5

Se habían detenido a descansar en la vasta planicie de grava y piedras. Ante ellos se extendía un horizonte gris y monótono. Los camellos, atados, pastaban en el terreno pobre que los rodeaba, algunos juncos quebradizos y unos pocos arbustos secos.

Guillermo se arrodilló al pie de un sauce retorcido y ennegrecido por el viento: apretaba entre sus dedos el crucifijo de madera que colgaba de su cuello y comenzó a mover los labios en una silenciosa oración. Los tártaros lo observaban a cierta distancia, con el desprecio y el temor que les inspiraba aquella criatura que les había sido encomendada. Ya les había traído mala suerte una vez. Estaban convencidos de que volvería a hacerlo.

Josseran se sentó junto al fraile y levantó la capucha de su abrigo para protegerse de aquel viento seco y cortante.

—¿Qué pides en tus oraciones, hermano Guillermo?

Guillermo terminó sus palabras de súplica y dejó caer las manos al lado del cuerpo.

—Pido que nuestros sufrimientos en este viaje sirvan para que se cumpla la voluntad de Dios.

—¿Y qué crees que es, en ese sentido, la voluntad de Dios?

—No es algo que pobres criaturas como nosotros podamos saber.

—Sin embargo, conoces el contenido de la bula que Su vicario te ha confiado. El pontífice conoce la voluntad de Dios, ¿no es así?

Aquello molestaba a Josseran desde que habían salido de Acre. Adivinaba que, igual que los templarios, el Papa deseaba establecer una alianza con los paganos, pero no consideraba que fuera una buena política el que se supiera.

—La bula es secreta. Sólo se la leeré al rey de los tártaros, como se me encargó que lo hiciera.

—El Santo Padre desea una tregua con estos tártaros.

—Desea atraerlos hacia la palabra de Dios.

—¿Tú crees que les interesa la palabra de Dios? Lo que les interesa es el saqueo. Quieren tener reinos aquí, en la Tierra, no en el cielo.

«Igual que nosotros», estuvo a punto de añadir.

—Dios abrirá sus corazones y sus mentes.

Guillermo cambió de posición y, en lugar de seguir arrodillado, se sentó con suavidad en el suelo duro. Lanzó un quejido.

—¿Qué te pasa? —preguntó Josseran.

—Es sólo un problema reumático. No te preocupes por mí.

Josseran se encogió de hombros.

—No estoy preocupado. Te ruego que comprendas, hermano Guillermo, que no te tengo un gran afecto como hombre. Pero es mi deber que llegues a salvo a tu destino y, después de haber llegado tan lejos, consideraré que sería un fracaso no completar mi tarea.

—Trataré de no desilusionarte.

—Gracias.

Guillermo trató de ocultar su dolor, aunque a decir verdad sufría de una manera terrible. En la abertura de sus intestinos tenía hinchazones que se asemejaban a pequeños grupos de uvas, y el movimiento del camello convertía cada instante en un tormento. Pero sufría por su Salvador y cada paso que daba atravesando aquel terrible desierto purificaba su alma y lo acercaba a Dios.

Jutelún observó a Josseran enfrascado en una conversación con el chamán cristiano. Al rato el chamán se levantó y se alejó para orinar. Su camello pastaba cerca y levantó la fea cabeza para observarlo. Jutelún casi alcanzaba a ver los pensamientos escritos en los ojos castaños del animal. Mordisqueó las espinas de un tamarisco, masticando con lentitud mientras observaba a su verdugo de negras vestimentas y oía el ruido que hacía su orina al caer sobre las piedras gebi. Se le acercó hasta llegar casi hasta el hombro del fraile y devolvió sobre su espalda todo el alimento que tenía en el estómago.

Guillermo tropezó y su orina le mojó la sotana mientras se tocaba la espalda con una mano para descubrir qué había caído sobre él. Un Solo Ojo, que también había presenciado lo ocurrido, cayó al suelo sin poder contener las carcajadas. Guillermo trataba de limpiarse la espalda con una mano mientras seguía sujetando su miembro con la otra. Pero al levantar la vista y comprobar que Jutelún lo observaba, volvió a alejarse con la cara del color de la grana.

Josseran, desgarrado entre la sorpresa y la lástima, también fue testigo del espectáculo. A Jutelún le sorprendió que no riera como los demás, puesto que sabía que no le tenía simpatía a su acompañante.

—La bestia no le tiene demasiado cariño —le comentó a Josseran.

—Eso es evidente.

—Dile que espere hasta que el sol lo haya secado —aconsejó ella—, entonces se lo podrá quitar. Si trata de limpiarlo ahora, lo único que conseguirá será empeorarlo.

—Se lo diré —contestó Josseran, alejándose.

Guillermo chillaba como si le hubieran derramado plomo fundido encima. Si aquél era un chamán típico de los bárbaros, pensó Jutelún, los tártaros no tenían nada que aprender de aquella gente ni de su religión. Sin embargo, aquel guerrero, aquel Joss-ran era distinto. Había demostrado que era fuerte y valiente, y tenía la intuición de un chamán. Desde que se había herido en la montaña, ella notaba cierta afinidad entre ambos.

Aunque no tenía idea de lo que la causaba.

Se encontraban en tierras de los uigures. Jutelún le explicó que allí eran vasallos del kanato Chaghaday de Bujara, que lo habían sido desde el tiempo de Gengis Kan ante quien se sometieron para evitar la destrucción de sus campos y sus ciudades. Los tártaros nómadas imponían impuestos a la gente por medio de gobernadores locales, que gobernaban contando con su aprobación. Había un tributo anual, el tanga, que pagaban en la ciudad los mercaderes y artesanos, y el kalan o impuesto a la tierra, que se imponía a los granjeros. Hasta los nómadas locales pagaban impuestos a Bujara, que consistían en una porción de sus rebaños y que llamaban kopchur. Y también había un impuesto del cinco por ciento que debían pagar todos los mercaderes que atravesaban el kanato, un peculiar impuesto sobre la lucrativa ruta de la seda.

«Para tratarse de nómadas —pensó Josseran—, tienen una firme comprensión de lo que son los principios de gobierno».

Una semana después llegaron a Aqsu, la capital uigur. Las ruinas de antiguos faros se alzaban sobre lo que al principio Josseran creyó que era una extraña y espeluznante neblina. Cuando se acercaron comprobó que la neblina era en realidad una tormenta de polvo levantada por el viento. Más allá de las torres de los faros se encontraba la vieja ciudad, un montón de edificios blancos refugiados bajo altos álamos que se balanceaban acurrucados al pie de unos acantilados amarillos. La verde franja del oasis se pegaba a las orillas de un río.

De repente se encontraron fuera del desierto avanzando por caminos sombreados por álamos, entre campos verdes sembrados de berenjenas y otras hortalizas. El agua brillaba en los canales de irrigación que goteaban a través de los campos, en los que el terreno era tan seco que el agua era llevada por canales a cada árbol individual. Una joven se tapó el rostro con rapidez al ver aquellos infieles, mientras unos niños pequeños que se bañaban desnudos en el arroyo los miraban con ojos como platos. Mientras cruzaban las calles de la ciudad, en ellas se alineaba una multitud de rostros curiosos cuyos velos subían y bajaban; incluso viejos de barba blanca empujaban y se abrían paso a codazos para alcanzar a ver aquellos extraños bárbaros de Occidente.

Aquella noche no durmieron en un caravasar sino que se alojaron en la casa del darughachi local, el gobernador nombrado por los tártaros. Les sirvieron una cena a base de carne de cordero, arroz y especias, y había sirvientes con fuentes de fruta y teteras de las que servían un aromático té verde. Luego se acostaron en verdaderas camas con cobertores de seda.

A la mañana siguiente, cuando Jutelún saltó ágilmente sobre su camello, miró a Josseran y le sonrió.

—Espero que hayas disfrutado de tu descanso —dijo—. A partir de aquí nos internamos en el peor desierto del mundo. Empecemos la marcha en el nombre de Dios.

La ruta de la seda
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