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Valle de Fergana
En el año de la Oveja
Ella siempre había soñado que podía volar.
A veces, en días como aquél, imaginaba que la tierra se extendía ante ella como ante los ojos de un águila, alcanzaba a notar las corrientes de aire del valle en el movimiento de las alas, por un instante lograba creer que no había lazo de plata que la atara a la tierra.
Jutelún frenó su caballo y volvió la cara hacia el frío viento del norte, que hacía que le ardieran las mejillas. Los picos nevados del Techo del Mundo se habían teñido de un azul glacial bajo el sol del final de la tarde. Al pie de donde se encontraba, las yurtas negras de su tribu se amontonaban como ladrones en el valle marrón y helado. En el centro del mundo, durante los largos inviernos, nada se movía en la llanura. La tierra se convertía en hielo.
Estaba sola en la cima de la montaña. Sola en el silencio, en el gran silencio de las estepas.
Había nacido allí para vivir sobre la silla de un caballo, con el rostro quemado por el viento. «Pero —pensó con amargura—, si mi padre se sale con la suya, me entregará a algún joven ambicioso que me dará hijos y me hará atender su yurta y ordeñar sus cabras, y ya nunca volveré a cabalgar a la cabeza de los tumens de mi padre». Había nacido con el sexo equivocado, con el corazón de un semental y la cola de una yegua.
Deseó no tener que crecer en aquel cuerpo de mujer, cabalgar por las estepas como una muchacha el resto de su vida. De haber nacido en el cuerpo de un hombre, sería el siguiente kan de la alta estepa. En lugar de eso, tendría que contentarse con ver a uno de sus hijos gobernando las altas praderas de Almalik.
Pero incluso para obtener ese consuelo, algún día tendría que pastorear con un hombre. El solo pensamiento de someterse le producía un malestar interior.
No era que no sintiera la necesidad de la compañía de un hombre ni el deseo de tener hijos propios. Tal vez fuera cierto que también había deseado el consuelo físico de un hombre y que escuchaba con interés más que pasajero las conversaciones de sus hermanas casadas, pero tomar ese camino (aunque sabía que algún día se vería obligada a ello) la ataría para siempre a la yurta de su marido.
Su padre le acababa de encontrar un nuevo candidato, el hijo de un kan del norte del lago Baikal. Tenía ese derecho y ella sabía que era una buena política. Pero como mujer tártara podía negarse, tal y como había hecho muchas veces. Sin embargo, hizo un trato con su padre: si encontraba un muchacho que pudiera demostrar que era digno de ella ganándola en una carrera a caballo, accedería al matrimonio. Esto parecía más delicado que un rechazo directo, aunque era lo mismo.
Levantó la mirada al oír el grito de un halcón que volaba contra el viento.
Su futuro no estaba decidido. Brillaría más que sus hermanos y los condenaría a las sombras. Gerel era un borracho y Tekuday tenía el cerebro de una cabra. No estaban a su altura en ingenio, ni en fuerza ni en espíritu. Ella demostraría que era algo más que el receptáculo de la semilla de un hombre.
Se lo prometió, lo gritó al espíritu azul del cielo eterno, pero el bramido del viento ahogó su voz.