijo Tekuday—. Ese muchacho habría sido un esposo tan bueno como cualquier otro. Papá lo quería. Su padre lo quería. Yo creo que tal vez hasta tú lo deseabas. Pero no. Tenías que ganar. Siempre tienes que ganar. —Ella no le hizo caso. Su aliento formaba nubes blancas en el aire—. En algún momento tendrás que casarte —insistió él.
«Está celoso», pensó ella. Aquella envidia ardía en su interior porque no se parecía en nada a Gerel. Gerel estaba borracho a todas horas de tanto beber kumis negro. No le interesaba nada más. Tekuday era un guerrero con el alma de guerrero. Pero simple. No tenía ni la inteligencia de un general ni el cuerpo atlético de un buen jinete. Ella sabía que los dioses la habían favorecido con ambas cosas, y a su hermano le dolía que ella fuese mejor cazadora y mejor jinete. Y que en muchos sentidos fuera la preferida de su padre.
—¿Qué piensas hacer? No podrás usar siempre la faja.
Los dos lo vieron al mismo tiempo, el único movimiento en aquella estepa vasta y desierta. Dos marmotas, ardillas quizá, a doscientos pasos de distancia, las pieles anaranjadas y brillantes en medio del desierto blanco, silbando perplejas por la aparición de aquellos intrusos. Una se enterró con rapidez, la otra vaciló, moviendo la cabeza y manteniendo la cola erecta.
Fue Jutelún quien primero se llevó el arco al hombro; la flecha ya la tenía lista en la otra mano, con un movimiento tan rápido y habitual que le resultaba tan natural como parpadear. La primera flecha, no habría tiempo para una segunda, se clavó limpiamente en la pequeña criatura, le atravesó la cabeza, causándole una muerte rápida y sin sufrimiento. Más comida para la olla de aquella noche, más carne para los guisos del invierno.
A su lado, Tekuday todavía no había tirado hacia atrás el hilo del arco. Lo bajó con lentitud y volvió a poner la flecha en la aljaba de madera que llevaba en la cintura. Las miradas de ambos se encontraron. Jutelún no dijo nada. Ya tenía la respuesta.