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Lo llamaban cangue. Era un yugo de madera pesada que ponían alrededor del cuello y tenía otros dos agujeros más pequeños que sujetaban las muñecas. Una vez puesto, era imposible que el prisionero se acostara y durmiera. El peso en el cuello y los calambres que causaba en los músculos de los hombros tenían sin duda la intención de desanimar al prisionero. Si ésa era su intención, había sido un éxito.
Josseran tenía encima del ojo derecho una costra de sangre seca, de la que manaba de la herida de la cabeza, y el ojo se le había hinchado y cerrado. De vez en cuando sentía que le corría sangre por la mejilla. Pero la incomodidad del ojo no era nada comparada con el dolor de la herida del hombro que dominaba todo pensamiento y sensación, y que le ardía como si le hubieran abierto la articulación con un gancho de metal y luego la hubieran llenado de plomo fundido.
Sentía que caía hacia la oscuridad, hacia un mundo fantasmal habitado por los tambores de los chamanes y por un dolor frío e implacable.
Desde lo que parecía una gran distancia, oyó murmullos y risas de voces de hombres que se movían por el campamento, un espeluznante canto fúnebre por encima del retumbar de los tambores, luego el grito, tal vez imaginado, de uno de sus compañeros de cautiverio.
—Joss-ran —dijo una voz.
Levantó la mirada. A través de la entrada de la yurta lo único que alcanzaba a ver era el reflejo de las hogueras, la titilante luz azul de una única estrella.
—Joss-ran.
Allí estaba su rostro, era su hermosa bruja Jutelún, los ojos brillantes en la oscuridad, reflejando el rojo del fuego como los de un gato. Se puso en cuclillas ante él.
—No tenías que haberte alejado de los demás —dijo.
—¿Debería haber huido, como el clérigo?
—Quisiste ser valiente y mira cómo has acabado.
En su rostro no se apreciaba compasión. Después de todo, el fraile tenía razón. Un salvaje no puede sentir emociones verdaderas como las que sienten un hombre o una mujer cristianos. Ella no era más que un animal. Un hombre ganaría más acostándose con una onza que con ella.
Allí estaba de nuevo, aquel espeluznante canto fúnebre.
—¿Qué es eso? —le preguntó.
—Se lamentan por las mujeres que hoy has dejado viudas.
—No tenía la menor intención de dejar viuda a nadie. Estaba luchando por mi vida. ¿Y qué me dices de las que tú has dejado viudas? —Ella levantó un brazo y, con la punta de los dedos, trazó el contorno de la herida de la frente de Josseran. ¡Por fin una muestra de ternura! Tal vez no hubiera olvidado por completo el desierto—. ¿Qué me va a pasar?
—Mi padre está enfadado conmigo por haberte traído como prisionero, y está enfadado contigo por no morir a causa de la herida. Desea tu muerte pero no quiere asumir la responsabilidad de causártela.
Trató de cambiar de posición, pero el esfuerzo le produjo un espasmo de dolor en el hombro.
—Lamento los inconvenientes que le he causado.
Si ella reconoció la ironía en su voz, no dio muestras de ello.
—Ha leído la misiva de Qubilay que trajiste contigo. Eso ha echado aún más sombras sobre la situación. Algunos de los capitanes de mi padre dicen que eres un embajador y que tienes que ser tratado con respeto. Otros afirman que como cerraste un trato con Qubilay y no con Ariq Böke, nuestro verdadero kan de kanes, debes ser ejecutado. Otros desean mantenerte como rehén. Pero ¿tu vida vale algo para Qubilay?
Se forzó a esbozar una sonrisa salvaje.
—Diles que el emperador de Catay me quiere como a un hermano. —Ella no sonrió ante aquella broma. Algo en su expresión turbó a Josseran—. ¿Cuál es la opinión de tu padre?
—Mi padre está a favor de la ejecución. Dice que los muertos comen menos.
«¿Moriré después de todo?», se preguntó. Bueno, no era sorprendente. Al atravesar el Techo del Mundo, de alguna manera había perdido las esperanzas de volver a ver Tierra Santa. Y en cuanto a Tolosa y el Languedoc, eran un sueño dentro de un sueño. Sin embargo, aún no abandonaría toda esperanza. Era un intruso en aquel extraño feudo y aquellos caciques todavía podían ser persuadidos.
—Tal vez este conflicto pueda ser resuelto sin necesidad de matar embajadores de otros territorios.
—Haré todo lo que pueda por cambiar la opinión de mi padre. Encontraré la manera de ponerte en libertad.
Tenía consigo un cuenco de madera lleno de agua. Empapó en ella un trozo de tela y lo usó para limpiar la sangre seca que rodeaba el ojo de Josseran. Él apretó los dientes por el dolor que le producía el agua helada. Después, con la ternura de una amante, Jutelún le limpió la herida producida por la flecha. Incluso en aquel momento y en su condición desesperada, Josseran tuvo conciencia de la calidez de su cuerpo y del contacto de su pecho contra la túnica de seda que tenía puesta bajo el abrigo.
—«¡Me he alejado tanto de Dios en este lugar! —pensó—. ¿Olvidaré tan pronto la penitencia que el hermano Guillermo me impuso? Señor, permite que muera ahora».
—Que Dios me ayude, pero todavía te deseo —susurró, sorprendido por la ronquera de su voz. Ella no contestó—. ¿Me has oído, Jutelún?
—Puedo lavarte las heridas. Pero más allá de eso no hay nada que pueda hacer por ti.
—Tengo que saberlo. ¿No sientes absolutamente nada por mí?
—Eres un bárbaro del oeste, ¿cómo voy a sentir algo por ti? Me casaré con el hijo de un kan que convertirá a mis hijos en príncipes de las estepas, como mi padre.
«Ha terminado la curación. Ha sido un acto de bondad, aunque no haya hecho nada por aliviar mi dolor», pensó él.
—¿Por qué me atormenta tu padre con este cepo? Dile que si le causo tanto enfado tiene que hacer lo que considere necesario. No temo morir.
—Le diré lo que acabas de decir.
Se levantó lentamente y se encaminó a la entrada de la yurta. Él observó su figura recortándose sobre la luz de las hogueras de la noche.
—Daría cualquier cosa con tal de poder acostarme contigo durante una sola noche.
—Entonces eres tonto —contestó Jutelún mientras se perdía en las tinieblas.