11

Era conocido como el palacio del frescor. Los pilares eran de madera de sándalo y aloe, y la tienda dorada y los dragones pintados de verde, tallados en la madera, se enrollaban sinuosamente alrededor de cada uno de ellos hasta la altura del techo, donde sus cabezas cubiertas de escamas mostraban las fauces a lo largo de los arquitrabes y sus garras rodeaban los tejados. Las ventanas tenían rejas cuadradas y cubiertas con papel apergaminado en lugar de vidrios, y en el suelo había alfombras de oro y de brocado carmesí. De las paredes colgaban acuarelas con paisajes nevados que ayudaban a inducir una sensación de frescura en el clima caluroso. Fue así como el pabellón adquirió su nombre.

Miao-yen los recibió de rodillas sobre una alfombra de seda. Era una criatura llamativa, de ojos almendrados y piel bronceada. Su pelo largo y negro como el azabache había sido peinado hacia atrás, alejado de la frente, envuelto en cintas y asegurado en la parte superior de la cabeza con un lazo. Estaba decorado con horquillas, con peinetas de marfil y con ornamentos de aves doradas y flores de plata. Sus cejas habían sido depiladas y reemplazadas por una delgada pero bien dibujada línea de henna y tenía las uñas pintadas de un color rosado que se obtenía con un ungüento hecho de hojas de bálsamo aplastadas.

La hija del emperador, que era la menor de cinco, era muy distinta de la mujer que Josseran esperaba encontrar. Él suponía que sería una criatura robusta y llena de empuje como Jutelún; sin embargo, aquella mujer se parecía más a una princesa cristiana en sus modales y su delicadeza. Mientras Jutelún era alta para una tártara, Miao-yen era pequeña; mientras Jutelún era altanera y una mujer de genio rápido, la hija de Qubilay tenía los ojos bajos y parecía tan frágil como una estatua de porcelana.

Lo mismo pasaba con la ropa, no iba vestida para la estepa sino para la corte. Lucía una vestimenta larga de seda rosada con cuello de satén blanco, unido al lado opuesto por pequeños botones de forma oblonga sujetos con lazos de tela. Las mangas eran tan largas que pocas veces se le veían las manos. En la cintura llevaba una ancha faja con una hebilla de jade en forma de pavo real y calzaba pequeñas zapatillas de satén rojo adornadas con bordados de oro. No tenía el aspecto de una princesa, sino el de una hermosa niña.

Josseran recordó la admonición de Tekuday: «Conservar el velo de sangre es la señal de que una mujer ha pasado poco tiempo a caballo. No puede ser un buen jinete y sería una carga para el marido».

Se preguntó lo que pensaría de aquella princesa tártara.

Se sentaron sobre alfombras alrededor de una mesa. Josseran miró la habitación. De las paredes colgaban papiros de la más fina caligrafía en bermellón brillante sobre fondo blanco. En la mesa negra, baja y lacada, había un caballo hecho de una única pieza de jade y un vaso de ágata al que se le había añadido un ramo de flores de ciruelo. Junto a la princesa había una jaula de bambú que encerraba un gigantesco grillo verde.

En un rincón, detrás del biombo, tres jóvenes chinas hermosamente vestidas tocaban pequeños instrumentos parecidos a arpas. Aquella música suave atravesaba el lago y era la contrapartida al ruido del viento en los bambúes.

—Así que habéis venido a educarme en vuestra religión —dijo ella.

—Fue el deseo de tu padre —contestó Josseran.

—¿Es también tu deseo? —le preguntó ella.

—Deseo que todo el mundo conozca al único Dios verdadero.

Miao-yen le dirigió una sonrisa que él no supo descifrar. Dos sirvientas les ofrecieron algo que ella llamó Té de Nubes Blancas. Lo servían en finas tazas de porcelana azul y blanca que las sirvientas transportaban en una bandeja lacada.

Mientras bebían el líquido caliente, ella le hizo interminables preguntas a Josseran. Era muy curiosa e, igual que su padre, quería saber todo lo referente a Francia (a la que ella llamaba «cristiana») y a Ultramar, y también le inspiraba curiosidad el viaje y lo que habían visto. Escuchó con avidez la descripción que le hizo Josseran del Techo del Mundo y del gran desierto del Centro de la Tierra y del Valle de los Mil Budas. Mientras tanto, Guillermo le molestaba constantemente pidiéndole que le tradujera la conversación, cosa a la que él no hacía caso, o bien le contestaba de cualquier manera.

Por fin Guillermo se impacientó.

—Desea comenzar ya tu instrucción —le dijo Josseran a la princesa.

—¿De manera que no eres tú quien me instruirá?

Josseran negó con la cabeza.

—Yo no soy más que un guerrero y un noble muy humilde.

—No tienes los ojos de un guerrero. Tu mirada es suave. En cambio, la de él es muy dura para tratarse de un sacerdote.

Josseran sonrió ante la intuición de la muchacha.

—Ojalá pudiera ser más suave de lo que soy —contestó—. Mi espada ha estado demasiadas veces ensangrentada para que se me llame suave.

Miao-yen señaló a Guillermo.

—¿Tu compañero no habla? —preguntó.

—No entiende tu idioma. Yo seré su lengua y sus oídos.

Una vez más le resultó imposible leer la expresión de los ojos de la princesa. Miao-yen lanzó un pequeño suspiro tembloroso, como el viento que roza las hojas de un árbol, anunciando una tormenta distante.

—Antes de empezar, tengo que hacerte una pregunta. ¿Conoces el motivo por el que mi padre os envió hasta mí?

—Dice que desea que conozcas mejor la fe cristiana.

—Aquí en Shang-tu ya tenemos la religión luminosa.

—No es la verdadera forma de nuestra religión. Los monjes que la enseñan son rebeldes. No reconocen la autoridad del Papa, que es el emisario de Dios en la tierra.

—¿Y vosotros creéis que convertiréis a mi padre?

—¿Qué dice? —volvió a interrumpir Guillermo, ya hirviendo de frustración.

—Espera un momento —pidió Josseran, que quería aprovechar aquel momento inesperado para conocer mejor el carácter del emperador. Se volvió de nuevo hacia Miao-yen—. ¿Crees que juega con nosotros?

—Mi padre es un guerrero que desea convertirse en erudito. Ha renunciado a su propia tradición en pos del poder, de manera que ahora no le queda más remedio que robar de todas partes. Vosotros habéis visto la corte real. Hay tangutos y uigures y mahometanos y chinos y kazajos. De todas partes toma algo y reúne alrededor de sí la sabiduría del mundo, como una ardilla que almacena en el nido todo lo que puede encontrar antes de que llegue el invierno. No os comprará nada, pero recogerá lo mejor que tengáis en la bolsa.

Josseran no esperaba oír una descripción tan clara del Soberano de Soberanos por parte de su propia hija.

—Este fraile cree que podremos convencerlo de que el nuestro es el único y verdadero camino —dijo Josseran. Ella ladeó la cabeza en un ademán que podía significar muchas cosas—. ¿Tú no lo crees?

Tuvo que haber formulado la pregunta con demasiada ansiedad porque ella le dedicó una leve sonrisa y bajó la cabeza.

—Lo que yo creo es que no debo hablar contigo con tanta libertad. Eres un extranjero y no debería confiar en ti.

—Efectivamente —dijo Josseran.

—Detendré mi cháchara de mujer y en cambio escucharé. Vosotros me instruiréis en vuestra religión, si es lo que deseáis.

Josseran estaba ansioso por saber más acerca de aquel Qubilay, sobre todo teniendo en cuenta lo próxima que era la fuente de información, pero se recordó que tenía que ser paciente, cosa que con tanta frecuencia le recomendaba a Guillermo. Habría muchos más días.

—Bueno, ¿qué dice? —susurró Guillermo.

Josseran se encogió de hombros.

—Nada importante. Pero gracias por tu paciencia, hermano Guillermo. Ahora está lista para comenzar sus lecciones.

La ruta de la seda
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