7

Era el espectáculo más impresionante que había visto en la vida.

Las baldosas de color aguamarina brillaban bajo sus pies, como si caminara sobre la superficie de un lago. Las columnas lacadas en tonos rojos brillaban sobre las bases de granito. Dragones dorados se deslizaban hacia el gran techo abovedado, con las garras extendidas y las alas verdes abiertas.

El palacio estaba edificado en forma de cruz. Una larga nave corría de norte a sur, las alas del palacio se extendían de este a oeste, donde rayos dorados de luz entraban por ventanas de vidrios partidos. Seis filas de columnas, tres a cada lado de la nave, conducían al estrado, situado en el extremo norte del salón, atrayendo la atención de todos los que entraban sobre la figura reclinada sobre dos peldaños de mármol.

El kan de kanes reposaba en un sofá de ébano macizo. El trono tenía incrustaciones de oro, perlas y jade, y lo rodeaba una tienda de seda morada. Pero a pesar de la magnificencia que lo rodeaba, la corte estaba arreglada a la manera tradicional de una yurta tártara; más abajo que el del kan de kanes y a su derecha, al oeste, había otro estrado donde estaban sus hijos y sus hermanos. A la izquierda, al este, una plataforma similar para sus esposas e hijas.

A lo largo de las paredes había asientos elevados para otros integrantes de la Estirpe de Oro. Jutelún reconoció el brillo del oro en la asamblea, los espléndidos adornos de pieles y brocados, el resplandor seductor de los rubíes rojo sangre.

En el centro de la habitación ardía un fuego de brezo y raíces de ajenjo.

Sin duda era magnífico. Pero de alguna manera Jutelún se sintió desilusionada por tanto esplendor.

En aquel momento se celebraba una fiesta, puesto que Karakoram todavía celebraba la elección de Ariq Böke como gran kan. El vapor se elevaba de recipientes en los que se hervía carne de cordero. Los hombres bebían kumis en enormes cuencos de plata y, con cada brindis, chamanes de blancos ropajes rociaban los cuatro rincones del lugar con un poco de leche de yegua para aplacar a los espíritus del Cielo Azul.

Junto a la puerta central, un árbol de plata servía para guardar las bebidas. Jutelún notó que los camareros encargados de atender a los invitados estaban muy ocupados.

—Os conviene esperar a que termine la fiesta —le susurró a Jutelún el mayordomo—. Entonces el khaghan os atenderá.

Cuando la fiesta llegó a su fin, la mayoría de los cortesanos situados en el lado del salón reservado para los hombres se encontraban tendidos sobre las alfombras, completamente borrachos. Entraron los cantantes, los acróbatas y los que comían fuego para entretener a los que aún seguían en pie.

Por fin, al final de una larga cadena de plata, llevaron al salón a una onza. Su cuidador le quitó el collar y el animal subió dócilmente los escalones del trono y se dejó caer a los pies del kan de kanes.

«Un truco barato», pensó Jutelún. Ella habría preferido que el khaghan demostrara su valía encarando a la onza con una sola flecha.

El mayordomo se volvió hacia ella y la acompañó para que le transmitiera las noticias al kan de kanes.

Ariq Böke estaba repantigado en el diván, agotado por tanta bebida y tanta comida. Jutelún vislumbró una corona de piel alrededor de una barba fina y una boca cruel. Sus párpados estaban pesados. La miró con salvaje indiferencia, y le recordó a una onza, ahíta después de haber cazado, salvaje, pero convertida en dócil por el exceso. En sus dedos resplandecían rubíes del color de la sangre.

Ella lo saludó de rodillas, como correspondía, y le relató su historia. Oyó exclamaciones furibundas en el salón cuando dijo lo que les había pasado a los embajadores cristianos. Los jinetes que se los llevaron, anunció, no hicieron el menor esfuerzo por ocultar su identidad. Eran guerreros de la guardia imperial de Qubilay.

Cuando terminó su relato, se produjo un largo silencio. El kan de kanes miró a su alrededor; el entrecejo fruncido mostraba el disgusto que sentía. No cabía duda de que había bebido demasiado, pero cuando habló lo hizo con una voz bastante clara.

—Ya he soportado bastante a este Qubilay —dijo—. Mi hermano codicia el trono de Gengis Kan, que me pertenece por la acertada decisión tomada en el juriltay. Ha desobedecido el yassaq que nos dio nuestro abuelo, Gengis Kan, y tendría que temer la cólera de la horda mongola. —Sus generales manifestaron con un gruñido su conformidad—. Todos sabemos que él mismo se ha convertido en lo que todos los mongoles despreciamos —gritó Ariq Böke—. ¡En un chino, nuestro eterno enemigo! Él sabe que vosotros, su propia gente, no lo amáis, de manera que ahora vuelve contra nosotros a aquellos a quienes conquistó. Se llama a sí mismo Chung t’ung, como el emperador chino. Gobierna como un chino, con secretarios, cortesanos y empleados. ¡Hasta se hace llamar el Hijo del Cielo! ¡Adula a los chinos como si ellos fueran los vencedores y nosotros los vencidos!

Más murmullos de enfado.

Jutelún, todavía de rodillas, comprendió que posiblemente Ariq Böke conocía la noticia antes de su llegada al palacio. Su reacción le parecía cuidadosamente ensayada. Tal vez habría querido que el hecho se anunciara públicamente para proporcionarle la oportunidad de pronunciar un discurso.

—¡Tiene un Servicio de Construcción y Protección de Shang-tu! Tiene una Corte de la Cuadra Imperial, tiene una Corte del Cambio de Política Imperial, un Servicio de Forrajes. ¡Un Servicio de Forrajes! ¡Un buen caballo tártaro sólo necesita que se le suelte en el campo para encontrar comida incluso bajo tres metros de nieve! Ha obligado a los generales y administradores chinos a coronarlo emperador de China porque sabe que nosotros, los mongoles, ¡jamás lo coronaremos kan de kanes!

Los presentes gritaron y lo vitorearon. La onza se levantó e irguió las orejas.

—¡Qubilay fue a Catay como un león y lo han convertido en una oveja! Mi hermano ha olvidado cómo se monta un caballo —gritó el peor insulto que un tártaro podía decir de otro—. ¡Marcharemos contra Shang-tu con un ejército compuesto por nuestros mejores jinetes y reduciremos a escombros su ciudad!

Se produjo un tumulto de vítores.

«La tormenta tenía que llegar —pensó Jutelún mientras los cortesanos que la rodeaban clamaban por la sangre de Qubilay—. Y por lo visto, Joss-ran es el relámpago que encenderá la mecha».

La ruta de la seda
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