Prólogo
Tolosa, Francia
En el año de Nuestro Señor de 1293
Lo hallaron en el claustro. Estaba tendido de espaldas, con la cara teñida de azul y la barba cubierta de hielo. Se encontraba semiinconsciente y hablaba en murmullos de un caballero templario, de una misión secreta del Papa y de una hermosa mujer montada en un caballo blanco. Lo llevaron a su celda y lo acostaron en el duro catre en el que había dormido los últimos veinte años. Ya era viejo y nada se podía hacer por él. En sus ojos resplandecía el brillo frío de la muerte. Sus compañeros monjes comenzaron a murmurar oraciones mientras uno de ellos corría en busca del abad para que el viejo pudiera confesarse por última vez.
Hacía un frío de muerte en la habitación. El abad volvió la cabeza al oír el ruido de una rama que se desprendía del tronco de un árbol y caía en el bosque bajo su carga de nieve. Ante el chasquido, los párpados del viejo se abrieron y la luz amarillenta de la vela se reflejó en sus ojos. Respiraba con dificultad, y el abad frunció la nariz por el olor desagradable que de aquella respiración se desprendía.
Murmuró algo, un nombre tal vez, pero era ininteligible.
—Guillermo —susurró el abad, acercándose a él todo lo que se atrevía—. Ahora puedo oír tu confesión.
—¿Mi confesión?
—Serás absuelto de todos tus pecados y esta noche verás a nuestro Divino Salvador.
Guillermo sonrió, una sonrisa horrible que heló el alma del abad. Había llegado hasta ellos envuelto en misterio, y tal vez los abandonara de la misma manera.
—Agua.
El abad le levantó la cabeza y le humedeció los labios con el agua de un recipiente de madera que había al lado del catre. En el suelo se proyectaban sombras amenazantes. Dentro de la celda, el aire era como el filo de un cuchillo y las respiraciones se elevaban hasta el techo en forma de delgados vapores, igual que almas que abandonaran sus cuerpos. Cristo, atormentado, se retorcía en la pared por el sufrimiento de la crucifixión.
—El Divino Salvador no me verá.
—Debes confesarte —repitió el abad, impaciente por que lo hiciera antes de que se llevaran su alma.
—Veo al demonio. —De nuevo la sonrisa de la muerte—. Calienta los hierros para mí.
Ante la invocación de la Bestia, el abad sintió un escalofrío de miedo.
—Has vivido una vida santa. ¿Qué tienes que temer del demonio?
El monje levantó una mano, los dedos congelados eran como garras, y cogió la manga del hábito del abad.
—Acércate —dijo—. Acércate más y te diré exactamente… lo que tengo que temer.