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En el campamento se convirtieron en objeto de curiosidad para todos. Los niños los seguían, riendo y gritando; de vez en cuando alguno de ellos aceptaba el desafío de sus compañeros y se les acercaba corriendo y les tocaba la ropa antes de volver a alejarse. Los adultos también los miraban fijamente con no disimulada curiosidad y a veces se les acercaban y pedían el cuchillo de Josseran o la cruz de plata de Guillermo. Lo hacían sin vergüenza alguna, no como pordioseros, sino con la actitud de los señores que tomaban cualquier cosa que quisieran como si fuera su derecho. Muchas veces Josseran, aguijoneado más allá de lo tolerable, estuvo a punto de desenvainar la espada.

Fue Tekuday, el hermano de Jutelún, quien salvó la situación. Los adoptó, los tomó a su cargo y los escoltaba allí donde fueran dentro del campamento. Las exigencias y las peticiones cesaron de inmediato.

Tekuday sentía una curiosidad interminable por ellos, por su religión, sus métodos de guerra, y sus castillos. Quería saber si los cristianos, pues para los tártaros el nombre de su religión era el de su país, tenían prados interminables como los suyos, en los que un hombre pudiera dejar pastar a sus caballos, cuál era el castigo por adulterio; qué material usaban para hacer flechas. Josseran se dio cuenta con rapidez de que Tekuday no era sólo curioso —probablemente, Qaidu lo había enviado para espiarlos—, y por lo tanto cuidó un poco más sus respuestas.

Si Tekuday era un espía de Qaidu, la elección no había sido buena, porque le gustaba hablar tanto como escuchar, y poco a poco Josseran le fue sonsacando información. Aunque los tártaros habían conocido el azote de los sarracenos en Oriente, le escandalizó enterarse de que Qaidu era en realidad mahometano, al igual que muchos de su tribu. Sin embargo, aunque se adherían a muchos de los principios de la religión sarracena, seguían creyendo en algo que llamaban el Espíritu del Cielo Azul.

Igual que los mahometanos, los tártaros se permitían tener cuatro esposas y el kan también podía tomar cuantas concubinas estuviera en condiciones de mantener. A pesar de este arreglo en apariencia tan azaroso, Tekuday insistía en que jamás había peleas entre las esposas, ya que no se hacía distinción de legitimidad entre los hijos nacidos de las esposas y aquellos cuyas madres eran concubinas. De hecho, Tekuday declaraba que él mismo había nacido de una de las concubinas del harén de Qaidu.

El ordu, o familia, confería seguridad a lo largo de toda la vida a la mujer y a sus hijos. Tekuday le dijo que cuando Qaidu muriera, él tomaría a su cargo a todas las mujeres de su padre, en su casa y también en su cama si lo deseaba, con excepción, por supuesto, de su madre. De esa manera, explicó, las viudas y sus hijos nunca tenían que temer por su futuro. Y sorprendió aún más a Josseran al explicarle que, a pesar de que sus cuerpos pertenecían a los hombres, las mujeres tártaras tenían derecho a tener posesiones y podían comprar o vender propiedades, tales como caballos y cabras, con independencia de sus maridos.

Era un idea extraordinaria, pero, por lo visto, común a todos aquellos paganos. Josseran también se enteró de que el clan de Qaidu había surgido hacía una generación en las planicies situadas al este del «Techo del Mundo», como ellos lo llamaban, y que conquistaron aquellos valles cuando llegaron con Gengis Kan. En aquel momento gobernaban a toda la gente del valle de Fergana casi hasta las orillas del sur del lago Baikal. Los tártaros tenían un sistema feudal bastante parecido al de los cristianos; el poder de Qaidu derivaba de su parentesco con muchos kanes vecinos, que lo apoyaban, y también de sus andas o hermanos de sangre, que también lo reconocían como jefe. Se suponía que Qaidu, en su momento, sería leal al kan de Bujara, que había sido investido por el kan de kanes, el sucesor de Gengis en la lejana Karakoram.

Por lo visto, Qaidu no era soberano por derecho propio.

Tekuday explicó que tras la muerte de Mangu se celebraría un concilio en Karakoram para elegir al nuevo kan de kanes. Esta reunión se conocía como juriltay y cuando Guillermo y Josseran llegaran al Centro del Mundo, todos esperaban que el hermano de Mangu, Ariq Böke, ocupara el trono.

Josseran también interrogó a Tekuday sobre asuntos que sólo para él tenían un interés inmediato. Un día vio a Jutelún a caballo y señaló la faja de seda que usaba alrededor de la cintura.

—¿Qué significa? —preguntó, con el mayor disimulo posible.

—Cuando una mujer usa un lazo de seda así, significa que no está casada.

Josseran asintió con la cabeza, pensativo, pero con rapidez se quitó el absurdo pensamiento de la cabeza. Que Dios lo perdonara; su tarea era servir a Dios, no estar al lado de una tártara salvaje de las estepas.

Como si tal cosa fuese posible.

Observó a los tártaros en su vida diaria; las mujeres ordeñaban las vacas o se sentaban formando grupos mientras cosían cuero o hacían fieltro para ropa y alfombras, regañaban a los niños o picaban carne para cocerla; los hombres se inclinaban haciendo arcos o flechas o salían a las planicies a domar a gritos a los caballos. De vez en cuando encontraba a algunos de ellos vertiendo leche de yegua en grandes odres de cuero que suspendían de marcos de madera y golpeaban con largos palos. Lo hacían durante horas y horas para separar el suero de la cuajada y hacer así el apreciado kumis.

Cuanto más conocía a los tártaros, más le impresionaba la habilidad que tenían para la lucha. Todos eran expertos arqueros y usaban un arco de guerra doble y curvo que fabricaban ellos mismos de bambú y cuerno de yak y unían con seda y resina. Llevaban en el pulgar un anillo de cuero o de piedra, que les permitía soltar el hilo del arco de forma mucho más eficaz que si lo hacían con los dedos desnudos. Tenía un alcance de más de doscientos pasos y una puntería mortal, incluso montando a caballo.

Cada tártaro llevaba consigo por lo menos dos aljabas parecidas a cajas, que solían ir llenas de flechas. Una contenía flechas para luchar a grandes distancias; la otra, flechas de hoja larga que empleaban para herir al enemigo en la cara y los brazos cuando luchaban cuerpo a cuerpo. También tenían flechas sin filo que silbaban mientras pasaban por encima de las cabezas y que usaban para comunicarse en medio de la batalla.

El servicio militar era obligatorio para todos los jóvenes, y la organización y la disciplina eran estrictas. Los reclutaban en arbans de diez, que a su vez formaban parte de una jegun de cien hombres. Saquear sin permiso, abandonar a un camarada del propio arban o dormirse estando de guardia eran delitos castigados con la muerte. También era una regla entre los tártaros no dar un puesto de mando a ningún hombre que fuera físicamente más fuerte que los demás, porque les parecía que no sentiría el hambre y la sed que tendrían sus soldados y por lo tanto reduciría su eficacia.

Josseran pensó que hasta los templarios podrían aprender mucho de los tártaros. Pero hasta el momento sólo se le había permitido vislumbrar la capacidad marcial de éstos. Si con lo poco que sabía estaba impresionado, sintió una especie de humilde respeto una semana después de su llegada al campamento, cuando Qaidu le permitió cabalgar con ellos en una expedición de caza.

La ruta de la seda
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