18
Mediante un yam, Alghu envió un rápido mensaje a Qubilay para preguntarle qué más deseaba que se hiciera en aquel asunto. La respuesta fue inequívoca.
Miao-yen permaneció encerrada en una torre del palacio junto con sus servidoras durante los meses que le quedaban de embarazo. El verdugo de Alghu recibió entonces un encargo secreto. Miao-yen era una princesa real y, como tal, no era permisible que la sangre de Gengis Kan fuera derramada. Tenían que inventar otro método de ejecución para ella.
Las golondrinas volaban entre los nidos situados sobre las cúpulas, caían en picado bajo las ramas de los árboles de los jardines, revoloteando en los nidos que habían construido bajo las vigas de las casas de adobe. «Y así las golondrinas se preparan para incubar —pensó ella mientras se ponía una mano en el vientre hinchado—. Hay una alegría frenética en sus atareados vuelos y revoloteos. Sin embargo, yo espero aquí, en esta torre del tormento, como si fuera una prisionera».
Sabía que había disgustado a su nuevo señor, que había disgustado a todo el mundo, y sabía que era por la criatura que crecía dentro de su vientre. No comprendía cómo se hacía una nueva vida, sólo que tenía que ver con un hombre y una mujer que se acostaban juntos. Pero también sabía por sus conversaciones con sacerdotes nestorianos y con Nuestro-Padre-que-está-en-el-Cielo, que una criatura podía nacer de una mujer joven y casta, y que ello debía ser tomado como una bendición.
Habían apartado de ella a las sirvientas que la habían acompañado desde Catay y en su lugar habían puesto jóvenes persas, silenciosas y malhumoradas, que sólo hablaban su propio idioma y que no podían decirle nada de lo que pasaba. No comprendían la costumbre del pie de lirio y no trataban de ocultar su disgusto cuando le cambiaban las vendas. Miao-yen soportaba su solitaria vigilia asustada por el nacimiento que se aproximaba, con respecto al cual ella era tan inútil e ignorante como una niña, mientras se preguntaba cuál habría sido la ofensa que había cometido.
A última hora aparecieron los soldados con el estruendo de sus armaduras mientras se apresuraban por el corredor hasta sus aposentos. Eran soldados de Alghu, los primeros hombres que veía desde su llegada a Bujara. Sus expresiones no eran alegres. Ella se apartó de la ventana, esperando recibir a un mensajero, pero en cambio los soldados la cogieron por los brazos y sin pronunciar una sola palabra salieron con ella de sus aposentos a través de la pesada puerta del final de la galería.
La hicieron atravesar apresuradamente un patio de losas hexagonales rodeado de árboles, mientras las moras crujían bajo las botas de los soldados en el anochecer gris. Más allá de otra puerta esperaba un kibitka con una litera con cortinas y les indicaron a ella y a dos de sus sirvientas persas que subieran.
Las llevaron por las calles hacia la puerta del oeste. A través de las cortinas, Miao-yen vislumbró las luces de innumerables lámparas de aceite que parpadeaban en ventanas y portales. Y entonces estuvieron fuera de la ciudad, y ella notó el aliento caliente y fétido del desierto.
Se preguntó qué habría planeado el Il-Kan para ella. «Tal vez, —pensó— no habrá matrimonio. Tal vez hayan pensado en sacarme de la ciudad en la oscuridad y llevarme de nuevo a Shang-tu».
Pero los soldados no estaban allí para escoltarla hasta Shang-tu. Ni siquiera abandonaría el kanato de su futuro marido. En lugar de ello la condujeron a una solitaria yurta situada en las planicies de Kyra Kum, con la única compañía de sus dos sirvientas mudas y una docena de soldados de Alghu.
Pasó los días siguientes sola dentro de la yurta, asustada y confusa. Fuera, el viento aullaba en la planicie estéril. Ignoraba por qué la habían llevado allí y no había nadie que se lo pudiera decir.
«No permitas que le hagan daño a mi hijo».
De madrugada rompió aguas. La punzada de dolor en el vientre la cogió por sorpresa, y la dejó jadeando sobre las alfombras de la yurta. Llamó a gritos a sus sirvientas y les tendió una mano, pero ellas la miraban con los ojos muy abiertos y no hacían movimiento alguno para ayudarla. En lugar de ello corrieron en busca de los soldados. Instantes más tarde se abrió la cortina de la yurta y al ver la cara de los soldados gritó, porque en aquel momento supo cuál sería su destino.
—¡Mi hijo no!
La arrastraron fuera de la yurta hacia donde ya esperaban a los caballos ensillados. Era una hermosa mañana, el sol todavía no había salido en su totalidad, la luna todavía era un pálido fantasma sobre el desierto.
—¿Por qué hacéis esto? —gritó ella—. ¿Por qué hacéis esto?
Le ataron los brazos detrás de la espalda con tiras de cuero y la arrojaron a una litera que habían atado entre dos de los caballos. La alejaron quizá no más de tres o cuatro li de la yurta. Luego la tiraron de la litera y la arrastraron por la arena.
Ella gritó, atormentada por otra contracción, pero ellos no prestaron atención a sus sufrimientos.
Había una pequeña depresión, todavía hundida en las tinieblas. Fue allí donde la arrojaron y un hombre la sujetó mientras el otro le ataba las piernas con cuerdas a la altura de los tobillos y las rodillas. Después le aplicaron correas de cuero alrededor de los muslos y otras más gruesas alrededor de la pelvis, apretándolas hasta que gritó de dolor.
—¿Qué estáis haciendo? —les gritó—. Decidme lo que pasa. ¿Qué he hecho?
Sin hacerle más daño, se levantaron y volvieron a los caballos. El oficial la miró fijamente durante largo rato, tal vez para estar seguro de que sus hombres habían llevado a cabo con exactitud las especificaciones del kan; luego dio una orden y se alejaron al galope por la planicie. Ella jadeó de dolor por otra contracción y cuando pasó y abrió los ojos, los soldados no eran más que pequeños puntos en el horizonte.
Y mientras el sol salía, aulló su protesta y su dolor hacia el eterno cielo azul, gritando una y otra vez las palabras del Padrenuestro que le había enseñado Nuestro-Padre-que-está-en-el-Cielo, porque sabía que jamás había pecado contra su padre ni contra su marido, y el sacerdote de Josseran le había dicho que los inocentes nunca eran castigados. «Si pronuncias el nombre de Dios —le había dicho—, serás salvada».