10
Se estaba más fresco allí dentro, en silencio después del caos que se veía en la calle. La luz amarilla de la lámpara de aceite se reflejaba sobre la cruz de plata del altar. Inmediatamente Guillermo cayó de rodillas y rezó el Padrenuestro. Josseran vaciló, luego se arrodilló a su lado.
Una figura emergió de las sombras en la parte trasera de la iglesia.
—¿Qué hacéis aquí? —preguntó Mar Salah en turco.
Josseran se puso, en pie.
—¿Tú eres Mar Salah?
—Lo soy.
—¿Sabes quiénes somos nosotros?
—Sois los bárbaros del oeste.
—Creemos en Cristo, igual que tú.
Mar Salah salió de las sombras. Con el rostro largo y anguloso y su nariz de halcón parecía más un griego o un judío de Levante. Era un uigur, sin duda. Tenía una tonsura, como Guillermo. Pero sus dientes eran malos y tenía una enfermedad en el pelo que dejaba parches rojos sobre el cráneo.
—¿Qué queréis? —preguntó.
—El hermano Guillermo desea hablarte —dijo Josseran.
Mar Salah los observó por encima de su larga nariz. «Sacerdotes. Son iguales en todas partes», pensó Josseran.
—Aquí no es bienvenido.
—Parece que no le da placer vernos —tradujo Josseran.
Bajo la tenue luz del lugar, el rostro del fraile estaba contraído y tenía un aspecto malvado.
—Pregúntale si es cierto que le dijo al emperador que nosotros no somos verdaderos cristianos.
Josseran se volvió hacia Mar Salah.
—Sabe lo que le dijiste al emperador sobre nosotros.
Mar Salah le dirigió una sonrisa irónica.
—Él me preguntó lo que pensaba y se lo dije.
—¿Qué dice? —preguntó Guillermo.
—Disimula —contestó Josseran, volviéndose hacia el nestoriano—. El hermano Guillermo está furioso porque se enteró de que te negaste a dar los sacramentos a los georgianos y a los húngaros hasta que no se bautizaron en tu iglesia.
Mar Salah se les acercó por la nave principal.
—¿Quién creéis que sois para cuestionarme? ¡Salid de aquí!
—¿Qué dice? —gritó Guillermo.
Tenía ganas de llorar de frustración. ¡Si tuviera el don de lenguas que poseía aquel templario sin Dios! El Señor no era justo en la distribución de sus dones.
—Dice que no tienes ningún derecho a cuestionarlo —dijo Josseran.
—¿Ningún derecho? ¿Cuando disfruta de tres esposas? ¿Cuándo avergüenza el nombre de su iglesia bebiendo hasta emborracharse todas las noches y acepta dinero de los pobres seres a quienes los tártaros mantienen aquí como rehenes? ¡Y sólo por la liturgia!
—Dice que tú pecas teniendo tres esposas —le repitió Josseran a Mar Salah— y que les robas dinero a los cristianos que viven aquí para llevar a cabo los servicios del templo. ¿Cómo puedes defenderte?
—No tengo por qué responder ante vosotros por lo que hago. Y tampoco ante vuestro Papa en Occidente. El emperador no os escuchará. ¡Y ahora salid de aquí!
Josseran se encogió de hombros. No le gustaban las discusiones de teología entre dos sacerdotes que olían a sudor.
—Asegura que no tiene nada que decir y que tenemos que irnos. Aquí no conseguiremos hacer el bien. Será mejor que hagamos lo que dice.
—¡Dile que arderá en el fuego del infierno! ¡Dios lo conocerá por lo que es y enviará contra él a sus ángeles vengadores!
Josseran permaneció en silencio.
—Díselo.
—Maldícelo a tu manera. Yo ya he oído bastante acerca del fuego del infierno para una sola vida.
Salió deprisa de la iglesia, pero aun estando fuera alcanzaba a oír que los dos sacerdotes se maldecían dentro, cada uno en su idioma. Parecían dos gatos en un callejón.