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Aquel don la había acompañado desde que tenía memoria. Comenzó como una energía en el cuerpo que no podía contener, una urgencia frenética de correr y correr y correr, de subirse a los árboles, una desesperada necesidad de volar.
De niña no podía quedarse quieta, siempre le había resultado difícil dormir. Su madre adquirió la costumbre de encerrarla en la yurta por la noche, pero ella siempre había encontrado la manera de escapar. A veces hasta se escapaba por el agujero por el que salía el humo y se alejaba del campamento corriendo a ciegas en la oscuridad. Entonces enviaban a los hombres a buscarla. A veces no la encontraban. Desaparecía del campamento durante toda la noche y cuando a la mañana siguiente reaparecía, helada y con una mirada enajenada, su madre estaba llorando, convencida de que había muerto.
En esas ocasiones Jutelún siempre se había sentido llena de remordimientos. Pero no podía hacer nada para detenerse. El don no se lo permitía.
Lo que más le gustaba era galopar montada en los caballos de su padre. Como casi todos los niños de la tribu, aprendió a montar casi antes que a caminar. Pero para Jutelún era diferente. No le importaba tanto su habilidad sobre el lomo de un caballo como la sensación de libertad que le proporcionaba aquel galopar por las praderas hora tras hora a través del viento helado. Tenía una energía dentro del cuerpo que no podía contener ni soltar.
Una vez llevó a su caballo hasta el borde de un precipicio de los pasos altos e imaginó que lo espoleaba para que saltara al espacio, al silencio del interminable cielo azul. Pensó que podría extender los brazos, que se convertirían en las grandes alas de un halcón. Podría volar.
Nunca deseó ser una chamán, nunca quiso aquella posibilidad de ver. Cuando cumplió trece años y su hermano Tekuday enfermó, hizo uso de su don delante de los demás.
Cuando Tekuday enfermó, su padre llamó a los chamanes y éstos oraron por él, abrieron a tres prisioneros kerait y derramaron su sangre sobre el cuerpo de Tekuday mientras éste yacía en medio de convulsiones en su cama de pieles. Pero siguió debilitándose.
Ya se sabía que sólo los chamanes entraban en una yurta donde había un enfermo. Los espíritus malignos podían saltar de un cuerpo a otro y era peligroso que una persona se acercara demasiado al enfermo. Pero una mañana Qaidu miró desde la puerta de la yurta y encontró a Jutelún acurrucada junto a su hermano y profundamente dormida. Qaidu entró corriendo y la llevó fuera de la yurta, profiriendo gritos de desesperación a un cielo plomizo, convencido de que también perdería a su hija. Pero Jutelún no enfermó.
En lugar de ello, Tekuday empezó a mejorar.
Poco después de este incidente, ella comenzó a tener visiones. En una ocasión se acercó a su padre y le dijo que aquel día no debía cazar porque había soñado con un monstruo. Él rió ante las protestas de su hija. Pero aquella misma tarde, mientras recuperaba sus flechas del cuerpo de una cabra montés que había abatido, lo atacó un oso. El animal le hizo cuatro grandes rasguños en el pecho, y cuando lo llevaron al campamento tenía la ropa empapada en sangre. Jutelún permaneció con él toda la noche, chupando la sangre de sus heridas.
Cuando su padre sobrevivió a lo que parecían heridas mortales, los chamanes de la tribu se le acercaron y le comunicaron que ella tenía el don.
Una anciana, Changelay, y un hombre, Magui, le enseñaron los ritos. Su padre estaba muy orgulloso de que ella hubiera sido aceptada como chamán, y a partir de aquel momento siempre la había consultado cuando tenía que tomar decisiones importantes.
Por su parte, ella se alegraba de haber podido hacer algo que lo hiciera feliz, pero seguía deseando no poseer la carga que representaba ser vidente. A menudo no encontraba sentido a sus sueños y a veces sus visiones no eran más que una vaga premonición, como le pasó aquella noche con el hombre santo cristiano. Otras veces eran una carga, como cuando soñó que un hombre de la tribu andaba con la esposa de otro. Guardó silencio y su conocimiento la atormentó hasta que el hombre murió en una batalla contra los kermit.
No, no quería tener ese don. Lo único que quería era ser libre, igual que sus hermanos, para cabalgar por las estepas y galopar con su padre.
Para volar.
Pero, en la oscuridad llena de humo de la noche, los espíritus se le acercaban para hablarle y la transportaban por el aire más allá de la estepa. Al principio, aquellos encuentros sólo duraban segundos, igual que el resplandor de un rayo en la noche. Pero, a medida que Jutelún creció, descubrió que podía mantener la sensación por más tiempo, de manera que podía ver con claridad el camino hacia delante, hasta el horizonte del tiempo. Era una ventana a otra vida, su alma se derretía en el cielo azul y ella era libre. Cuando el espíritu de su interior era fuerte, podía volar a través de todo el valle y ver el interior de todo el mundo. Pero era un don que la mareaba y la dejaba extenuada.
Mientras Guillermo murmuraba sus oraciones en la oscuridad, entre el humo de la yurta, y Josseran permanecía despierto, luchando con su conciencia y sus penosos recuerdos, Jutelún dormía, extenuada, porque aquella noche había puesto a prueba su don hasta el límite. Había cruzado volando el Techo del Mundo en compañía del bárbaro de barba del color del fuego. Había viajado como un rayo a través del tiempo y había visto lo que el futuro les deparaba a ambos. Volvió a desear no tener aquel terrible don, porque el futuro era demasiado terrible para contemplarlo y aceptarlo.